‘Roma’, de Alfonso Cuarón. ¿Demasiado hermosa para tanta miseria?
Arranco con el único ‘pero’ (casi extracinematográfico) que se le puede hacer en caliente a la impecable Roma: precisamente eso, que sea demasiado impecable. Que se adivine en cada plano lo sobrada de medios que ha estado para contar una historia que quiere aparentar pequeñez… con un abrumador despliegue audiovisual que recuerda en ocasiones a la colosalista y fallida Corazonada (1981) de Francis Ford Coppola.
Cuarón, obseso del control -además de la dirección, acostumbra a meterle mano al guión, la edición o, en esta última cinta, hasta a la fotografía- nos ha entregado tres películas formalmente impolutas en los últimos quince años. La odisea de una humanidad sin descendencia en ese catálogo de planos secuencia para la historia que fue Hijos de los hombres (2006). El periplo de una astronauta en caída libre en la virguera y adrenalítica Gravity (2013). Y ahora… demonios, ¿qué quiere contarnos ahora Alfonso?
Pues muchas cosas (quizás demasiadas, a mi entender). Roma es, sobretodo, una historia femenina (más incluso que feminista). También es un catálogo de recuerdos, un Amarcord con un trasfondo de agitación política gentileza de la Operación Cóndor. Y una radiografía del perpetuo clasismo de uno de los países con mayores desigualdades del planeta. Y una reivindicación de los pueblos indígenas. Y también…
Ambición, sí. Hay mucha ambición en Roma, como la hubo durante mucho tiempo en los directores más osados -e indomables- que trabajaban en la Industria o en sus escurridizos márgenes. Es el espectador el que deberá decidir si además de poder llamar pedante a Cuarón (por ese despliegue que hace de culteranismo en forma de portentosa escritura cinematográfica) también ha logrado emocionarle, el principal objetivo de la aparentemente distante (que no fría) Roma.
México D.F., principios de la década de los 70. Cleo es una de las dos sirvientas al cargo de una de tantas casas-fortaleza en las que el portón sólo se abre para dejar entrar y salir al pater familias. El doctor, exigente y hastiado, llega cada noche en su Ford Galaxy (y los Ford, pero Falcon, acabarían siendo los representantes del Terror en el cono sur), para regocijo y pavor de su -todavía no lo sabe bien- desamparada esposa.
Ella, nerviosa y sobreactuada, trata de retenerlo a su lado apelando a la sangre y a las seguridades. Vano intento: él ya tomó su decisión y la mansión familiar -en la que además aguardan sus cuatro hijos y la suegra- no es más que un campo de mierda -textual, en este caso- que no tiene intención de seguir transitando. Y no, no hay crisis espiritual alguna. Hay una Otra y poco más.
Mientras tanto, ahí fuera, las cosas son como deben de ser. Casi a la manera de Lampedusa, porque México no necesitó de ninguna anti estética dictadura militar para conjurar “el temor rojo”: siempre tuvo al PRI. Un partido (“revolucionario e institucional”, tócate los huevos) que ejercía el control total del Estado y que jugaba a la dictadura o a la dictablanda según de dónde soplase. Así que en periodo de agitación y movilizaciones estudiantiles (¿cuántos murieron realmente en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en 1968, a diez días de inaugurarse los Juegos Olímpicos?) todo el país parece contagiado de esta laxitud moral, con tortícolis de tanto mirar hacia otro lado.
Como la norteamérica de Nixon (y viene a mi memoria la espléndida La tormenta de hielo (Ang Lee, 1997)), México pretende olvidar, asegurarse de que lo que está ocurriendo no tiene categoría de realidad. Pero el olvido es algo a lo que no todo el mundo puede aspirar: hay que tener un familiar bien relacionado y con rancho, donde conjurar la crisis matrimonial pegando unos tiritos con las nuevas amistades gringas. ¡Qué chévere!
La masculinidad anda muy confundida en Roma. Confunde la violencia institucional con una reafirmación de sus derechos “inalienables” de género; a saber: poder chingar sin compromiso. Poder abandonar a su suerte a la madre de tus hijos. O poder dejar tirada en el cine a quién tuvo la mala suerte de embarazarse de ti. En la ciudad sin ley, el macho cavernícola se cree exhortado a jugar al cazador-recolector. Sus argumentos, poco convincentes pero difícilmente rebatibles: un palo, una pistola o la cuenta corriente.
Las víctimas de este desbarajuste ético acabarán siendo los de siempre: los más débiles, los más desamparados (decir que en México son justamente las mujeres suena a redundancia, a pleonasmo macabro enunciado sin aspavientos ni poesía vacua en el 2666 de Roberto Bolaño). ¿Desarrollarán este par de mujeres abandonadas en la cuneta algo parecido a un sentimiento de solidaridad? ¿Qué posibilidades tienen de sobrevivir en esta selva antiempática?
Escenas para el recuerdo cinéfilo, todas las que queráis: las ayas haciendo la colada al unísono en los tejados de la urbe, con el coro de perros de fondo. El descenso hacia el Año Nuevo sin fruslerías, el del pueblo, el de los que tienen que servir. La dolce vita a pie de lago, azuzando el incendio de todo un país. Los pistoleros entrenados por la CIA ejerciendo la represión en una tienda donde se puede comprar una cuna con descuento de cliente antiguo. Y esos travellings laterales que lo mismo nos sirven para rebotar de cuadra en cuadra que para ir hasta el mar y volver a la orilla.
Roma funciona. A pesar de los pesares: a pesar de la ambición desproporcionada, de los guiños a Fellini (personaje absurdo mediante) o incluso a Visconti, con caída de los dioses en diferido. Aunque apele a la pornografía emocional, aunque resulte incluso buenista en la imposible moraleja vital de quienes irremisiblemente acabarán perdiendo la guerra. Y aunque a todos nos mosquee el compañero de viaje que se ha buscado Cuarón (la todopoderosa Netflix, dispuesta a darlo todo por la legitimación “artística” definitiva: el Óscar a la mejor película, por supuesto).
Cleo, la heroína a su pesar, volverá a ocupar su puesto, el único que parecen reservarle. Cuidadora incondicional y achuchable, gran peluche y despertador de una clase media-alta que se encariña con sus mascotas. Pero que después de reconocerle su coraje la manda a la cocina a por un tentempié, no sea cosa que se crea una más de la familia.
Alfonso Cuarón quiere hacer su película definitiva sobre una etapa histórica, sobre sus recuerdos de adolescente, sobre su aprendizaje cinéfilo. ¿Deshonesto? No lo creo en absoluto: Roma reivindica el cine personal, el cine con firma, el cine que quiere decir la suya sin renunciar a su arte. En el caso de Cuarón este se manifiesta con formas depuradas, planos generales que evolucionan pausadamente y subrayados salpicados de sutilezas. Como si el intimismo de Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) hubiese colisionado con el tren de la historia del Novecento (1976) de Bertolucci.
¿Y acaso no ha sido siempre labor de los grandes el convertir la inhumanidad en hermosura?