Chernobyl. Érase una vez en la URSS

“El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”. Vladímir Putin

Finales del mes de abril de 1986. Algo había ocurrido en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Tenía que ver con uno de sus reactores nucleares ubicados en el norte de Ucrania y el flujo de información -ramplón, cuestionable pero incontrastable- recordaba a propios y extraños que aunque Gorbachov hubiese interrumpido el año anterior el sucederse de momios -Brézhnev, Andrópov, Chernenko-, el oscurantismo seguía siendo la marca de fábrica de un Régimen que se resistía a dejar de funcionar… precisamente como eso, como un Régimen.

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Chernobyl, la miniserie de cinco episodios de HBO, recrea el accidente, el juicio que trató de depurar responsabilidades y las consecuencias que, aún a día de hoy, tuvo el “incidente” nuclear más grave de la historia. Lo hace siguiendo la odisea de un físico nuclear, una colega concienciada y un político que no sabe si está ahí para resolver problemas o para sostener la cortina de humo tras la que esconder al mundo el monumental fiasco.

¿El resultado? Una docu-ficción notable que recuerda a otro ejercicio -aquél, abiertamente especulativo- alrededor de los efectos de un intercambio de zambombazos atómicos en los EEUU de la era Reagan (El día después (Nicholas Meyer, 1983)). No se trata tanto de un intento de concienciación -¿o fue de adoctrinamiento mediante la teoría del shock?- como de una dramatización de los hechos, permitiéndose alguna que otra licencia poética.

En ese sentido resulta modélico el modo como arranca esta reinvención del, podríamos llamarlo, cine de catástrofes intelectualizado. Como en El coloso en llamas (John Guillermin, 1974), aquí no estamos para prólogos: el apocalipsis es now! y el espectador, conocedor a grandes rasgos de las consecuencias, no puede evitar verse sumergido ipso facto en este vaivén contradictorio y loco.

Porque desde el principio, el surrealismo (en forma de comisarios políticos, deber para con el Partido y eufemismo temeroso para referirse a lo que no se puede enunciar) se convierte en nuestro compañero de viaje. Redescubrimos Chernobil desde una perspectiva nueva: la de la ingeniería povera de los rusos, la de los técnicos cohabitando con militantes de base, la de la cadena de mando por encima de la razón. Chernobil fue un ejercicio kafkiano de dejación de responsabilidades y búsqueda de la salida en castillos burocráticos, de culto a un Poder que empezaba a carecer de líder, de coletazo final de un sistema que se basaba en la negación constante de la realidad.

Y la física no terminó de hacer buenas migas con el teatrillo marxista-leninista, ni con los primeros envites de una glásnost que ahora quería ser perestroika. La “reconstrucción” llegó tarde: estaba claro que la inercia de actitudes y comportamientos se anteponía a unas reformas que apenas contaban con un año de antigüedad. Además… ¿todo aquello iba en serio o no era más que la nueva firma de otro oligarca del Kremlin?

Visto con perspectiva, Europa -el mundo- tuvo suerte de que la URSS todavía estuviese en vigor, de que la épica de la Revolución o la Gran Guerra Patriótica resonase en la cabeza de los nietos de quienes tomaron el palacio de invierno. De que el fenomenal aparato de represión no se hubiese desmantelado todavía.

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Del mismo modo que sólo una dictadura cruel y sin ningún aprecio a sus ciudadanos pudo oponerse en igualdad de locura al vendaval nazi (por estar dispuesta a poner sobre la mesa los 20 millones de mártires necesarios), tan sólo en un país donde la invocación de la madre Rusia henchía pechos y provocaba erecciones espontáneas fue posible lidiar con las consecuencias de un episodio que liberó a la atmósfera tanto material radioactivo como 500 bombas de Hiroshima.

Gorbachov -desinformado, sí, pero no tan ajeno a la realidad como presume en su biografía- sabía que llegado el momento podía apelar a sus mandos intermedios. Tenía a mano su propio botón AZ-5: podía llamar a los que metían miedo de verdad, sacar la bandera roja y apelar al “sacrifico supremo”. Por enésima vez, el pueblo ruso -los habitantes de la cercana Prípiat, los bomberos, los mineros, los liquidadores- debían de apechugar con las consecuencias de un error gubernamental que, por propia definición, jamás podría ser reconocido como tal. Los dichosas dogmas fundacionales, definidos a la perfección por Piatakov, uno de los escuderos de Lenin: “si el Partido lo exige, un auténtico bolchevique está dispuesto a creer que lo negro es blanco y lo blanco negro».

HBO, en ese sentido, apuesta por el habitual esquema buenista de las series estadounidenses: siempre hubieron “algunos hombres buenos”. El individualismo se antepone a la épica de lo colectivo -aunque siempre sea una colectividad tutelada, engañada, arrastrada al matadero con una diligencia espeluznante-. A buen seguro que los rusos -que ya anuncian su propia adaptación televisiva de este Titanic con grafito y boro y, en su versión, poco cáncer- pondrán el énfasis en la abnegación de sus muchachotes, amenazando con convertir el desastre en otra oda nacionalista (a este paso acabaremos echando en falta el realismo socialista).

Demasiados planos enfáticos y demasiada música de funeral de Estado no logran pervertir un conjunto con grandes ideas (el episodio cuarto, con ese trío de rematadores de animales de compañía podría haber dado para una película por sí solo) y una innegable voluntad pedagógica (la perorata de Legasov en el último episodio nos recuerda cuánto daño le ha hecho PowerPoint a la claridad expositiva). Súmese a eso la voluntad verista respaldada por un buen plantel de actores rusos, capitaneados por estrellas “discretas”: Jared Harris y los vontrierianos Stellan Skarsgard y Emily Watson.

Aplaudir también la fabricación ad hoc de un malo perfectamente verosímil: el ingeniero jefe y supervisor Anatoli Diátlov. No hay trabajo en entorno exigente que no tenga entre sus máximos responsables a un temerario convencido de estar en posesión de la Verdad absoluta. Más allá de las ambiciones personales, Diátlov escenifica lo cercana que puede estar la fe inmutable en las propias capacidades del fanatismo religioso (¿pero no era más o menos eso el comunismo?).

Tras la caída del Imperio, Bielorrusia y Ucrania se encontraron con amplias extensiones de su territorio envenenado, como se ha encargado de narrar la cronista más brillante del desastre: la premio nobel de literatura Svetlana Aleksiévich. De hecho, me sorprende que no haya mención alguna a su pavoroso -mucho más que la serie, creedme- Voces de Chernobil. Crónica del futuro, un libro escrito hace más de 20 años y que evidentemente habían leído los guionistas (con algún episodio -sobretodo el del bombero convaleciente en Moscú- sospechosamente calcado).

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Pero la estupidez humana no conoce ideologías ni fronteras. La misma que llevó a operar un reactor RBMK a un 1000% de su capacidad. La que ponía bajo llave los dosímetros “buenos”, para evitar una inquietud innecesaria entre sus operadores. La que lleva a reconocer 31 muertes por un desastre medioambiental que sigue matando 33 años después. A tratar quemaduras radioactivas con leche. A dejar que los niños se lo pasen teta de madrugada jugando con polvo radioactivo.

La misma estupidez que lleva, ya en la actualidad, a que aumente el turismo extreme a la zona de exclusión de Chernobil, mezcla de morbo y estupidez congénita. Que a la gente le pirre de repente el estilo soviets años 80, con sus empapelados retro y sus matrioshkas haciendo de bailaoras encima del televisor. Y que permite, también, que sigan habiendo científicos que califiquen algo humano como infalible. Esa estupidez que asegura, en definitiva, otro Chernobil en cualquier sitio, cualquier día de estos.

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