‘Alien: Covenant’, de Ridley Scott. El desmantelamiento del legado propio

Es tendencia –o mera dejadez, simple adaptación evolutiva a unos tiempos mediocres- revisitar las sagas propias, devolver a la vida las franquicias finiquitadas, remakear sin compasión los éxitos que uno obtuvo en el pasado. En el caso de diversos directores de eclosión setentera, esa práctica está llegando a unos extremos autodestructivos: ¿qué necesidad tenían Lucas, Spielberg o Scott de volver sobre sus propios pasos para acabar desmereciendo al conjunto? ¿Hay vida para ellos más allá de Star Wars, Indiana Jones, Alien o –ay, ¡qué dolor!- Blade Runner?

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Alien: Covenant sirve para ilustrar este discurso alrededor del propio desmantelamiento. Como Miley Cyrus montada sobre su propia bola de demolición, el responsable de títulos señeros en tres décadas distintas del cine arremete contra su curriculum con una saña digna de mejores empresas. No sólo eso: Scott se apropia de los supuestos logros de las dos primeras entregas –criatura letal, cuerpos súbitamente reventados, correcalles por pasillos angostos- y no tiene rubor en insertar temas de la banda sonora previa o incluso darle un look muy James Cameron a algo que todos esperamos que sea… pues “muy” Ridley Scott. Aunque esto último ya nadie sepa bien en qué consiste.

Empecemos enumerando logros. Vuelve a haber una nave silenciosa, una llamada enigmática desde un planeta demasiado cercano, una tripulación que despierta a la vida antes de tiempo, una amenaza conocida por su contundencia incompasiva. (Y sí, esto lo inscribo dentro de los pros de esta propuesta: una película de la saga Alien tiene que acabar siendo una cacería con inevitable cuenta atrás de supervivientes).

Los destellos más interesantes se producen, cómo no, en el apartado visual. Esa batida nocturna de la jauría eternamente hambrienta, acechando entre el trigo asilvestrado. Hay oficio y aroma a western, a caravana de colonos rodeada por indios sigilosos. Pero sobretodo, Alien: Covenant se crece en los interludios, en los descansos a tanta acción: ese escenario pesadillesco en el que yacen los cadáveres de una civilización aniquilada y en el que se permite hasta homenajear a La isla de los muertos de Arnold Böcklin. O ese androide convertido en naturalista, con su propio gabinete de curiosidades y su propio… delirio filosófico.

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Aunque aquí comienzan los problemas. ¡Cuánto juego hubiese podido dar un Fassbender vs. Fassbender, su versión naif contra su versión superhombre! Les faltan matices a ambos contendientes como para que este pulso nos importe. Porque este Alien alterna las sobreexplicaciones con las lagunas incomprensibles: a veces se nos toma por tontos, otras parece que su máxime artífice crea que alguien todavía recuerda la nefasta entrega anterior, Prometheus (2012). Sobre los restos de su propia mitología, Scott se esfuerza por levantar otra. Casi sería un ejercicio de postmodernidad, de no ser por lo formulario del desarrollo.

Porque Scott reincide en los mismos pecados. Tan manidos, que le motivan a uno volver a enumerarlos (sin ánimo de ser exhaustivo):

1.- Incapacidad de empatizar con las víctimas. El fan de la saga recordará dos o tres nombres de los tripulantes originales de Alien, el octavo pasajero (1979) o Aliens: el regreso (1986). ¿Quién se acuerda ya de los mártires de esta? La apresurada presentación de personajes -¿el excesivo número de secundarios sacrificables?- desvirtúa el drama y le da cierto aire a slasher espacial.

2.- ¿Enviar parejas heterosexuales a colonizar nuevos mundos? ¿De verdad? ¿No basta con surcar media galaxia como para que también haya que lidiar con el pariente / la parienta? No, no parece una gran idea, por mucha descendencia que se necesite (pero… ¿acaso no llevan embriones?). La aventura tiene algo de bravata de domingueros, de urbanitas en pos de los grandes horizontes (y de sí mismos). ¿Y dónde están aquellos aguerridos y descerebrados militares que “velaban” porque la matanza fuese todavía más caótica?

3.- El Fassbender bueno (Walter), el Fassbender malo (David). ¿De verdad nadie ve venir el equívoco? ¿Es necesario subrayar la duda haciendo que la capucha caiga de nuevo sobre su testa? Su-ti-le-za… ¿dónde paras?

4.- Más nunca es más. Pero da igual las veces que lo repitamos: la Industria no lo entiende. El despliegue de criaturas gigerianas alcanza aquí la categoría de compendio: un bestiario a costa del hobby favorito del Dr. Moreau sintético. No, Lucas: Star Wars no era una lucha ininterrumpida a base de espadas láser. No, Spielberg: Indiana Jones no era un encadenado angustioso de “subidones”. La criatura, en Alien, debe brillar por su ausencia.

5.- El ser humano ha nacido con una única finalidad: acabar siendo el huésped de un alien. El cuál penetra –textualmente- dentro de uno mediante un efusivo abrazo-morreo a lo boa constrictor. La cuestionable aportación de Alien: Covenant consiste en convertir la transmisión en una especie de ébola que se contrae vía aérea. Si suena demasiado espiritual, invéntate los midiclorianos. Si suena demasiado animatrónico, invéntate una excusa para poder abusar de lo digital.

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6.- Escuchar a Wagner no es síntoma de psicopatía. De verdad. Se lo podemos permitir a Visconti, pero no al director de La teniente O’Neil (1997). Aunque quizás esté convencido de estar filmando su propia tetralogía del anillo (de Saturno).

7.- Los monólogos con el propio creador exigen una mayor hondura intelectual que el cuasi adolescente “¿por qué me has hecho, papá?”. Dentro de cien años, seguirá habiendo un Hal 9000 dispuesto a liarla parda y un programador-Dios con aires depresivos. El género empieza a merecerse alguna variación.

8.- Una acumulación interminable de clímax no es sinónimo de saber mantener el sentido del suspense (máxime cuando este no se ha creado previamente). Clímax en el planeta de llegada, clímax en la nave lanzadera, clímax en la nave madre. No hay sorpresa posible, porque el déjà vu es buscado a conciencia. Siempre va a haber un alien adosado al fuselaje al que tener que expulsar al espacio exterior. Y lo sabes.

En fin, que quizás toda esta desgana en realidad tenga una explicación mucho más sencilla. Quizás el haber alcanzado la independencia –y esto va también para los tres directores continuamente mentados- haya tenido un coste demasiado alto: estar obligado a nutrir de material a las propias productoras nacidas de aquellos sueños de autoría perdida. En el caso de Scott el resultado han sido 16 películas rodadas en 21 años. Que cada cuál juzgue si sus logros recientes (y hablo del último cuarto de siglo) están a la altura de su leyenda.

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