‘Los archivos del Pentágono’, de Steven Spielberg. El empoderamiento de la Sra. Graham
Steven Spielberg no ha sentido nunca la llamada del cine político, pero sí la del cine histórico. Sería más un recreacionista que un crítico de su tiempo: la esclavitud (El color púrpura (1985), Amistad (1997), Lincoln (2012)), la Segunda Guerra Mundial (El imperio del Sol (1987), La lista de Schindler (1993), Salvar al soldado Ryan (1998)) o la Guerra Fría (El puente de los espías (2015)) se constituyen así en grandes escenarios donde “representar” la tragedia o la iniquidad humana, subrayando la mayoría de las veces que, con todo… sí, hay esperanza. ¡Por supuesto!
Curiosamente, las visiones más desalentadoras se las reserva para el futuro o la ciencia ficción. El humanismo desbocado de algunas de sus aproximaciones a la historia reciente se trocan aquí en artefactos negrísimos, alejados del buenismo habitual (revísense si no las oscuras A.I. Inteligencia Artificial (2001), Minoriry Report (2002) o La guerra de los mundos (2005), a la espera de su otro estreno previsto para el año en curso, Ready Player One).
Si alguno echaba de menos saber qué opina este setentón de su país y de su tiempo, en Los papeles del Pentágono hallará la respuesta. Una respuesta matizada (necesita retrotraerse a los años setenta, esa década en la que ambientó también su lúcida visión del sionismo en Múnich (2005)) pero contundente. Y no sólo ajusta cuentas con la administración Trump o dice la suya sobre el caso Snowden: en el año de la reivindicación –del grito casi agónico- de lo femenino en Hollywood, entrega una parábola ejemplarizante sobre la necesidad –¡la obligación!- de imponerse a “la costumbre”, a los roles de género, a ese machismo institucionalizado que frustró (frustra y frustrará) las aspiraciones de algunas de las mentes más preclaras de cada generación. ¿Hasta cuando?
El Washington Post, antes de su salto a diario de tirada nacional y al cultivo del periodismo de investigación que tan buenos resultados le acabaría dando (Carl Bernstein, Bob Woodward y su imprescindible Garganta Profunda, Santísima Trinidad de la profesión), andaba a la zaga del referente norteamericano de la prensa escrita, The New York Times. El negocio –al menos de manera nominal- estaba en manos de Katharine Graham, segunda generación al cargo de un diario que había sido adquirido en subasta tras su bancarrota de 1933.
Esa Kat a la que vemos como anfitriona perfecta –una Sra. Dalloway enviudada que todavía goza del favor de las élites de la capital- era mucho más que la heredera por accidente del emporio paterno. Licenciada en periodismo por la universidad de Chicago, especialista en el movimiento sindical… todo parece eclipsarse tras el inevitable matrimonio con Philip, otro patricio norteamericano (este salido de las filas de Harvard) al que el padre acabó entregando el control efectivo del diario. Para no retratar a su mujer como una mera víctima, Spielberg tiene a bien ahorrarnos los detalles que antecedieron al suicidio de Philip: la depresión, el alcohol, las infidelidades…
La editora del Washington Post, pues, llevaba tiempo esperando su momento. Y no hablamos de una simple reivindicación: hablamos de poner en práctica sus conocimientos, de aplicar todo lo aprendido durante toda una vida entre bastidores. Con cuarenta y cinco años y con un fiel escudero (Benjamin Bradlee), un director de periódico tan apasionado como insobornable. Ambos comparten cierto grado de complicidad, aunque sólo uno de los dos parece estar convencido del peso y el significado de sus atribuciones. Será Ben –que no tiene ningún reparo en recordarle el reparto de papeles- el que la acabe poniendo en una dicotomía imposible de resolver por otro medio que no sea imponiendo su principio de autoridad. El de la editora, el de la jefa.
Los archivos del Pentágono es la historia de una pugna que se repite cíclicamente en cualquier sociedad avanzada: el pulso entre la libertad de prensa y las supuestas “razones de Estado”. Ese momento en el que los poderosos se envuelven en la bandera para taparse las vergüenzas, en el que tiran de derecho de veto para evitarle al pueblo –siempre tan impresionable, siempre tan inmaduro- algo tan desagradable como… la verdad.
Pero también es una visión crítica del periodismo contemporizador, de la extraña connivencia que se produce a veces entre los políticos y la canallesca. Cuando el periodista de raza ve una de las fotografías que preside el altar de los logros parejiles, siente lástima. Y no sólo por el presidente –al que creyó amigo- muerto. Sino por haber sido incapaz de respetar la necesaria distancia, deslumbrado por el brillo de un Camelot que buscaba su complicidad y aquiescencia obsequiosa, resintiéndose la única razón de ser de su oficio: la capacidad crítica.
Los habitualmente algo cargantes Meryl Streep y Tom Hanks defienden sus papeles con una relativa economía de medios, a pesar de los tics interpretativos que ambos atesoran. Streep escenifica a la perfección el despertar de una mujer educada para brillar en la vida mundana, minusvalorada por un orden social anquilosado y patriarcal.
¿Se puede acusar a Spielberg de oportunista por dotar a su película de ese barniz feminista? Estamos en la época de buscarle las tres patas a todo, pero para los que os haya sorprendido su dedicatoria final a Nora Ephron (guionista y directora de cine, entre otras muchas cosas) recordaros que fue la mujer de Carl Bernstein y, posiblemente, la persona que reveló antes que nadie la verdadera identidad de Garganta Profunda.
Y es que aunque Steven Spielberg ya no sea el Peter Pan de antaño, cada vez se acerca más a las luminosas conclusiones del cine de Frank Capra. Esta es una fábula que muchos tacharán de inverosímil, quizás por la persistencia sensación de que –batallas puntuales a parte- la guerra la perdió hace tiempo la razón y la honestidad, domeñada por cualquier bruto revestido de un poder que él siempre interpretará como absoluto.
Su crítica nunca renuncia al optimismo, pero sobretodo, al cine con mayúsculas. El director que mejor ha sabido envejecer de su portentosa generación nos recuerda una vez más que cada posición de la cámara importa, que debe de existir una intención en la frontalidad, en la lateralidad, hasta en el uso de la cámara en mano. Un lenguaje que le ayuda a moldear a sus personajes y a dotar de contenido y significado escenas tan brillantes como la del “si” de la editora a la publicación de los archivos, acosada –casi hasta lo físico- por una horda de machos dominantes en estado de pánico.
Spielberg no está por la homilía sobre las relaciones de género. Su ingenuidad es mucho más universal: diría que es el último de los creyentes en el new deal. Y también el último de los románticos: defensor de la separación de poderes y proselitista de la doctrina moral de los recurrentes “padres fundadores de la Patria”. Un yanqui ingenuo, si queréis. Un asaltador de cementerios, dispuesto a pasear ante la cámara el cadáver del sueño americano una y otra vez.
Sí, lo que queráis. ¡Pero qué gran lección de cine es esta Los archivos del Pentágono!