‘Un simple accidente’, de Jafar Panahi. ¿Los verdugos también mueren?
“Sí, la sentencia que me prohibía hacer películas, escribir, conceder entrevistas y viajar ha sido oficialmente anulada. Pero en la práctica sigo estando en los márgenes: por ejemplo, no tendría sentido enviar el guion de esta película a las autoridades para su aprobación, así que no tengo más remedio que seguir trabajando fuera del sistema”. Jafar Panahi.
Un lied de Schubert o el sonido metalizado de una prótesis mal engrasada, testimonio de tus hazañas dogmáticas en Siria. La muerte y la doncella, la muerte y el quinteto. Reeditar el trauma en un país donde ni tan siquiera este forma parte del pasado.
El presente continuo de Irán es el presente de la represión salvaje e inmisericorde. Por lo que llegamos a conocer y por lo que se adivina: un régimen teocrático que saca pecho con el recuerdo de la revolución islámica, hijos putativos de un Jomeini revivido. No hay espacio para la ingenuidad: cualquier voz disidente (mujeres y artistas en estos últimos tiempos) ha sido silenciada a conciencia, a veces sin ni tan siquiera necesitar que parezca un accidente.
Porque eso mismo, un simple accidente, puede detener tu coche frente al portal de una de tus víctimas de antaño. De ayer o de mañana mismo: el régimen se pone más o menos intensito, pero jamás baja la guardia. Cuenta para ello con una legión de defensores, beatos y cetrinos, que pululan por todas partes afeándote la conducta con una sola mirada (y ojalá se quedase en eso).

De esa policía de la moral saben bastante los dos directores iraníes más reconocidos y reconocibles de la actualidad: Agshar Farhadi y Jafar Panahi. Ambos atesoran premios en festivales internaciones y un par de Oscars (el primero) merced a un cine militante que no puede decir que lo es y que necesita, justamente, del escaparate occidental para su puesta en valor y la amplificación de un mensaje “subversivo”.
Subversivo es cualquier cosa que tenga “intención de desestabilizar o derrocar un sistema”. Y cuando existe un Líder Supremo se tiende a entender por subversivo… pues un amplísimo abanico de ridículas circunstancias. Como por ejemplo una película cualquiera de Jafar Panahi, que ha sufrido sendas encarcelaciones a rebufo de su éxito internacional.
Que a mí todo esto me recuerda un poco a la cara de tonto que se le quedó al ministro de la cosa franquista tras ver premiada aquella Viridiana del retornado Luis Buñuel, celebrarle la gracia a los franceses y… y comprobar acto seguido el gol que le habían marcado por toda la escuadra. Desde entonces los regímenes autoritarios se han sofisticado considerablemente, aunque les sigue bastando con la censura en el mercado interior para reducir a prácticamente cero el impacto de cualquier voz disidente.
Panahi y Farhadi, Farhadi y Panahi. Farhadi practica un cine sofisticado, a veces incluso demasiado impecable. Nader y Simín, una separación (2011) y El viajante (2017) escenifican el conflicto, sí, pero con un lenguaje tan hermoso y sofisticado… que quizás puedan pasar por inofensivas muestras de arte cinematográfico (sí, la maldad está siempre en el ojo del censor, que no es más que una puesta al día de aquello de que la belleza está en los ojos del que mira).
El cine de Panahi, sin embargo, es más… problemático. El que empezase como ayudante de dirección de Abbas Kiarostami (siempre lírico, en raras ocasiones político) se ha ganado a pulso su puesto de honor en las listas negras de los followers de la sharia. Su cine se había convertido en los últimos tiempos en un testimoniar de su hacer como cineasta: zancadillas, ostracismo y un continuo driblar a las tijeras, la celda y el arresto domiciliario. Los osos no existen (2022) culminó este periplo con una fábula demoledora sobre el silencio al que una comunidad puede condenarte por el mero hecho de… ¿querer crear?
Un simple accidente, no nos cabe la menor duda, volverá a tener funestas consecuencias para su realizador y máximo artífice a medida que se confirme su participación en la carrera a los Oscars. Quizás porque da la sensación de que a Panahi se le han acabado ya las metáforas: esto es un gancho de derechas a los que miran con lupa su trabajo, un “sí, ¿qué pasa? ¿Tú y cuántos más, payaso?” que quizás -como los protagonistas de su historia- no calibra adecuadamente las innumerables formas en que los cobardes (que se saben impunes) pueden llegar a ejercer sus represalias.

Y ese quizás sea también el principal pero que se le puede poner a la película. Sí, recuerda demasiado a aquella La muerte y la doncella (Roman Polanski, 1994). Y sí, en lo cinematográfico no es nada rebuscada, con una estructura de road movie hacia la nada que junta a cuatro víctimas y a un novio que creía que acudía a una sesión de fotografías. Hay algo muy teatral -que no digo yo que no funcione-, muy de caracteres dispares enfrentados a la madre de todas las decisiones morales: matar -como hacen ellos- o esperar con flema persa en la cola al degolladero. No hay mucho espacio para la imaginación: son los propios personajes los que nos explican lo que les pasó, perdiendo el relato en sutileza, pero ganando en determinación suicida.
Se acabaron pues las lecturas entre líneas. Panahi va a cuerpo descubierto: habla de la represión indiscriminada, de la sanidad gobernada por el surrealismo (para ellas, terror) patriarcal, del clientelismo, de la extorsión con datáfono. Retrata una sociedad corrupta, hipócrita, malherida… a la expectativa. Y no hay régimen que pueda tolerar este trazo hiperrealista que se atreve a avisar a sus gobernados / futuros torturados de que manejar un código moral no es más que un síntoma de debilidad del que sacarán rédito los verdugos, tan ajenos a lo humano.
