‘Mildred Pierce’, de Todd Haynes. Empresaria, madre y masoquista.

Todas y cada una de las cinco entregas de esta miniserie de HBO comienzan con una declaración de principios: ‘A film by Todd Haynes’. Y es que como viene siendo habitual en este tipo de productos mimados y sobrados de medios estamos en realidad ante una película de unas seis horas de duración. Y firmada por Haynes, ese espléndido director empeñado en recrear –y sospechar- de las décadas que forjaron el sueño americano. Mientras permanecemos a la espera del estreno en España de su aclamadísima Carol (2015) (¡Cate Blanchett y Rooney Mara en una adaptación de Patricia Highsmith!), aprovechamos para repasar su segunda y mayúscula aportación televisiva: la Mildred Pierce incorporada por una estratosférica Kate Winslet.

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Volvemos a estar lejos, muy lejos del cielo. Aunque comparada con su ópera prima (la muy impactante Poison (1991)) o su repaso al glam y la génesis contracultural de Velvet Goldmine (1998) podría parecernos que su autor lleva tiempo calmado, relajado incluso. (No os llevéis a engaño. Os aguardan emociones fuertes).

La depresión sacude a Mildred Pierce, tanto en el plano sentimental como en el económico. El divorcio –verdadero anatema en la época- la deja sin salvaguarda, sin paracaídas de ningún tipo. Su condición de mujer se le revela así doblemente dramática: debe de aceptar el supuesto derecho

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al libre albedrío de su marido (¿acaso tiene otra opción?), para descubrir acto seguido que el único modo de asegurar la manutención de sus hijas pasará por… hacer uso de sus encantos de mujer.

Desde un barrio limítrofe de Los Ángeles a un concurrido bar donde ejercer de camarera. Su nueva realidad frustra especialmente a su hija mayor Vera, una malcriada con ínfulas que entiende como una humillación personal el que su madre tenga que llevar uniforme; que servir, que trabajar para traer el dinero a casa. Porque si algo tiene claro esta energúmena es que la pobreza no casa con sus tempranas aspiraciones de promoción social.

Esto es un Todd Haynes, así que ya habrá venido a vuestra cabeza un nombre: Douglas Sirk, el reconocido padre putativo del director californiano. Sí, el señor aquél que huyó de la Alemania nazi y le legó al cine norteamericano fenomenales cintas tan del agrado de tías lejanas e integrantes de la tercera edad con buen gusto. Vosotros os lo perdéis: es imposible no ver alguno de sus megadramones (Escrito sobre el viento (1956), Tiempo de amar, tiempo de morir (1958), Imitación a la vida (1959)) y no enamorarse al instante de los excesos, de las heroínas abnegadas entre la espada y la pared; no escandalizarse ante la amoralidad que siempre demuestran los poderosos, ante la intolerancia y la cerrazón mental de los pretendidamente más jóvenes.

Así que aunque adivinemos desde el principio que el duelo dramático lo van a disputar la madre coraje y la hija desnaturalizada, Haynes nos hace creer que quizás esta mujer tenga derecho a un trocito de paraíso o, textualmente, del pastel. Porque Mildred aprende rápido y pasa de empleada a empleadora, con un producto estrella: sus tartas y dulces. La suerte le sonríe y un ex con olfato para los negocios le pone tras la pista del que acabará siendo el local de su primer restaurante. Nada podría irle mejor. El esfuerzo recompensado y todas esas mandangas, oye.

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Segundo batacazo vital, aunque con prólogo gozoso. Porque en su último día como asalariada conoce a un dandy venido a menos, un vago vocacional con un apellido que sigue reluciendo en sociedad (Monty Beragon, interpretado por un Guy Pearce con ganas de reivindicarse). Mildred es una mujer pasional: en sus relaciones lo da todo, arrebatos generosos que –pronto lo descubriremos- no están exentos de cierto grado de masoquismo. Da igual el daño que le hagan: siempre estará dispuesta a perdonar desplantes, desprecios, insubordinaciones…

En el breve lapso que dura su rapto amoroso, una tragedia se cierne sobre lo que le queda de familia. Un desenlace terrible la dejará con un inmenso sentimiento de culpa, volcándose en su trabajo para no tener que pensar –una y otra vez- cómo hubiesen sido las cosas de estar ella allí. Agua pasada no mueve molino y Mildred –nuevamente, de manera milagrosa- se repone del dolor y de tanta, tanta pena.

Su amante sin oficio ni beneficio acaba patrocinado por sus generosas dádivas y su hija mayor –que se lleva fantásticamente bien con este último, tal para cuál- parece tener por delante una prometedora carrera como concertista de piano. Ambas han aparcado los reproches y una tensa calma substituye a la abierta animadversión. Mildred no tardará en saber hasta qué punto la odia y de qué retorcidas artimañas es capaz con tal de asegurarle la más completa de las ruinas.

¿Que el argumento os suena? Bueno, la serie se basa en un libro de James M. Cain cuya primera adaptación cinematográfica (Alma en suplicio, 1945) le valió el oscar a la enorme Joan Crawford. Por otras muestras de su talento filmado (Obsesión (Luchino Visconti, 1941), Perdición (Billy Wilder, 1944) o El cartero siempre llama dos veces (Bob Rafelson, 1981)) sabréis que a este imprescindible de la novela negra de su país le iban las traiciones inconcebibles, las iniquidades con merecido castigo bíblico y los adulterios con crimen apalabrado de por medio y rebozados (o no) en harina.

La Mildred Pierce de 2011 aparca el noir o cualquier tentación de intriga criminal para dejar pista libre al melodrama. Un melodrama que, a la manera de su contemporánea Mad Men (2007-2015), es el de la mujer fuerte, ninguneada y a veces (muy pocas veces) triunfante por encima de unas circunstancias y unos personajes (masculinos, mayormente) que conspiran en contra de cualquier fantasía de equidad.

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A esta Mildred, como a la del clásico de Michael Curtiz, volverá a noquearla el corazón, ese talón de Aquiles que se suma a su condición de mujer, trabajadora y sin posibles. Como el protagonista de la reciente Whiplash (Damien Chazelle, 2014), algo aprende de sus dos “instructores” en el dolor (el amante gorrón y la hija arribista): a las serpientes hay que evitarlas, por mucha relación de parentesco que una guarde con ellas. Así que su decisión final (mandarlos al infierno y recomenzar con quién se equivocó pero siempre estuvo ahí) resulta mucho más contundente que cualquier desenlace policíaco.

Sin crimen y sin castigo, porque los malos más terribles, los de verdad, no conocen el arrepentimiento.

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