‘Pacifiction’, de Albert Serra. La tragedia de un hombre ridículo

El Sr. de Roller se desenvuelve en su papel, discursivo, asertivo, pagado de sí mismo. Sus frases no constituyen diálogos, sino monólogos. Sus pensamientos, certezas. Su voluntad es un futuro de prosperidad, tan personal como colectiva, en el Departamento polinésico que preside en tanto que Comisionado del Estado Francés. De Roller es uno de esos funcionarios imbuido de grandeza (grandeur en este caso) por el cargo que ostenta, hinchado de soberbia. En la fluida primera hora de Pacifiction veremos como De Roller escucha (aparentemente) a un grupo de notables de la comunidad, amenaza a un cura con arrebatarle la parroquia y los feligreses, defiende la construcción de un casino, se codea con los poderes fácticos en la discoteca de moda, promueve alcaldes y se enfrenta verbalmente a un grupo insurgente. De Roller no pretende representar la autoridad sino ser la autoridad. Albert Serra, pone, blanco sobre negro, la ridiculez del personaje llevándole a un enfrentamiento consigo mismo, no con la idea que tiene del Estado sino con la idea de la relación que él cree mantener con el mismo.

Se ha comentado largamente que esta obra de Serra no es un Serra “auténtico”. Que el engreído autor de Banyoles se ha vendido al capital para desarrollar una cinta mainstream que le consiga premios e ingresos. Ciertamente, Pacifiction evoluciona durante su primera mitad con una estructura argumental más perceptible que en su obra previa. Sin embargo, mantiene muchas de sus constantes temáticas o estéticas: la soledad de sus antihéroes, la crítica del contexto social, la omnipresencia del sexo y la sensualidad, cierta tendencia a la oscuridad de fondo y forma o la alternancia de secuencias sin diálogos con secuencias en los que los diálogos no parecen provenir de las imágenes que vemos… es precisamente en esta alternancia de laconismo y verborrea dónde la cinta capta el interés del espectador en su primera mitad, escarbando en un posible misterio del que sólo veremos (comprenderemos) una pequeña parte. De Roller juega a los espías en un contexto que progresivamente se va tornando enrarecido. Así, este hombrecillo ridículo, permanentemente habillado en su blanco traje de lino que le concede su estatus, emula al Geoffey Firmin de Bajo el volcán en su patetismo, aunque no en su gloria. A pesar de sus contactos y de la representación que ostenta, se sitúa en tesitura cercana al Zama presentado por Lucrecia Martel, otro burócrata varado en tierras lejanas.
Con la ayuda de un extraordinario Benoit Magimel, Serra despoja al personaje de sus vestiduras y le presenta como un tonto útil, víctima de las mismas maquinaciones y artificios de los que presumiera. La búsqueda de pistas, el uso de una atractiva colaboradora para obtener información como si de Mata-Hari se tratara, las retención de un extranjero a quien ocultan el pasaporte o las medias verdades compartidas entre propios y ajenos, se antojarían variantes de las obras de Graham Greene, con sus espías occidentales a la deriva en supuestos paraísos que ocultan peligros terrenales. Sin embargo, Albert Serra no pretende tanto una denuncia política específica, cerrar un caso, como dejar en evidencia la turbidez de la real politik y la oscuridad que emana de la misma. Pacifiction acaba siendo una variación de La conversación (Francis Ford Coppola, 1974) en la que el cazador parece ser la presa y dónde la realidad se tuerce, a caballo entre una paranoia y una pesadilla.
La revelación de un plan oculto (incluso para sus ojos) da pie a que De Roller, entre incrédulo e indignado, trate torpemente de sabotearlo, de torcer los designios de los poderes que rigen muy por encima de él. Serra implosiona la narración en este momento, llevando al espectador a una situación de desconcierto equivalente a la del personaje mediante una puesta en escena y un montaje que escapan del naturalismo. Así, mientras gran parte de la historia transcurre en su primera mitad durante el día, la noche se adueña de la narración, las elipsis se exageran y las secuencias (fotografía y banda sonora mediante) adquieren una sensación surreal. Desde que la plácida naturaleza de la Polinesia se torna amenazante con la aparición de las olas gigantescas o la torre de un submarino asoma en la distancia, Serra pone en evidencia que la planificación de los acontecimientos no tiene sentido. De Roller, en su resistencia vana, en su empeñaferrarse al status quo, tarda en comprenderlo. Pero el director de Banyoles lo explicita para el espectador en una serie de sugerentes escenas dónde los diálogos son prácticamente inexistentes y dónde las figuras parecen formar parte de un decorado, sea cuando los personajes se acechan unos a otros entre barcos varados y chalés en ruinas, sea en una velada erótica en la que la luz y la música electrónica remarcan una sensación ambigua de sensualidad y peligro.

Al inicio de la cinta, De Roller se mueve en el club entre militares y tipos influyentes, situándose a cierta distancia de ellos. El almirante (Marc Susini) saluda a unos y otros sin perder de vista los cuerpos esculturales de camareras y camareros. No tardaremos en verle completamente borracho. Hacia el final del metraje, De Roller se evidencia como un pelele. Si Harry Caul, el personaje de Coppola, enloquecía tratando de asegurarse no ser espiado, el funcionario francés trata en vano de encontrar un submarino con una linterna en una barquita en la negra noche oceánica. Poco después maldecirá a todos sus antagonistas (sin excluir a su propio gobierno) en una perorata (por su subrayado, la escena más innecesaria) para continuar lanzando un grito bajo la lluvia en otra soberbia escena catártica. Elipsis mediante, encontramos de nuevo al almirante y a De Roller en la discoteca, moviéndose al son de una mescolanza de músicas, bañados y deformados por la luz, tal y como él preconizara acerca de los políticos, en una especie de infierno lynchiano. Un infierno en el que el infeliz De Roller, siempre uniformada con su traje blanco y sus gruesas gafas, quedará atrapado mientras el militar se escapa, glorioso, hacia una terrible misión. Pacifiction deviene así la película más compleja de Serra, en su mezcla de noir, cine político y cine de autor. También la más asequible en cuanto la narración se despereza de los trazos circulares, concéntricos, ensimismados, marcados por Historia de mi muerte (Història de la meva mort, 2013) o sus montajes para salas de exposición. Con la lucidez del perdedor, con la brillantez de su fotografía oscura y con su revulsiva conclusión, Pacifiction puede ser su obra más conseguida hasta el momento.