Soledades cinematográficas

El título puede sonar incluso a pleonasmo. Quizás porque el disfrute del material filmado por un equipo reducido de gente en una sala cinematográfica se ha convertido de unos años a esta parte en un acontecer minoritario, cuando no -y dependiendo de la sesión- directamente solitario. Ver cine y ser capaz de soportar la propia compañía es, más que nunca, un sinónimo no necesariamente deseado por el partícipe de esta ya centenaria experiencia.

Aunque una parte nutrida de la audiencia todavía acude al cine para disfrutar del placer de los extraños, del de unos personajes que hora y media antes ni tan siquiera le habían sido presentados. Lo cual nos recuerda la fascinante capacidad del ser humano para relativizar ese estado de permanente incomunicación al que se ve abocado con el paso de los años. Estrategias de este tipo siempre ha habido: en su momento bastaba con comprar el periódico cada día; después vino lo de escuchar la radio para sentirse “acompañado” y, ya en nuestros días extraños, se impone la privación sensorial (pantalla gigante, auriculares, virtualización de la vida) como forma más o menos efectiva de no tener que mantener conversaciones con desconocidos (incluidos, a este paso, nosotros mismos).

Palabra que he venido aquí a largar de cine, no impacientarse. Y es que os quería hablar de Zoe Lucas, protagonista absoluta, junto a la directora Jacquelyn Mills, de Geografías de la soledad (2022). El documento es hermoso y los sentimientos descritos resultan tan prístinos que a los más cínicos les parecerán naifs. Porque la susodicha Zoe lleva camino de 40 años viviendo sola en isla Sable, un recóndito lugar del Canadá.

Allí se dedica a estudiar la nutrida población equina introducida por el hombre en el siglo XIX y compuesta por medio millar de ejemplares que recorren arriba y abajo la lengua de tierra (son 40 kilómetros de arqueado contorno -de ahí lo de “sable”- y apenas 500 metros de anchura). Naturalista recalcitrante, con su letra menuda glosa la mortandad cuadrúpeda, su alimentación, el sucederse de generaciones forzosamente endogámicas. Y… poco más. Sucederse de estaciones, amaneceres brumosos, aviones con víveres, cajas con osamentas, tupida cúpula celeste sobre su cabeza.

Viendo a esta mujer reconocer la existencia de un sacrificio innegable -el suyo- y aceptar plenamente sus consecuencias (¿la siempre imperfecta libertad o la definitiva alienación?), me vinieron a la cabeza otras tantas películas sobre la exaltación de la soledad, convertida en quintaesencia de un sentimiento de Humanidad ya perdido. El urbanita (por cierto: mayoritariamente cinéfilo hasta hace dos décadas) es el primero en sentir cierta admiración por estos eremitas que parecen huir precisamente de cualquier vestigio de civilización. Gauguins a la carrera, todos en pos de sus islas de los Mares del Sur. Tipos heridos en lo más profundo, desencantados de la vida en sociedad, aventureros embarcados en el autoconocimiento como mandato, a la manera de filósofos griegos revividos.

El inefable Werner Herzog quizás sea el director especialista en la búsqueda de desterrados, de mavericks que subsisten en tierras pendientes de cartografiar hasta hace no tanto. Su filmografía glosa la búsqueda obsesiva del maldito, del verso libre con algo de profeta -y por tanto, con algo de loco-. Y todos, casi siempre, tienen nombre propio: desde el Aguirre nihilista que logra por fin su merecida soledad (bueno, con la única compañía de los monos), al Fitzcarraldo emperrado en hacer un templo de la cultura capitalina allá donde nadie puede acudir a disfrutar del mismo. Pasando por un Kaspar Hauser bastante lejos del ideal del buen salvaje o el Stroszek inmolado en su búsqueda del sueño americano.

Pero más allá de las ficciones, es en los documentales donde Herzog nos ha servido en bandeja una balada ininterrumpida del desarraigo. Si en Fata Morgana (1971) el desierto devenía el protagonista solitario por antonomasia, en Nómada: tras los pasos de Bruce Chatwin (2019) lo era el recuerdo de un amigo, viajero impenitente y coleccionista de vivencias al por mayor. ¿Y a quién sino a él se le podía ocurrir ir a buscar a gente allá donde no quería ser encontrada, en la Antártida de Encuentros en el fin del mundo (2007)?

Aunque su historia (no, me niego a creer que el personaje existiese: para mí siempre será una ficción tamizada por un glorioso montaje) más montaraz y freak sobre la soledad posiblemente sea la del illuminati héroe de Grizzly Man (2005). ¿En qué momento la enfermedad mental más o menos latente le insta a uno a sublimar su obsesión y dejarse arrastrar por la imperiosa necesidad de compartir hábitat con plantígrados?

Mi mapa de soledades de celuloide no estaría completo sin el Robert Redford de Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972), un canto general a la cabaña solitaria, el paisaje agreste, la economía de subsistencia y los recuerdos… así como las ensoñaciones en las que estos derivan. Quizás Jeremiah Johnson acabó siendo un solitario por accidente, pero su epopeya vital no podía concluir de otra forma.

Me niego a incluir en mi lista de solitarios ilustres al Tom Hanks de Náufrago (Robert Zemeckis, 2000), porque los Robinsons Crusoe de este mundo nunca lo han sido por elección propia. Los suyos son anhelos de recobrar una vida de orden, de clases sociales bien diferenciadas… de Imperio rampante. Solo ansían que el barco salvador arribe a su rebautizada costa.

La Naturaleza como disfrute al margen era también la protagonista de la española Tasio (Montxo Armendáriz, 1984). El camino hacia la autosuficiencia (más que hacia la soledad) de su protagonista lo emparentaba con el Henry David Thoreau partidario del recogimiento, los frutos silvestres y la construcción efímera. Curiosamente, el cine de los últimos 25 años tiene una peligrosa tendencia a convertir ese anhelo de comunión con el cosmos en algo peligroso, con dramáticas consecuencias para sus practicantes (véase Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007), o la escatológica 127 horas (Danny Boyle, 2011)).

Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975) nos hablaba también de ese deslumbramiento que produce en el hombre corriente el encuentro con un lobo solitario capaz de lidiar con cualquier inclemencia meteorológica en la más inhóspita de las latitudes.

Esto es curioso: quizás el actor que más asocio con la soledad sea Lee Marvin. Quizás porque el alcoholismo (común a muchos de sus personajes) sea el atajo más indeseado hacia la soledad. Lo veo como vengador (obviamente solitario) en A quemarropa (John Boorman, 1967), incapaz de cooperar de una manera plenamente desinteresada con el Toshiro Mifune de Infierno en el Pacífico (John Boorman, 1968), cantando de madrugada el Estrella errante en La leyenda de la ciudad Sin Nombre (Joshua Logan, 1969) o reclamando su derecho a ser un polizonte en El emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973). ¿Y acaso hubo un ser más abandonado en su propia maldad que el Liberty Valance de John Ford?

Por el contrario, me sobran los ejemplos de mujeres abandonadas a su propia suerte (no confundir con la soledad buscada), arrinconadas hasta su definitiva marginación. Mis dos fetiches: la Nastassja Kinski de Tess (Roman Polanski, 1979) y la Barbara Loden de Wanda (1970). Dos solitarias rodeadas de testigos morbosos que apuestan, desde palcos no necesariamente privilegiados, sobre las simas profundas a las que ellas pueden llegar a caer.

De las soledades casi nunca se viene, a las soledades casi siempre se va. Una sana misantropía une a estos personajes que, como la apasionada ecóloga de Geografías de la soledad, solo le piden al mundo una tregua, un respiro para centrarse en lo que a su juicio verdaderamente importa. ¿El propio Planeta, por ejemplo?

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