Las 20 mejores películas de 2021

Como cada temporada y sin ningún propósito de exhaustividad, justicia o entente entre hombres de buena voluntad (uno es uno y su circunstancia), he aquí el repaso anual a lo que más me arrebató, soliviantó o ayudó a evadirme. 20 películas que se estrenaron o se pudieron ver en plataformas -que vuelven a avanzar posiciones respecto a las formas de distribución y exhibición “clásicas” que, eufemismos aparte, siguen siendo la única forma decente de ver cine-.

Me hubiese gustado ver estrenadas A balance (Yujiro Harumoto, 2021), vista en el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria y en el Asian Film Festiva Barcelona, ese excelente documental sobre la transformación del golpe de estado en socorrida herramienta “diplomática” titulado Coup 53 (Taghi Amirani, 2021) y seleccionada en la Atlàntida Mallorca Film Festival o el mejor musical del año a ritmo de jam poética que fue… el Summertime de Carlos López Estrada.

En lo comercial, Dune fue una pequeña decepción, al igual que el tan cacareado como manido último (¡qué más querríamos!) James Bond. En lo autoral me resultó particularmente insoportable el Malmkrog del generalmente brillante Cristi Puiu, la lectura en voz alta de un libro con muchas ínfulas en la puesta en escena.

Ausencias a un lado, sobrevaloradas al otro, lo finalmente seleccionado tiene de todo un poco. Dos westerns atípicos rodados por mujeres (El poder del perro y First Cow), 5 películas estadounidenses, 5 francesas, tan solo dos asiáticas y ninguna española. Pocas comedias, ninguna referencia a la pandemia, demasiados manifiestos nihilistas. Y es que el mundo está ansí.

Ahí vamos. En orden ascendente, la escalada hacia la excelencia cinematográfica o aquellas películas de 2021 que quizás vean pospuesto su olvido.

* * * * *

20.- The Assistant, de Kitty Green (Filmin)

Un día cualquiera en la oficina en la que todos callan y comentan la jugada por lo bajines. La meritoria a perpetuidad al otro lado de la puerta. En su despacho inexpugnable o al otro lado del teléfono o en algún teclado de vaya usted a saber dónde, él. Un Weinstein cualquiera, protegido por la guardia pretoriana de los que aprenden rápido a mirar hacia otro lado, a tirar de sarcasmo y a reírse de la ingenuidad de las nuevas.

Ni la sordidez de la reciente serie La voz más alta (2019) ni el maniqueísmo de los manifiestos sin alma. La jornada particular de Jane, tan preparada, tan claramente sobrecualificada antes siquiera de arrancar en el consorcio norteamericano de rigor -pose pétrea, eficacia sin ningún testigo, profesionalidad de más en un mundo donde ni se le ve ni se le escucha- nos deja como Kitty Green quiere que nos quedemos: con las tripas revueltas y la sensación de haberlo presenciado en la vida real; quién sabe si de haber sido, por acción u omisión, co-partícipes.

Porque no hay nada más complicado que convertir la miseria en cotidianidad laboral, en un anodino día donde hasta las aceras gritan espantadas por todo lo que ocurre y nadie quiere ver.

19.- Lamb, de Valdimar Johannsson

En la Islandia profunda -cualquier lugar que no sea la capital, vamos-, una pareja se vuelca en el día a día de una explotación agrícola. Quizás sea su manera de olvidar una desgracia reciente, quizás sea la mejor forma de no pensar demasiado y confiar en el efecto sanador de las rutinas alienantes.

Pero hete aquí que nace un lindo corderito. Muy mono y particular. Tanto, que deciden cuidarlo y educarlo como si de un humano se tratase. Porque algo de ello tiene…

No hay mucho más que eso, incluso nos sobra la intriga fantástica en esta que fuese mejor película del festival de Sitges. Nos quedamos con un primer tercio minimalista, como El árbol de los zuecos (Ermanno Olmi, 1978) pero con casting recortado. Silencio, serena observación, trauma latente. ¡Ah, y es una primera película!

18.- Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, de Emmanuel Mouret

Francesa hasta la médula -algunos dirán hasta la nausea-, Las cosas que decimos… es el clásico compendio de amores más o menos veraniegos que querría atesorar también alguna explicación fundamental sobre el sentido de la vida. Sin el distanciamiento y el cinismo poético de un Assayas y sin la profundidad psicológica de un Rohmer, pero con esa sensación de que todos mentimos, de que todos defendemos un personaje que dice cosas que pocas veces coinciden con las que finalmente acaba haciendo.

Quizás no sean más que profesiones de fe en sí mismas, pero lo cierto es que no hay año en que no nos llegue una de estas fotonovelas sexis donde se ama a destiempo, se hacen planes, se desea lo que no se tiene y se termina haciendo confesiones a un@ extrañ@ como forma sofisticada de sobremesa. La culpa nunca se sabe si es del exceso de tiempo libre, del queso a los postres o de las incomparables vistas.

17.- Nunca volverá a nevar, de Malgorzata Szumowska

La Szumoswka -de la que este 2022 oiremos hablar bastante a rebufo de su Infinite Storm protagonizada por Naomi Watts- nos regaló esta distopía contemporánea en entorno residencial exclusivo.

La sensación que contagia la película desde su mismísimo título es que algo terrible está a punto de sucederle a este freakshow compuesto por mujeres desesperadas, ex-militares retirados, pacientes terminales y carismáticos don nadies. Puede ser la manifestación fehaciente de un cambio climático negado durante décadas o la definitiva alienación de toda una sociedad. El adocenamiento (que se manifiesta en algo tan banal como unos timbres que reproducen greatest hits de la música clásica), la continua espera de una revelación espiritual que no llega, la necesidad de amar a unos chuchos o a un perfecto desconocido. Algo agoniza. Quizás todos nosotros.

Para Malgorzata Szumowska el fin del mundo es un suceso tan seguro como la resurrección de los muertos para la iglesia católica. Su cine se dedica a levantar acta de todos los indicios, a la manera de los evangelistas apócrifos. El ridículo al que está abocado el consumidor compulsivo, el ensimismamiento falocrático, la preocupante expansión del pensamiento maximalista. Sus personajes, profundamente abatidos, tienen al menos el coraje de no adscribirse al pensamiento único.

16.- Mandíbulas, de Quentin Dupieux

¡Torooo!”. La comedia más subnormal del año fue esta tontuna hiperbólica y poco animalista. Porque si te encuentras un insecto agigantado lo primero que se te ocurre es que lo puedes convertir en un esclavo de la entrega bajo pedido. Claro.

Dos alelados sin propósito vital, encuentros, confusiones, una piscina. Dupieux sigue su particular exploración de la chorrada universal y ya lleva acumuladas unas cuántas parábolas surrealistas sobre la oquedad mental, siempre con protagonistas de lujo: policías, neumáticos, oligofrénicos.

Adentraros pues en este periplo imposible, en esta ¡Jo, qué noche! en la Costa Azul. Y amad a las moscas por encima de todas las cosas, porque a la postre ellas serán las que os recen el último responso frotando sus paticas y batiendo muy rápido sus alas.

15.- Queridos camaradas, de Andréi Konchalovski

En las formas os recordará a la Ida de Pawel Pawlikowski. Pero no os quedéis en el blanco y negro (deslumbrante): Queridos camaradas, del irregular y a veces asesinable Andrei Konchalovsky, es una excelente película que documenta interesados vacíos en aquél pretendido comunismo light de la era Jrushchov.

Apenas tres días en una ciudad perdida de la URSS. Los trabajadores de una fábrica crítica para los intereses del Estado deciden ponerse en huelga como protesta por el recorte de salarios. Y… y pasan cosas.

El desengaño venía de mucho antes: de Hungría, de la hambruna de Ucrania, de los kuláks represaliados. Pero aquí lo vemos todo a través de los ojos de una miembro del Partido, de una convencida. Disfruta de sus privilegios -sin cuestionárselos- y hace lo único que se le pide: seguir la línea impuesta desde Moscú.

La crisis en la que entra su mundo -acrecentada por la memoria del padre, vivo representante del orgullo cosaco- es mucho más que una caída del caballo: es la constatación de que una ha dado la vida entera por otro ideal pervertido por mediocres militantes.

14.- Otra ronda, de Thomas Vinterberg

Entre chupito y copazo, entre prueba para dilucidar el grado de intoxicación etílica y reivindicación de las pulsiones perdidas, algo profundo y amargo se adivina por entre las costuras de la última película-manifiesto (¡ah, dichoso Dogma!) del director de Celebración (1998).

Mads Mikkelsen arranca la película depresivo, a la deriva en su clase de historia sin receptores interesados ni interlocutores válidos. No es sólo que haya dejado de ser una influencia benéfica para sus alumnos: es que los tiene al borde mismo del motín. ¿Y si el acudir medio pedo al aula le ayudase a relajar el ambiente y recuperar sus dotes de pedagogo motivador?

Otra ronda sintetiza el hastío burgués… y burguesa se queda. Y es que en Dinamarca, hasta para los exceso hay normas. Así que la cosa no pasa de ser la pataleta cool (¿se puede ser más cool que Mikkelsen?) de un primer mundo tan educado como profundamente frustrado. En este contexto la botella no es tanto la personificación de la ausencia de sueños como la prueba de una creciente falta de imaginación.

13.- La vida de los demás, de Mohammad Rasoulof

Cuatro historias que subvierten la aparente normalidad pretendida por cualquier país (Irán, en este caso) en el que todavía esté vigente la pena de muerte. Por razones obvias el mensaje debe de apelar a cierta ambigüedad, a cierta dispersión narrativa que no deje meridianamente claras sus intenciones.

El principal problema del filme es que el relato inaugural es tan brutal -una excelencia malévola muy Haneke, por entendernos-que termina lastrando los tres posteriores, a rebufo de lo recién revelado. Una sociedad de queridísimos verdugos, un Estado que delega con regodeo sádico la administración de su justicia sumaria.

Y así es como sus habitantes (que quieren llegar a fin de mes, que quieren pasar un fin de semana junto a su prometida, que no saben ya si pueden alardear de principios) terminan siendo víctimas o matarifes, dependiendo del nivel de aislamiento social que estén dispuestos a tolerar.

12.- La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryusuke Hamaguchi

¿Que quién es este director japonés? Pues os recomiendo que os pongáis al día, porque en 2022 volverá a estar en el top 3 de la crítica interplanetaria merced a su Drive my car, de inminente estreno en nuestro país. La cinefilia lo conocía hasta ahora por Happy Hour (2015), monumental película de cinco horas y media que sigue siendo el mejor retrato de la mujer nipona en lo que va de siglo.

La ruleta de la fortuna… es una película hija de la pandemia y de sus rodajes minimalistas, formalmente muy parecida a esos sándwiches a base de diálogos poco socráticos que suelen mantener los protagonistas de otro director asiático muy querido en círculos sadomasoquistas. Me explicaré: como dice una compañera de perversiones filmadas, esta pieza de cámara de Hamaguchi es como un Hong Sang-soo “pero bien hecho”.

Porque hay mucho encuentro a dos bandas, mucho monólogo con invitado de piedra, mucha confesión a deshoras. Pero aquí la sinceridad no necesita del alcohol para manifestarse, por muy perversas que sean inicialmente nuestras intenciones. ¿El resultado de tanto parloteo? Complejo, esperanzador, de una tristeza luminosa.

11.- The French Dispatch, de Wes Anderson

¿Es la película más odiable de Anderson, la más solipsista? Bueno, es un Anderson a la enésima potencia, de eso no hay duda. Si no os gustaba antes, dudo yo que la conversión se produzca con este cubo de Rubick sin ninguna cara monocolor, claro fruto de sus ensimismamientos.

Alguna historia irregular, alguna fuga sin más sentido que el arrebato visual. Es cierto. Pero también lo es que la que protagonizan Benicio del Toro y Léa Seydoux en plan musa carcelera es una joya. Así que uno está dispuesto a perdonarle todo: el desfile de habituales, los derrapes mentales, el monumento vintage que vuelve a erigir con la excusa de retratar la ecléctica redacción de una publicación libérrima.

Un homenaje, casi una despedida, a ese Bill Murray catalizador de talentos, a ese personaje impertérrito que facilita el caos del que acostumbra a manar… ¿la creatividad?

10.- Preparativos para estar juntos un periodo de tiempo desconocido, de Lili Horvát

Una de las películas más pequeñas y extrañamente hermosas del año. Una neurocirujana conoce en un congreso a un compatriota por el que está dispuesto a dejar su lucrativo exilio estadounidense y volver a ese Budapest de puentes, esperas infructuosas y colegas machirulos.

El flechazo exige de una culminación dramática: una cita a lo Cary Grant–Deborah Kerr (pero sin rascacielos de por medio). Pero… ¿existió realmente aquél momento? ¿No sería una ensoñación fruto de sus expectativas? ¿Hasta qué punto puede estar segura de lo que ve? Ella, especializada en el cerebro y sus bromas tan pesadas como irreversibles, ¿puede estar viviendo una disociación, algún tipo de enfermedad que la aleje por siempre de la realidad?

Si os van los romances a pesar del otro, esta es vuestra delicatessen agridulce.

9.- Fue la mano de dios, de Paolo Sorrentino

Sorrentino intenta moderarse en este que es su particular Amarcord (Federico Fellini, 1973) y que tiene pues el acierto de no ir pasado de revoluciones, esa tendencia cada vez más perniciosa al videoclip resultón y la sal gorda que lastraron el resultado final de las apreciables La juventud (2015) o Silvio (y los otros) (2018).

Sin duda es su filme más personal o en el que creeremos entrever más del pasado del ciudadano Sorrentino. El fútbol se antoja una excusa como otra cualquiera para hablarnos de una especialidad muy italiana: la familia, la búsqueda de referentes, el encuentro de una vocación. El tránsito de una existencia despreocupada a… algo parecido a la vida adulta.

La primera parte hedonista y disfrutable contrasta fuertemente con una segunda con volantazo hacia el drama. El conjunto queda desequilibrado, pero qué demonios: la falta de mesura es la seña de identidad misma del realizador de La gran belleza (2013).

8.- La cumbre de los dioses, de Patrick Imbert (Netflix)

Pues la mejor película de animación del año… también es francesa.

La firma Patrick Imbert y es otro producto (este excelente) de la globalización: dinero norteamericano (Netflix), talento francés y adaptación del manga homónimo del gran Jiro Taniguchi.

Disfrutad de la ascensión “desde atrás” (el punto de vista del fotógrafo que trata de inmortalizar algo tan efímero como el desafío extremo) y pasad frío entre las calles de Katmandú y las de Tokyo. Blanco, ventiscas, aludes, hazañas montañeras y una inmensa sensación de vacío. Todo fluye merced a un guion milimétrico, al que no le hace falta más que reseguir las páginas del cómic.

7.- Petite Maman, de Céline Sciamma

Sensibilidad se escribe con S’ de Sciamma. Porque es muy difícil hacer lo que hace esta mujer: convertir el drama -incluso la tragedia- en un itinerario fantasmagórico repleto de fantasía, autodescubrimiento y nostalgia. Como coger una película de Michael Haneke y pedirle a un Douglas Sirk revivido que la vuelva a filmar con algo parecido a… piedad hacia sus personajes.

Petite Maman me recuerda a El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), a En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984). Todas comparten infantes, juegos de niños; de niños nada interesados en traspasar el umbral hacia el incomprensible mundo adulto. En las tres películas existen diferentes modalidades de fuga: a través del cine, de los sueños-pesadilla, de las fabulaciones que una se susurra a sí misma en la penumbra.

Tres generaciones de mujeres que tienen la suerte de convivir, de reconocerse, de compartir temores. Por lo venidero, por lo inminente, por lo pasado. Y sobretodo, una madre y una hija que podrán hablarse en el lenguaje universal de la infancia.

Sciamma -en el fondo siempre brutal, siempre terrible- envuelve en hermosura la constatación de una vida sobrada de reveses, de incomprensión, de prejuicios, de deseos inalcanzables. La felicidad siempre es para ella algo efímero, aunque el recuerdo de aquellos días -como la tormenta emocional invocada por Vivaldi al final de Retrato de una mujer en llamas– permita también a Nelly, en un futuro y en un mundo imperfecto, regodearse en este sinsentido.

6.- El poder del perro, de Jane Campion

Jane Campion nunca ha estado tan cerca del cine de Paul Thomas Anderson y, hoy por hoy, este es uno de los mayores cumplidos que se le pueden hacer a un cineasta. Las imágenes mecidas por las cuerdas de eco infinito de Jonny Greenwood, la soberbia interpretación de Benedict Cumberbatch y la engañosa serenidad que emana de esta tierra en trance nos evocan un pasado casi mitológico (¡pero con el buen gusto de no recurrir en ningún momento a los flashbacks!). El duelo no lo es de pistolas, sino un luto mal gestionado por un alma en pena que atenta contra su propia naturaleza reinventándose como macho alfa.

Pero el Oeste ya no es tierra de justicieros, de quijotes con lazos, espuelas y banjos. El último hombre murió con el nuevo siglo y está condenado a ser recordado como lo que en realidad nunca fue: un heterosexual triunfante, una máquina de tejer leyendas entonadas por el trovador que fuera su único amante.

5.- Titane, de Julia Ducournau

Si hay alguna película que anima a mezclar fotogramas del cine que ha importado en los últimos 25 años, esa es la Titane de Julia Ducournau.

¿Qué la hace importante? Pues el “parecerse” y ser al mismo tiempo algo muy, muy distinto. La capacidad de evocación y la osadía para abrir su propia senda, una marca de fábrica que implica transformaciones físicas, estupefacción y aceptación del propio destino.

La chica del fuego encontró a su bombero. El sentimental testosterónico, a su hijo -o lo que quiera que termine siendo ell@-. El baile es el portal de entrada a nuevos mundos. Mundos de aceite, titanio y punción intracraneal.

A los 5 minutos te abandonas a Titane, sencillamente porque descubres que es una película ingobernable. De las que frustra tus expectativas, por ir de sobrao. En las que crees poder decir “ah, vale, y ahora resultará que…” y… y no. Serpentea sobre sí misma y regala algo de lo que el cine anda huérfano: sorpresas por amaestrar, fuera de la lógica, el entendimiento y el normal devenir.

4.- Annette, de Leos Carax

El Yo confieso de Leos Carax es brutal y al mismo tiempo poético. Sabe que se está exponiendo hasta lo indecible y a cambio sólo pide que no nos regodeemos en sus descalabros (como ese Adam Driver que al final de la película le ladra al público, harto de ser mirado, de ver estudiado hasta el más mínimo de sus tics de actor superdotado). Los amantes del Pont Neuf ya no son dos descastados: 30 años después son dos burgueses especializados en darse muerte frente a un público culto o pretendidamente moderno. Pero el destino es exactamente el mismo: correr en direcciones contrarias, quererse hasta hacerse desaparecer, ciegos de amor, ansiedad y tragedia.

La representación concluye. Los actores se regodean en su condición de chamanes, de objetos parlantes que quizás hayan servido para mitigar el hastío existencial de su pagador. Quién sabe. Lo único cierto es que Annette, la superviviente a pesar de sus progenitores, acabará siendo de carne y hueso sólo cuando los irresponsables que la trajeron a este mundo reconozcan su parte de culpa. El perdón volverá de carne y hueso a quien creíamos otro pelele tallado por el cincel de nuestras obsesiones.

3.- The Killing of Two Lovers, de Robert Machoian (Filmin)

The Killing of Two Lovers hace suyo el pesimismo institucionalizado made in 2021 y lo circunscribe al ámbito mínimo por antonomasia: tú, yo y la inevitable degradación de lo nuestro. Una pareja en crisis, una crisis agudizada por la presencia (al principio anónima, posteriormente amenazante) de un tercero.

En este tenso fin de semana, David se paseará en su ranchera por escenarios de western, alternándose los planos generales con los obtenidos por una cámara incrustada en su ventanilla, testigo de su paroxismo emocional. Un cielo invernal y enturbiado por nubes, a dos tercios. Como si lo que sucede aquí, en la tierra, fuese una anécdota a pie de página en los planes de un redomado sádico empeñado en seguir guardando silencio.

Radiografía de la involución: el pavor al abandono convierte a un padre más o menos abnegado en un asesino en potencia. Enfrentados a problemas mayores, diríase que los estadounidenses reaccionan con arrebato, embistiendo a seres queridos… o a perfectos desconocidos.

Lo más terrible acaba siendo la conclusión de esta The Killing of Two Lovers. El espectador, convencido desde el mismo título de estar asistiendo a la crónica de una muerte anunciada, termina siguiendo a esa familia reencontrada (pero herida para los restos) en una tarde de compras y renovación de electrodomésticos. Desolador, porque en apenas hora y media hemos asistido, efectivamente, al asesinato de dos seres que se querían, sacrificados en aras de las conveniencias y las seguridades que no logran enmascarar el final de una era juntos.

2.- El caballero verde, de David Lowery (Amazon Prime Video)

Y tras tanto trauma en vena… la luminosa reinterpretación de los mitos artúricos a cargo de David Lowery. Un filme que apela a la capacidad de fabulación para volvernos a contar lo mismo de siempre de una manera tan espiritual como ambigua.

Sir Gawain, primo de Ginebra, frecuentador de damas, alocado con la espada. En la cinta de Lowery su vida disoluta se ve alterada por la llegada de ese caballero tomado por el musgo y que le reta a un año vista. Golpe por golpe. ¿Gustas?

Como en casi todos los relatos artúricos, cualquier excusa es buena para emprender el camino, para echarse a los senderos en pos de… en pos de lances, polvo y oprobio, pues recordad que nuestro Quijote no fue más que el hijo putativo de aquestos héroes imposibles y sorbesesos. Un objeto, una prueba o, sencillamente, la consumación de la palabra dada. Hay que ir porque hay que ir. Y nunca está claro que uno vaya a volver si antes no se pone a bien consigo mismo.

Cine-milagro, cine-ilusión. Lowery invoca a la magia, pero su héroe no abandona en ningún momento su condición de mortal. Algo se llevará de vuelta a casa: la falibilidad del género humano, el destino trágico de cualquiera condenado a gobernar. Gawain, sea o no decapitado, sale de este encuentro con un flashforward terrorífico; aquél que le informa de que la vida y la muerte, se cuente con la protección que se cuente, acaban siendo una e indisolubles.

1.- First Cow, de Kelly Reichardt

Entre tanto desasosiego, entre tanta derrota vital, un cántico pastoral a mayor gloria de Thoreau y Whitman. First Cow es la maravilla serena de esta temporada, esa que nos retrotrae a otro tiempo, quién sabe si a otro mundo.

Kelly se muestra más tierna que nunca, acunando a sus dos personajes desde el mismísimo comienzo. Y como siempre, manejando unos elementos aparentemente mínimos: una tierra por explorar, unos hombres desarraigados y una cierta sensación de trascendencia inminente.

Pero nunca antes había logrado conjugar con tanta precisión el tono elegíaco con la descarada oda a la vida -a pesar de todos los pesares- presente en sus mejores obras. Un cocinero y un chino -no, no es el comienzo de ningún chiste- hacen un paréntesis en sus vidas errantes y recalan en el límite de la frontera, a las faldas de un fuerte que separa el terreno conocido del ignoto.

No, no hay que hacerse muchas ilusiones sobre el éxito de estos dos “emprendedores”. Los bienes de producción son los que son y su usufructo es claramente monopolista. Su valiente intentona choca con los intereses del potentado del lugar, para quién las cosas que no son mensurables no merecen ni siquiera ser materia de conversación. ¿Hasta cuándo aprovechar el momento y seguir vendiendo dulces en una tierra cuyos principales explotadores están convencidos de que posee recursos sin fin?

Una fábula alrededor de nuestro sistema económico y su capacidad para pervertir hasta el más virgen de los territorios, pero sobre todo una emotiva historia de compañerismo y lealtad entre dos soñadores en tierra de nadie.

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