‘Sirat. Trance en el desierto’, de Óliver Laxe. Los 7 pecados capitales del cine de autor (autoconsciente de su condición)

Un puñado de personajes abandonados en mitad de la nada. Un centauro del desierto que busca a otra mujer para devolverla a no sabemos muy bien qué subterfugio de hogar, de lustrosa “civilización” en vísperas de su definitiva aniquilación. Una abigarrada caravana de desperados en ruta hacia ninguna parte. Y una amenaza fatídica e indeterminada que convierte en ilusoria cualquiera esperanza de redención.

Sirat es muchas cosas… ¡y muchísimas cosas más que querría ser! Es un western con hatajos a la manera del Meek’s Cutoff de Kelly Reichardt. Es una distopía plagada de extraños tullidos danzarines, como si de una extensión del universo Mad Max se tratase. Un continuo de catarsis musicales que nos devuelve a aquella Todo sobre Lily (2002) de Shunji Iwai. Una conquista de lo inútil sin barco fitzcarraldiano.

Y también incluye un clímax perverso y cruel que a buen seguro os recordará a El salario del miedo (H.G. Clouzot, 1953) o a su digno remake yanqui (Carga maldita (William Friedkin, 1977)).

Hay mucho cine prestado en Sirat, tanto, que sorprende hayan sido justamente los que deberían estar más atentos a ese trasiego referencial (los críticos) los que le han acabado dando uno de los premios gordos del festival de Cannes. Pero al César lo que es del César: Sirat consigue ser una experiencia genuinamente cinematográfica (ridículo verla en otro sitio que no sea frente a la pantalla grande), cuenta con una fotografía fascinante (de ese genio llamado Mauro Herce, que iguala los atardeceres selváticos -cambiando el verde por el naranja- del Vittorio Storaro de Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979)) y una edición musical capaz de regalarnos el que sin duda es desde ya paisaje sonoro del año.

También hay peros. Empezando por ese enorme error de casting llamado Sergi López, que vuelve a hacer de sí mismo -campechano, cotidiano, intercambiable… a medio camino entre la bonhomía de un Bill Murray y el coñazo a perpetuidad de un Antonio Resines- y que aporta una nota de envaramiento actoral a un elenco que rezuma, precisamente, autenticidad. Y concluyendo en ese cúmulo de parábolas (que pueden significar tanto una cosa como la contraria: como si media docena de nens de Castefa se hubiesen reconvertido en monjes tonsurados practicantes del zen maquinero) que lanzan un angustioso grito de… ¿falsa trascendencia a través de la intrascendencia?

Sí, todo eso es Sirat. Cine efectivo y efectista, hijo pródigo de ese nihilismo mainstream que lo mismo sirve para una entrega de Misión Imposible que para un documental sobre la Madre Teresa de Calcuta.

Pero sobre todo es un film muy deudor de su apadrinamiento / bautismo de fuego (la Sección Oficial de Cannes) y de una forma de hacer cine que me he atrevido a condensar en siete lugares comunes que han convertido el cine más reivindicable en radiofórmula falible:

  • Si quieres tener alguna oportunidad en nuestro contubernio anual, comulga con el chic contemporáneo made in France. Sólo te pedimos algo de la exuberante puesta en escena de la Ducournau (sin obligación de mordiscos). Del malditismo de un Leos Carax. Honrarás los personajes sin rumbo de Claire Denis. El freak show de Bruno Dumont. El pesimismo sin concesiones de Bertrand Bonello. ¿Y qué me dices de unas pinceladas de la radicalidad esteticista de Gaspar Noé y de todos aquellos que no nacieron aquí, pero… tú ya sabes: son de los nuestros?
  • Acumula macguffins, esboza posibles finales redondos… pero deja a tus personajes varados en ese estado apopléjico que tan bien les sienta. En Sirat tenemos ese viaje lisérgico que desde Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) y The Last Movie (Dennis Hopper, 1971) es sinónimo de búsqueda espiritual, de desinhibición y quizás hasta de revelación postrera. Traducción: una excusa como otra cualquiera para un alarde técnico, para una fuga mental, para un caleidoscopio freudiano.
  • En realidad, nada importa. ¿Por qué? No, no, no nos pongamos filosóficos (recordad, es cine de autor: ¡dar argumentos en taaaan antiguo régimen!). El caso es que no hay ninguna enseñanza que extraer para el mañana porque no hay mañana. ¿Estamos? Por lo cual las desgracias del presente -tan irreal, tan imperfecto, tan discontinuo- no son más que un pasatiempo terriblemente burgués. ¿No te das cuenta de que esto se acaba? “¡Súbelo, súbelo! ¡Haz que pete!” El antídoto a tanta angustia post-pandémica es otra ración de nada aderezada con sonidos industriales (Nietzsche se hubiese ruborizado, pero por supuesto que también hubiese bailado).
  • … y es que cuando no sepas para dónde tirar, ponlos todos a danzar. Si lo hacía Godard, ¿por qué voy a ser yo menos? El cine, después de todo, era eso: evasión, abandono, disfrute de mirón estático. ¿Quién se puede resistir a un montaje sincopado, a un fluir mayestático? En un mundo de bandas sonoras unipersonales (esos auriculares omnipresentes con los que aspiramos ni más ni menos que a sumirnos en nuestros propios pensamientos sin interrupciones impertinentes), dejarse llevar por ritmos machacones puede hacer de substituto de la libertad. (Madre mía, pero qué cosa más triste acabo de decir).
  • Que no se note demasiado que esta vez sí tienes un presupuesto decente. Yo lo llamo el síndrome de El mariachi: tu Antonio Banderas será esta vez un diseño de producción decente, varias cámaras con las que poder contar lo mismo y esa sensación de estar haciendo algo trasgresor… ¡con el aval del capital!
  • El Mal, eso sí, no debe de tener cara. Puede ser un estado de ánimo. Un miedo infantil sublimado. La autoridad, la OTAN, el Fondo Monetario Internacional, la letanía de un cuñao… mal, todo mal. Pero líbrate de perversos carismáticos que conviertan tu odisea con múltiples capas de lectura en una vil película de género… jamais!
  • Un cine legítimo (¡qué duda cabe! ¡Es el que a mí me gusta, carallo!) pero que revestido de su argumentario cuqui-cool (“¡eh, que aquí se cuentan cosas, ¡que esto es cine que importa!”) termina adoleciendo de los mismos defectos que ese otro Gran Cine -¡mayúsculo enemigo!- que a la postre utiliza también cualquier recurso a su alcance para lo mismo: abrumar, impactar o arrastrarte por los pelos a trances impostados.

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