‘Superheroínas’, de Anabel Vélez. No me llames cari, bastardo
Wonder Woman, presente desde la mismísima portada, vendría ser la maestra de ceremonias de este libro escrito desde la estupefacción, la ironía y la rabia. Nacida en 1941, la princesa descendiente de las amazonas y su evolucionar a lo largo de las décadas nos recordarán que da igual ser quinta de Batman o Superman: hasta este mismo 2017 no conoceremos una adaptación cinematográfica de sus aventuras. La idea de su ideólogo, el psicólogo William Marston, era “crear un rol femenino fuerte para las chicas más jóvenes”. Todo un visionario. Toda una utopía.
Las superheroínas comenzaron siendo la versión femenina –y tan políticamente correcta como exigiese la década que las vio nacer- del machote de propósito loable, capa, esquizofrenia y mutación. Desde la década de los 30 hasta la actualidad hemos podido asistir a su lentísima adaptación al ritmo de los tiempos… de unos tiempos dibujados y deformados, mayoritariamente, por hombres.
Sólo así puede entenderse el lamentable sino reservado a gran parte de ellas: meras comparsas o princesas consortes, segundas o terceras de a bordo con poderes recortados y adaptados a su rutilante papel de figurante hipersexualizada. Al comienzo fueron rubias dispuestas a velar por el turismo exótico: diosas blancas de la jungla como Sheena, Zegra y Fantomah, una especie de navaja suiza con la capacidad de poseer cualquier poder que necesitase en cualquier momento. Después llegó el turno de la prole desamparada de científicos locos: papá hacía experimentos y decidía que era buena idea dotar de rayos X a mamá, esta se lo cargaba accidentalmente de un fogonazo letal y… ¡ya tenemos trauma fundacional! Esta fue la génesis de Olga Mesmer, descendiente de reina de un mundo subterráneo.
Luego estaba el factor posero. Vamos, enmascaradas sin un solo superpoder, pero obsesionadas por la puesta en escena y el prêt-à-porter. The woman in red era exactamente eso: una mujer toda ella de rojo, discreto atuendo con el que enfrentarse a los malos con total sentido del incógnito.
Los cuarenta tampoco pintaban bien para el género femenino (sí, llevan 65 siglos francamente malos). La superheroína standard pasaba a ser una pija aburrida, como Miss Fury, la primera de ellas creada y dibujada por una mujer. Aunque la cosa no mejoraba, ya que se trataba de “una rica heredera (…) que sufrió una gran crisis existencial al descubrir que otra mujer planeaba asistir a un baile llevando el mismo traje que ella”. Luego había prometidos ingenuos, baronesas perversas, adopciones sorpresa y mucho, mucho más. Porque todo valía.
Pero mi favorita de este periodo es The red tornado, “pertrechada con unos calzoncillos largos rojos y una cacerola con agujeros para los ojos en la cabeza”, justiciera desprejuiciada que hacía de tu barrio un lugar mejor (eso sí al verla no caías fulminado de la irrisión).
Las superheroínas también abrazaron las barras y estrellas, porque ser norteamericana en tiempos de guerra obligaba (y mucho). Miss Victory, Miss America, Liberty Belle… algunas de ellas a sueldo del gobierno para luchar contra senadores corruptos, nazis o quintacolumnistas. O eso o acababas de reportera, el tiempo justo y necesario antes de recibir la proposición de boda. Uno de los casos más desesperanzadores fue el de Brenda Starr, emparejada a traición con un pusilánime que “sufría una misteriosa enfermedad mortal por la que necesitaba tomar un sérum hecho de orquídea negra que solo se encontraba en la selva más perdida”. No les bastaba con que fuese seborreico y halitósico.
En 1954 vio la luz un código propio de autocensura a aplicar en el mundillo del cómic. El Comics Code Authority vino a rebufo del Seduction of the Innocent, opúsculo parido por un tal Dr. Fredric Wetham, vigilante de la moral convencido de que los niños estaban siendo deformados (mentalmente, físicamente sólo si desarrollaban superpoderes) por el noveno arte. En su libro afirmaba “que las mujeres eran mostradas de una forma vil, ya que no eran madres amantes, ni formaban una familia”. Hasta Wonder Woman era calificada de “castradora y lesbiana”. Batman y Robin, el dúo maravillas, eran claramente iconos homosexuales. Wetham, efectivamente, estaba muy mal de lo suyo. Aunque sus obsesiones acabaron dando ideas a más de un guionista…
Más o menos por estas fechas se pusieron de moda las concentraciones de superhéroes, con “fascinantes” dinámicas de grupo. Las mujeres de DC y Marvel (Sue Storm, Jean Grey o La bruja escarlata) se codean ahora con los primeros espadas de estas editoriales, pero no es hasta los años setenta (y de la mano de Valkyrie, Tormenta y Fénix, que tuvo su propia etapa de “experimentación” durante la cuál “se convirtió en una lasciva dominatrix embutida en un corsé negro, botas altas y capa que disfrutaba torturando a sus ex compañeros mutantes”) que asistimos a su paulatina y tímida liberación.
En los ochenta “muchos personajes saltan de superhéroes a supervillanos y al revés con facilidad”, para regocijo de sus agotados lectores. La Supergirl de esta época mola más: se paga su propio apartamento vendiendo tecnología de la nave de la que vino desde Argo City (pragmática que es ella). Además fuma, bebe, ¡se va de juerga! Una adolescente que hubiese escandalizado a su encarnación de varias décadas atrás.
Conoceremos también a Dazzler, una superheroína en patines que parece surgida de un mal viaje con el LSD de Tony Manero. A la amoral Elektra, a sueldo de una organización de ninjas asesinos. A la escindida Raven, hija de una humana y un demonio. O a Puñal, que generaba dagas de luz para destruir el sistema nervioso de sus enemigos… aunque también podía curar tu adicción a las drogas. Buena chica. Y a DC dándole al botón del reset con su Crisis en Tierras Infinitas, o como finiquitar a medio staff a cambio de salvar, cómo no, el Universo entero.
Los noventa vieron multiplicarse franquicias y crossovers, pero lo importante –el argumento, demonios, el argumento- no mejoraba. Marvel apostó por el sexo explícito y las superheroínas con apariencia de supermodelos, que lo mismo posaban desnudas en revistas eróticas que eran, directamente, putas. Tiempos de sutileza, o, en palabras de Anabel, de “pechos más grandes que sus propias cabezas”. No respetaron ni a los clásicos: Wonder Woman “casi se convirtió en motera sadomaso y esclava sexual en el paraíso lésbico en que de golpe se había transformado la isla de Themyscira”. De la quema se salvaron algunas uniones afortunadas (la de Black Canary y Oracle en Birds of Prey) o la oleada de superheroínas sin escrúpulos a imagen y semejanza de Lady Death.
El siglo XXI es casi un tiempo de esperanza y dignificación en lo que a muchachas con dones se refiere. Capitana Marvel convertida en icono feminista, adolescentes –o incluso niñas- deshaciendo entuertos, superheroínas musulmanas e incluso cracks de cuerpos rumbosos y nada estereotipados (Faith). ¿Hay motivos para la esperanza?
Quizás sí, pero por el camino veréis a Catwoman convertirse en dueña de una boutique en Gotham City, a Batwoman sufrir el bulling de su homólogo enmascarado, a Wonder Woman relegada a doblar jerseys en estanterías o sufrir explotación laboral en una cadena de tacos, Miss Marvel enamorada de su propio hijo y a Emma Frost formar parte de una organización que gobierna el destino del mundo… pero sin renunciar a su “realización personal” como bailarina de striptease. Un genuino catálogo de memeces.
Superheroínas es un repaso a los códigos y los usos sociales del siglo XX, al sexploitation al que se sometió -¿por qué hablo en pasado?- a todo un género y a los pálidos síntomas de normalización, de simple equiparación.
Ilustración final: Joan Ignasi Guardiet