‘Terrace House’ (2015-2020). El reality que no quería serlo

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Me llaman exagerado cuando digo que he aprendido más de la sociedad japonesa contemporánea viendo este programa original de Fuji TV que leyendo sesudos libros sobre la “mentalidad nipona”. Pues bien, lo reitero: esta hermosa muestra de telebasura con apariencia naif explica más sobre lo que los japoneses quieren que pensemos de ellos que cualquier tratado objetivo, aséptico y supuestamente exhaustivo.

Dejadme que os ponga en antecedentes. Seis participantes que no optan a premio alguno: tan solo están ahí (¡ja!) por disfrutar del supuesto goce de la convivencia entre pares, todo un lujo en Japón. Son jóvenes, con edades comprendidas entre los 18 y los treinta y pocos. Y entre el respetable y los presentadores, un único anhelo: el de ser testigos de sus ritos de cortejo y apareamiento (más bien carpetovetónicos).

Ya sé lo que habréis pensado de inmediato: “coño, ¡’Gran Hermano’!” No precipitarse: aquí, como buenos japoneses que son, nadie suspende su faceta productiva. Es decir, los concursantes siguen desarrollando sus obligaciones contractuales, coincidiendo tan solo por la mañana durante el desayuno o al concluir la jornada laboral. Se puede salir de la casa donde y cuando gusten: a comer, a hacer turismo, a quedar con otros amigos, a vacilar…

Todo muy japonés, todo muy pretendidamente armonioso. Como tratando de hacer apología de esos valores eternos que los han convertido en legendarios trabajadores, educadísimos seres humanos y defensores a ultranza de la concordia colectiva.

Sí pero no. Terrace House –en sus cuatro ediciones “internacionales” desde la adquisición de derechos por parte de Netflix y desarrolladas en Tokio, Hawai y Karouzawa- nos ha dejado claro que la globalización –la estupidización progresiva pero imparable por tramos de edad cada vez más ascendentes- es un hecho inapelable que no respeta ni tan siquiera al país del sol naciente.

Porque tras las educadísimas presentaciones que se dispensan en el momento de conocerse, vienen los matices. La procedencia de los concursantes es variopinta, aunque prima el cool boy/girl tokiota (aspirante a actor, a modelo, a… a algo), el deportista que quiere “marcar la diferencia” esforzándose “a tope” (un tema sobre el que luego volveremos), la universitaria candorosa, el retraído, la occidentalizada tradicionalista (sí, toda una contradicción con patas) o el profesional centrado en su trabajo (vamos, un workalcoholic de libro con justificación espiritual). La mayoría, nacidos y crecidos en Japón. Unos pocos con padre o madre extranjera, incluso algunos que han aprendido el idioma y se han aventurado a vivir en el país (particularmente memorable el caso de un mangaka italiano que aprovechó su estancia en la casa para terminar su primera serie en solitario).

Todos están aquí para disfrutar de “la experiencia” y muchos de ellos para encontrar “el amor verdadero”. Así de cursi, así de ingenuo. En una sociedad en la que la reivindicación del individuo sigue siendo un tabú absoluto, les es difícil reconocer la verdadera razón que les ha llevado a someter sus vidas al escrutinio público: la sed de autopromoción, de lucir en las redes, de convertirse en un famoso más perseguible a pie de calle.

Sí, los japoneses también tienen ego. Aunque conflictos, lo que se dice conflictos… veréis más bien pocos. El tópico se cumple: cuando algo no funciona y el ambiente se enrarece, los japoneses son de sentarse en la mesa, hacer una “intervención” en toda regla al elemento discordante y… hablar. Ojo, no digo ni siquiera resolver o abordar el problema: sólo hablar, describiendo círculos concéntricos en torno a la cuestión. Hasta que alguna de las partes cede –por aburrimiento o mero agotamiento mental- y se pone fin al asunto (un cierre en falso en toda regla desde la perspectiva occidental).

Así que nada de morbo desatado o discusiones brutales entre mamíferos asilvestrados, como tantas y tantas veces hemos visto en formatos similares españoles. Olvidaos de edredoning, violencia física o verbal y demás desmanes latinos. Coexistir para ellos en una experiencia de colmena, en la que la búsqueda de la pareja ideal puede y debe correr paralela a un clima mezcla de capítulo de ‘Heidi’ y ‘Candy Candy’.

Pero volvamos al amor. O a lo que se entiende por aquellas latitudes por emparejarse y “comenzar una relación”. Todo muy queco, muy años 80. El romance es una especie de sobredosis azucarada donde deben de cumplirse con todos los tópicos del infausto cine apadrinado por Meg Ryan: salida nocturna con lucecitas de neón, confesar por quién bebes los vientos a cámara, cogerse de la manita y… y… con mucha suerte… ¡besarse!

El contacto físico es prácticamente impensable sin alcohol de por medio. La masculinidad es un concepto anhelado; lo femenino un lugar común, casi una caricatura políticamente incorrecta. Ellas tienen que ser cucas, puras, inalcanzables y al mismo tiempo solícitas. Ellos guapitos de cara, pero nada de herbívoros (ese apelativo con el que lleva años definiéndose en Japón al hombre desganado, sin interés alguno por el sexo).

De la intersección imposible entre lo que les gustaría ser y lo que en realidad son (adolescentes, tipos más o menos inmaduros que quieren pasar por virtuosos) surge la cochina realidad del amor made in Japan. Un romance más propio de los de Gary Grant y Deborah Kerr con algún rascacielos de fondo, en algún bar de moda, junto a alguna orilla mítica. Es como ver un Ozu pervertido por la mirada estrábica de Miike.

Y a la postre, el desencanto. Los que venden la imagen kawai, las que van en yukata al festival de fuegos artificiales, las que se declaran temerosas hasta de darle la mano a su supuesto admirador platónico… resulta que entre bambalinas llevan semanas buscándose por las noches y repasando a tientas todo el Kama-sutra. Porque en Terrace House las cámaras no están siempre ahí, pudiendo modular los concursantes (siempre en off, como buenos maquinadores) el perfil que quieren proyectar a la audiencia. Los futuros ídolos del baloncesto se cuidarán muy mucho de caer en los brazos de las admiradas con las que cohabitan. Las que aspiran a idols jamás consentirán publicitar una relación que podría cortar de raíz su principal fuente de ingresos (la posible tensión sexual con sus rendidos y, mayormente, perversos admiradores).

Sobre este lodazal cool gobiernan media docena de comentaristas que interrumpen la acción cada diez minutos (un clásico de la televisión nipona, en la que los programas de variedades parecen necesitar siempre del comentario, del contrapunto jocoso). Si sales en la televisión, el respeto que le mereces al personal es más que relativo: has consentido en formar parte de un espectáculo deformante, de un circo completamente alejado de todo lo que la mayoría de los japoneses admira. Atente a las consecuencias… pero sigue sonriendo.

Un divertimento de primera para el mirón de dentro y el de fuera, para el extranjero intrigado por los usos y costumbres del menos asiático de los países y para el local alucinado con la mentalidad cambiante de una juventud cansada de tanto “gambate”, palabra-maldición con la que se desean suerte y constancia en el esfuerzo, perseverancia en tus objetivos.

Y sin embargo, algo falló en este reality que iba de digno. Porque el pasado mes de mayo, Hana Kimura, una de las concursantes de la última edición, decidió quitarse la vida tras ser sometida a un continuado y cruento episodio de ciberbullyng.

Todo como consecuencia de una discusión que todavía no hemos visto, formando parte de esa cuarta parte del programa –interrumpido definitivamente por el estallido de la pandemia- y pendiente de emisión fuera del Japón. Una historia que ya hemos visto en la Asia más próspera y trivial, con repetidos casos de suicidios entre estrellas y aspirantes al turbio mundillo del K-pop coreano. La saña y la maldad de la frustración anónima se ceba con aquellos que pretenden despuntar en sociedades, repito, en las que la homogeneidad hace las veces de apartheid silencioso.

El talón de Aquiles de Terrace House fue, a la postre, su supuesta y cacareada “normalidad”. Los concursantes podían ver casi in situ la reacción que sus comportamientos, actitudes y simpatías hacia otros habitantes de la casa suscitaba en los telespectadores. Podían rebatir sus opiniones en sus redes sociales favoritas, produciéndose un extraño desajuste entre la realidad “vista” y la “vivida”. El presente continuo de los habitantes de Terrace House presentaba un decalado de unas tres semanas respecto a la emisión televisiva. Así pues, no era extraño ver a los seis aspirantes a celebrities verse a sí mismos por televisión, asistiendo en vivo y en directo al subsiguiente e instantáneo revuelo en redes.

No hay reality inocente, ni a uno ni a otro lado de la pantalla. Los espectadores tienen asimilado que la verdadera diversión está en los márgenes de la emisión: en esos foros a los que se acude a disentir sobre lo que nada importa. Y los que se prestan al experimento en calidad de cobayas son perfectamente conscientes de la oportunidad de promoción personal, de la revolución que puede suponer para sus vidas algo tan ridículo como ser reconocido en público.

Incluso esta oportunidad exótica de acercarse a la juventud japonesa acabó naufragando en un océano de banalidad, expectativas frustradas y ciberacoso al por mayor. La supuesta exaltación del amor y de la vida mancomunada chocó con la absurda necesidad de conflicto, buenos, malos y odios intestinos de parte de perfectos desconocidos.

Ni el país más educado del mundo pudo substraerse a ello.

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