Remake a la turca

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El reciente pase de Remake, remix, rip-off (Cem Kaya, 2014) en el festival Docs Barcelona 2015 nos ha permitido descubrir una nueva veta de cine cutre y desacomplejado: aquél que practicaron desde mediados de los setenta los turcos, fusilándose básicamente los grandes éxitos made in Hollywood. Y cuando hablo de fusilárselos me refiero exactamente a eso, sin temor alguno de represalias legales por parte de major alguna y creando a su vez clásicos imperecederos del infracine que se van comercializando poco a poco en DVD a través de ediciones limitadas (The Turkish Star Trash Collection).

Una solución quizás simplona pero que alcanzó extremos surrealistas, ligada a una situación política de inestabilidad, sí, pero también a un intento a la desesperada por ganarse el beneplácito de la taquilla. Y es que el cine turco (que vivió su época dorada entre 1950 y 1970) venía de producir tres centenares de películas anuales… para acabar teniendo que conformarse con 10-15 filmes a mediados de los noventa, habiendo perdido el 80% de los espectadores. ¿Qué pasó en medio? ¿La deriva argumental ocurrió de sopetón o ya apuntaban maneras?

Industria la hubo, de acuerdo (llegó a ser el quinto país del mundo en lo que a producción cinematográfica se refiere). Pero originalidad, lo que se dice originalidad… las 300 películas anuales salían de la mente de exactamente tres guionistas, que como comprenderéis, no estaban para florituras: les bastaba con coger la presentación de este ‘melo’ que tan bien había funcionado, fusionarlo con el nudo de algún gran éxito venido de fuera y rematarlo con un desenlace sospechosamente parecido al de aquella otra. Todas las combinaciones posibles que incluyesen amores imposibles, enfermedades terminales, seis peleas por cinta y efectos especiales amateurs de esos que todos intentamos de críos en nuestra habitación y a puerta cerrada. Muñecos de goma, coches a escala y héroes que debían de hacer sus escenas de riesgo sin doble alguno. Superproducciones, en definitiva, sin un puñetero duro de por medio.

Pero volvamos a los 50. Los estudios de aquellos maravillosos años se apelotonaban alrededor de la calle Yeşilçam de la antigua capital, un lugar tan mítico que acabó dándole nombre a aquél periodo de dos décadas. El mismo lugar donde acuden hoy oleadas de extras dispuestos a ganarse un jornal como figurantes en alguno de los seriales de televisión que triunfan… y del que en aquél entonces salían director, actores principales y equipo de filmación –los justos y necesarios para llenar una furgoneta por película-.

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La afluencia a los cines era espectacular. Los llenos se sucedían y se contaba que hasta quince personas podían subsistir en los alrededores de una sala dedicándose sólo a la reventa. Los emigrantes turcos también demandaban producto local y la llegada del reproductor de video les alegró la vida: diez películas alquilaba de media una familia turca cada fin de semana.

Finales de los setenta. La cinematografía turca busca contrarrestar el poderío de video y televisión rehaciendo los hits norteamericanos y dando carta de naturaleza a una “industria” del cine de serie Z que convierte las intentonas de Ed Wood en memorables legados al arte cinematográfico.

Películas de superhéroes sin miedo a atentar contra ninguna ley de la propiedad intelectual, juntando en un mismo metraje a Spiderman (el malo de la función, alguien tenía que serlo), Santo (sí, el luchador mejicano) y el Capitán América. Los directores de aquél entonces –de imposible reivindicación- aseguran que eran productos para ser consumidos en las poblaciones del interior, lejos de la sofisticación de Estambul o Esmirna (y donde el (caro) producto original no podría ser nunca amortizado). Súmese a eso que desde los sesenta la exhibición de muchas de estas películas estuvo prohibida, haciendo “invisible” el original… así que tocaba aplicarse y parir un Supermán otomano… y hacer lo propio con Rambo, Conan, E.T., Tarzán, Batwoman, Star Trek, El exorcista (con momentos cumbres copiados plano a plano), El mago de Oz, Star Wars (retitulada El hombre que salvó al mundo) y un larguísimo etcétera. Como los protagonistas de Rebobine, por favor (Michel Gondry, 2008), los turcos se dedicaron a rellenar el videoclub con versiones “mejoradas” y “más accesibles” de aquello que venía de América.

Actores con un millar de cintas en su haber, tantas que hasta les cuesta recordar cuales hicieron exactamente. Sólo saben una cosa: los negativos puestos uno detrás de otro darían la vuelta al mundo dos veces. Rodajes a contrarreloj y con un número limitadísimo de metros de celuloide, codiciada materia prima. Finales improvisados, negativos tintados sobre la marcha, lotes de películas que se completaban de camino al punto de entrega…

Si no tenían dinero ni para el catering… ¿cómo pagar por una orquesta? La banda sonora –amparándose, repito, en la inexistencia de leyes sobre el copyright- podía estar integrada por cualquier pieza del catálogo mainstream: el tema principal de Blade Runner, el de El golpe, En busca del arca perdida, Doctor Zhivago… ¿o por qué no emplear el de El padrino, tan resultón?

La llegada del porno –quizás no tan curiosamente, en plena dictadura militar- acabó con la gallina de los huevos de oro. Los contenidos se endurecieron y terminaron por echar a las familias de los cines, que se podían encontrar con un trailer harto explícito entre bobina y bobina. En la actualidad la televisión reina, con una producción otra vez desaforada (¡150 series al año!) que lleva a los profesionales del sector a manifestarse para tratar de mejorar sus condiciones de trabajo. Sólo piden que los capítulos no duren hora y media (¡y hasta dos!), para poner fin a tanta jornada maratoniana.

Mientras son reducidos a escombros los últimos grandes templos del cine turco, los cineastas de aquél tiempo echan la vista atrás sin excesiva conmiseración para consigo mismos. Hicieron películas rematadamente malas, sin duda… basura pura y dura. Pero en este hermoso estercolero proliferaron argumentos alocados e incomprensibles en los que cabía de todo: bandas de moteros, zombies, robots, metraje cogido “prestado” de las películas más exitosas del momento… un monumento al copiar y pegar, sin necesitar disfrazarlo de homenaje.

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Pasada la vorágine, los estudiosos del tema se encuentran con toda una paradoja. La mayoría de las cintas claves fueron destruidas –con la normalización del mercado a finales de los ochenta el modo más sencillo de recuperar la plata del celuloide consistió en finiquitar el catálogo de horrores parido hasta entonces-, teniendo que emprender la búsqueda en el equivalente a las filmotecas turcas: los cineclubs alemanes donde llegaba material “fresco” en bolsas repletas de cintas de VHS. Una ingente labor de investigación que a buen seguro nos deparará sorpresas: los clásicos del cine cutre del mañana quizás reposan hoy en la destartalada balda de alguna trastienda del barrio de Kreuzberg.

 

Ilustración: Joan Ignasi Guardiet

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