D’A 2021, sección ‘Un impulso colectivo’. Paraísos distantes, quien sabe si perdidos

Os traigo tres muestras de cine de proximidad, aplicándoseles lo de “proximidad” no solo por el hecho de estar paridas “aquí al lado”, sino por contar con una evidente carestía de medios que lleva a cuatro realizadores de tres generaciones distintas a optar por soluciones cercanas, cotidianas incluso por lo directo y simple de su implementación. El acabar elaborando con este material en bruto un discurso más o menos cautivador… ah, amigo, eso ya es harina de otro costal.

Kanblue utiliza para su ejercicio de nostalgia viejoven nada más y nada menos que el archivo emocional de su familia y amigos. El asturiano Domínguez nos receta contemplación, punteada por una reflexión pesimista (existencialismo lúcido, diría yo) sobre el eterno retorno de la vileza humana. Por último, el tándem formado por Pagán y Sara propone el más difícil todavía: hacer de la experiencia filmada un ejercicio de catarsis personal, sobre todo cuando lo han acostumbrado a uno a sentirse al margen de cualquier colectivo.

Mi principal problema con Los continentes (Pedro Kanblue, 2020) es que la mente de un millenial va a una velocidad de crucero digital distinta a la mía. Y que la culpa no es de ellos: han nacido ya en un mundo donde todo era eternizable a través de la imagen, del sonido, de la mistificación de lo banal; desde una conversación que antes se la llevaba el viento (citarse donde siempre los de siempre), hasta momentos álgidos de la vida personal que ahora pueden ser perfectamente catalogables y estudiados a posteriori con la pormenorización enfermiza del hacedor de autopsias en las que el finado, estirado sobre una camilla metálica, es el mismo tiempo.

Hete aquí que en el ordenador de uno está, ni más ni menos que… la vida propia. Y de rebote, la de los demás: aquellos con los que la fatalidad te llevó a compartir clase y aquellos con los que te unen ciertos lazos de consanguineidad. En Los continentes asistimos ni más que al work in progress de Los continentes. Y del mismo modo que me cuesta comprender la fascinación de una generación por ver las partidas de ordenador que juegan otros, salgo y entro continuamente de este juego autobiográfico, demasiado lleno de guiños y chistes privados.

Pero los momentos de enganche también abundan. Los carruseles de instantáneas primorosamente engarzadas, las cascadas de videos, las dudas propias expuestas en texto o a través de las decisiones de edición. Los continentes es otra película-crisis, un punto y final -no tanto el cacareado y recurrente “despertar del autor” como un carpetazo vital en toda regla- en el que el captador de imágenes se empodera de las mismas y toma conciencia del tesoro que ha acaparado a lo largo de tantos años en la retaguardia, parapetado detrás de una cámara que no sirvió para frenar los envites sentimentales.

Vicente Domínguez propone en Barcos, doce cartas náuticas (2020) algo bien sencillo: que nos sentemos junto a él a ver pasar poderosos buques mercantes entrando y saliendo del puerto de Avilés. Acompañarlos en su entrada a puerto y despedirlos cuando vuelven a emprender su periplo por alta mar. Y ya está. Todo ello inmortalizado desde dos puntos muy concretos, dos planos fijos inmutables que hubiesen hecho las delicias de Abbas Kiarostami: la avenida de la playa y frente a una ensenada que incluye el perfil característico de una peña.

El ensayo funciona a dos niveles. Por un lado, el meramente visual: Domínguez hace su propia serie de cuadros a lo catedral de Ruan filmados. En función del estado de la mar, de la claridad, de la estación del año… cambia la percepción, los estímulos, casi hasta el estado de ánimo. Y esto se consigue sobre todo porque al lento acercarse y alejarse de las naves silenciosas lo acompañan 12 tracks fabulosos del grupo Elle Belga. En función de la bandera del barco, del lugar donde fue armado o de cualquier otra casualidad invocada por el autor, la partitura nos lleva a Oriente, a África a los espacios que concita el western.

Y luego está el texto mismo. Como frontispicio a unas imágenes que ya sabemos desde donde estarán tomadas, una reflexión sobre 1000 años de iniquidad humana. Desde la Cruzada de los Niños de 1212 a las guerras más recientes de Afganistán, pasando por los viajes de Colón, los campos de concentración, la masacre de Nankín o las guerras del opio. Personas, ideas, a veces hasta ideologías. Alternándose con negocios, religión y patria. Ese conglomerado de intereses creados que, así expuestos, hace que ya no nos parezca tan plácida la visión de esos cascos, historia corroída, razón herida por debajo de su mismísima línea de flotación.

Amor sin ciudad (Violeta Pagán y Pedro Sara, 2020) es, entre otras muchas cosas, cine. También es terapia de grupo, antídoto contra el silencio, rebelión contra el olvido. Ah, y verdad. Porque hay más verdad en el plano fijo de Evelyn contándonos su penar que en todo el cine estrenado el año pasado.

Jóvenes sin oportunidades encontrando un medio con el que expresarse. El espectador, de inmediato, se pone en guardia, harto de buenismos y experimentos povera exploitation. No, la condición de marginados (no por iniciativa propia) de las personas-personajes de Amor sin ciudad es uno de los muchos calificativos con los que podemos adornar la figura de los autores. Porque aquí -con la mediación y guía de los dos firmantes- está claro que los responsables son ellos: los menores que atraviesan fronteras en los bajos de camiones, los que luchan por librarse de un maltrato alentado desde la propia familia, los que padecen incipientes enfermedades mentales. Los reventados sin haber cumplido los 20, los olvidados buñuelianos.

Quince episodios, quince flashes con o sin relación entre sí. Cine dentro del cine, vida dentro de la vida. Y sanación o, al menos, alentador comienzo: ser capaz de exponerlo, de hallar un altavoz, un entorno seguro. Sin una nacionalidad que importe, sin un pasado que marque, sin una ciudad en la que perderse y no ser más que sus problemas y sus circunstancias. Conatos de amor, querencias ya olvidadas, traumas que incluyen a manadas sedientas de juicios sumarios. Supervivientes que no “juegan” a hacer cine porque sencillamente… les va la vida en ello.

Dichoso sea este cine a pecho descubierto en el que los protagonistas descubren su propio lenguaje y lo utilizan para decir, bien claro: sí, ¡aquí estamos! ¿Invisibles, escamoteados, molestos? Siempre. Pero en pie y orgullosos.

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