Dart Festival Barcelona 2018 Festival de cine documental sobre arte contemporáneo
Los fondos y las formas
Uno de los principales retos a los que se enfrenta el arte contemporáneo en el S XXI es, sin duda, el de conseguir un acercamiento al público no iniciado sin valerse de recursos como la simplificación del lenguaje, el maniqueísmo conceptual o la espectacularización forzada de la obra. Con frecuencia, una parte de los artistas y agentes del arte se lamenta mientras observan esa brecha insalvable, esa distancia que les impide conectar con un público algo más mayoritario (o más bien, menos minoritario). Al mismo tiempo, otra parte de los artistas se refugia en su cripticismo e inaccesibilidad mientras lo esgrimen como principal valor de su obra. El mundo del arte tiene su propio lenguaje, sus propios códigos y su propio mercado, desconocidos por la mayor parte de la población que, o bien no tiene interés en acercarse a él o bien no tiene la posibilidad de hacerlo. Las sucesivas reformas del sistema educativo arrinconan progresivamente la educación artística y, cada vez más, el arte se observa desde la distancia y la desconfianza. ¿Por qué esa instalación está en un museo? ¿Por qué esa obra vale tanto dinero? ¿Cuál es el mérito de un ready made? El arte contemporáneo, más que dar respuestas plantea preguntas; algo que suele resultar más incómodo que satisfactorio para gran parte de los espectadores, que a menudo buscan creencias incuestionables a las que aferrarse.
Es por todo este cúmulo de razones que la labor de la mediación resulta más necesaria (y compleja) que nunca, y los documentales pueden ser el modo idóneo de acercar el arte contemporáneo a otros públicos. Mucho ha llovido desde que Bill Nichols realizó su conocida (y un tanto polémica) catalogación de los tipos de documental. Nichols clasificó los documentales en poético, expositivo, observacional, participativo, reflexivo y performativo, pero desde entonces los géneros cinematográficos (entre ellos el propio documental) han evolucionado, han mutado, se han hibridado provocando cambios en el uso de los códigos. Algunas fronteras que antaño estaban perfectamente delimitadas ahora no son más que líneas difusas y una gran cantidad de obras resulta imposible de clasificar, aunque constantemente estemos buscando nuevas etiquetas para intentarlo.
Planteada la situación, la pregunta que surge entonces es: ¿Cuál sería el mejor modo de realizar un documental sobre arte contemporáneo? ¿Qué tipo de documental sería más apropiado? ¿Se adecuaría a las intenciones del director alguno de los subgéneros especificados por Nichols o tal vez sería necesario encontrar un nuevo camino? ¿Resultan apropiados los recursos habituales? ¿Resultan útiles el uso de la voz en off, las imágenes de archivo, la reconstrucción biográfica? ¿Resulta pertinente la aparición de bustos parlantes duchos en la materia abordada en cuestión? ¿Es posible evitar caer en la simplificación y los lugares comunes, en el ensalzamiento del artista como genio indiscutible pero al mismo tiempo incomprendido? ¿Es preferible escuchar al artista hablando de su obra o ver cómo trabaja en su taller? ¿Cuál de estos métodos es más efectivo para acercarnos a su arte?
No hay una única respuesta para todas estas preguntas del mismo modo que no hay un único tipo de artista. Algunos artistas disfrutan hablando de su obra mientras que otros prefieren ser esquivos y parcos en palabras. Tal vez porque no se ven capaces de explicar lo que hacen o tal vez porque no consideran que sea necesario. Algunos se han convertido con el paso de los años en figuras públicas con un innegable don de gentes, en expertos economistas y avezados negociantes, en sus propios representantes. Otros, en cambio, prefieren permanecer en la penumbra de su taller, crear sin necesidad de dar explicaciones, sin tener que justificar su obra. Algunos delegan constantemente en equipos de trabajadores cualificados que dan forma a una idea mientras que otros prefieren trabajar en completa soledad. Algunos han tenido una vida plagada de excesos y otros han optado por la rutina y la austeridad. Pero lo que parece inevitable es que alrededor de la mayoría surjan rumores y leyendas, bien para reafirmar el mito del genio o bien para cuestionarlo.
Contaba el director Benjamin Duffield tras el pase de Megalodemocrat: The Public Art of Rafael Lozano-Hemmer, que Rafael no quería que le grabasen cuando las cosas iban mal, cuando algo en sus monumentales obras instaladas en el espacio público fallaba y ese frágil castillo de naipes que es el arte se tambaleaba ante la audiencia. Creo, al igual que Benjamin, que esos momentos hablan más y mejor del artista que cualquier otro. Que son imprescindibles para conocer la realidad que se esconde tras una obra y reducir esa distancia que a veces parece insalvable. Que es mucho más efectiva la humanización que se produce en esos momentos que la que pueda lograr una loa incondicional. Por eso me alegro de que Duffield siguiera grabando y lograse convencer a Lozano-Hemmer de que ese es el mejor modo de mostrar la obra de un artista.
Mientras estaba viendo algunos de los documentales proyectados en el D’art me preguntaba cuál habría sido la motivación de los directores al haber elegido aquellos artistas en cuestión. Artistas tan heterogéneos como Pino Pascali, David Hockney, Yayoi Kusama, Michelangelo Pistoletto, Cecil Beaton, Alberto García-Alix, Salvador Dalí, Rafael Lozano-Hemmer, Cai Guo-Qiang o Marisa Merz. ¿Era su manera de realizar un homenaje y mostrar así su admiración? ¿Respondían de este modo a una necesidad acuciante de indagar y saber más sobre el artista? ¿De hacer justicia para añadir un pie de página a esa historia que siempre parece incompleta? ¿O acaso podría tratarse en alguno de los casos de una mera reacción protocolaria a un encargo ajeno a sus intereses? La historia del arte se reescribe constantemente, aunque nunca con la suficiente exactitud. Hagamos lo que hagamos, siempre permanecerá incompleta. Por mucho material de archivo del que dispongamos, por muchas confesiones a cámara que podamos grabar, por muchos expertos que opinen al respecto de un tema o un artista, siempre quedarán resquicios inexplorados y enigmas por resolver. Pero eso, al fin y al cabo, no es tan malo. Porque implica que siempre nos quedará la posibilidad de reescribirla una vez más, y que todos aquellos borradores que vayamos acumulando se superpondrán en una suerte de palimpsesto infinito que, si bien no hará justicia a la complejidad de la misma, demostrará al menos que somos capaces de seguir aprendiendo de nuestros errores. Y tal vez así en un futuro, seamos capaces de evitar los clichés y los lugares comunes, de evitar caer en la tentación de sublimar una cierta idea del artista como incuestionable genio decimonónico, frecuentemente masculino, que logra realizar el sueño americano y triunfar en el mercado del arte con su obra. Esa idea del chamán mesiánico obsesionado con el triunfo que habla a su audiencia desde la cima de una montaña de dólares procedentes de millonarias subastas de arte. Esa idea que, en lugar de acercar el arte a la población, acaba por generar una cierta suspicacia en el espectador.