‘Bernie’, de Richard Linklater. ¿Realmente ficticio?

Antes de que a la pareja Delpy-Hawke de los Antes del… les llegase la amargura –después del enamoramiento y del efímero revival de la pasión, más o menos en este orden-, existió un tipo inofensivo y servil llamado Bernie. Antes, también, de la supuesta consagración del director texano Richard Linklater con su Boyhood (aunque quién esto escribe siga quedándose con Movida del 76 (Dazed and confused, 1993) como hito inigualado en su carrera), en el año en que los oscars quisieron parecerse a los Spirit Awards. Bernie se nos revela así como el banco de pruebas donde terminó de engrasar los mecanismos de la no-ficción (y de lo irreal) que desembocarían años después en la epopeya adolescente. Y no lo digo porque su rodaje fuese tan prolongado y forzosamente épico, sino porque en esta Bernie -que nos llega, pues, con cuatro años de retraso- se adivina un cambio de rumbo, una búsqueda de nuevos horizontes. bernie-jack-black-wallpaper ¿Qué nuevos horizontes eran esos? Me refiero, quizás, al Linklater que se nutre de lo real (aunque en este caso no sea más que una noticia de la crónica de sucesos que parece ideada para deleite de los hermanos Coen) para dotar de una verosimilitud (notoriamente impostada) a su cine. Verdad mentirosa y realidad guionizada. ¿Compatibles? Bernie es la historia de un tipo que es demasiado buena gente. Trabaja en una funeraria y siente una vocación genuina por su mórbida tarea: dejar bien maqueados a los finados en su postrero lecho de caoba (a poder ser, que el negocio es el negocio) y minimizar el sufrimiento de los vivos. Se aplica a esta tarea con tal devoción, que su candor puede malinterpretarse fácilmente. Así lo hace Marjorie Nugent (Shirley MacLaine), una viuda ricachona necesitada de compañía. Linklater nos cuenta todo esto empleando dos mecanismos casi contrapuestos. Por un lado, busca darle al conjunto un aire de falso documental (sólo que aquí no es del todo falso… los testimonios son reales, extraídos de los conciudadanos a los que Bernie colmó de atenciones en el periodo más vulnerable por el que puede pasar un ser humano: el del duelo). Y por otro, adopta un tono abiertamente cómico, enfatizado al cederle el protagonismo a Jack Black (una decisión controvertida y quizás contraproducente a la hora de balancear la

historia). A esto hay que sumarle el secundario pasado de vueltas que interpreta Matthew McConaughey, precisamente el año en que decidió volver a honrar su oficio con El inocente (Brad Furman, 2011) y, sobretodo, Killer Joe (William Friedkin, 2011). Un palurdo con ínfulas que le permite dar un recital de acentos, gritos, susurros y miradas desafiantes a cámara. Porque el desconcertante tono del filme –su orfandad de género- dejará fuera de juego a más de uno. Se trata de una comedia sin estridencias, que rehuye la réplica ingeniosa o el diálogo brillante. Pero eso sería mucho simplificar. ¿Acaso no es el drama de un pobre hombre que no sabe decir basta, que ve secuestrada su empatía por una acaparadora poco escrupulosa? 2_wide-21774826d1f987fb293b655594923ea6fda10224-s900-c85 La cuestión no es tanto si Bernie tuvo o no razones para hacer lo que hizo –cualquier espectador convendrá en que andaba sobrado de las mismas, aplaudiendo en su interior su drástica decisión- sino hasta qué punto la percepción de la bondad (de su bondad) por parte de una comunidad condiciona la naturaleza misma de un hecho, por execrable –siempre sobre el papel- que este resulte. ¿Culpable, virgen, inocente, gay, freak? La categorización del personaje resulta imposible: como miembro respetado e influyente de su comunidad se aplica al sueño “local” americano (“to make the difference”, lo llaman). Como compensación –a fin de cuentas, este pueblo es más agradecido que Dogville-, Bernie queda libre de cualquier pecado, aunque el propio Linklater no encubra el hecho de que fue un manirroto con el dinero ajeno y que se aprovechó a su vez de su rol de comparsa para pegarse viajes de lujo con su cada vez más exigente patrocinadora. Para el paleto de la América profunda –un conveniente jurado para el fiscal grandilocuente interpretado por McConaughey- ese es único pecado imperdonable: el del arribismo y la promoción social amparada en… ¿sus refinados gustos? (Y es que, para mayor desconfianza, Bernie hasta parece culto. ¡¿Qué se habrá creído?!) La relativización del mal es aquí más relativa que nunca. Porque Linklater toma partido desde el principio, declarando su devoción por Bernie, este ser extraño pero con don de gentes a quién esta película ha sacado de la cárcel, devolviéndoselo a unos paisanos muy fans que hasta componen baladas country con su censurable hazaña (¿qué opinará Werner Herzog al respecto?). El mejor mediador que ha tenido la muerte en el pueblo de Carthage bien se puede permitir administrar un poquito de su medicina preferida (el consuelo infinito, la piedad convertida en arte) a su nueva y discutible amiga. 00006.m2ts_snapshot_00.34.21_2012.08.21_03.51.33_original Mientras tanto, uno se queda con la sensación de que quizás sólo Shirley MacLaine (tan lejos de la dulzura de Irma, de la dignidad de la ascensorista de El apartamento) ha entendido plenamente el personaje. Jack Black desentona en los momentos supuestamente dramáticos (no, no será nunca Bill Murray) y McConaughey parece estar deslumbrado por su recién descubierta faceta de… actor. En definitiva: ni genialidad, ni desaguisado. Un entretenimiento agradable, mucho menos brillante (¿mucho menos profunda?) de lo que su realizador pretende.

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