Michael Powell y Emeric Pressburger. Miseria de la vida moderna (también en tiempos de guerra)

“… por supuesto, todas las películas son surrealistas. Y lo son porque hacen que parezca real un mundo que no lo es”. Michael Powell
De la mítica relación entre el director inglés Michael Powell y el guionista errante y sin tierra Emeric Pressburguer (sí, sí, lo sé: lo de repartir tan a grosso modo sus respectivas y muchas veces intercambiables atribuciones es una licencia del autor), nos detendremos hoy prácticamente en la prehistoria, en las primerísimas cintas firmadas a pachas por el tándem. Concretamente en una trilogía que Powell definió como “antimaterialista” y que eleva a extrañas cotas espirituales lo que deberían de haber sido convencionales films de propaganda bélica.
El género bélico fue la excusa perfecta para formalizar este extraño matrimonio. Desde su primera colaboración (El espía negro (1939)) y hasta A vida o muerte (1946)) y abarcando todo el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, fueron hasta ocho las historias en formato de largometraje en las que el marco trágico (la conflagración entre Alemania y el Mundo) sirvió para perfeccionar una técnica que venía ya muy rodada (en el caso de Powell) y para demostrar, sobre todo, que se podía hablar de lo que estaba pasando con cierto grado de sofisticación formal, desarrollando argumentos alejados de las evidentes simplificaciones que el momento histórico reclamaba con excesiva vehemencia.

Así que si algún día buscáis respuestas verdaderamente honestas al ‘Why We Fight?’ (más allá de las rodadas por realizadores estadounidenses con innegable espíritu aleccionador), os tocará rescatar films primigenios de estos dos; esos en los que los protagonistas desubicados eran, por ejemplo, unos nazis a la carrera dispuestos a liarla parda en el mismísimo Canadá y perseguidos como si de desperados de cine negro se tratasen (estoy hablando de Los invasores (49th Parallel, 1941), una road movie que nos permite conocer el basto país norteamericano a la par que sufrir -siquiera un poquito- por la suerte de los muchachotes germanos). Mención aparte merecería también Vida y muerte del coronel Blimp (1941), que se permitía prácticamente parodiar a una cierta casta militar (de visos aristocráticos) y contrastarla con sus homólogos alemanes… ¡saliendo estos últimos favorecidos en la comparación!
Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión. Estamos aquí reunidos para hablar de las consecutivas Un cuento de Canterbury (1944), Sé a dónde voy (1945) y A vida o muerte (1946), una celebración del cine más allá de cualquier vicisitud coyuntural (y sí, las guerras lo son). Un intento memorable de hacer cine adulto con un tema tan dado a la infantilización como el esfuerzo colectivo, el enemigo -obligatoriamente caricaturizado- y las motivaciones elevadas (las nuestras, ¡faltaría más!) que nos legitiman para seguir matándonos con mayor o menor saña.
Nuestra pareja rueda en tiempos inciertos y la pieza más evidente de ello es este poema pastoral que abre el ciclo: Un cuento de Canterbury (1944). Por una vez el permiso de la soldadesca no es aprovechado para desembarcar en la gran ciudad y pegarse un atracón hedonista-nihilista. Nuestros tres protagonistas (fruto de una confusión, eso sí) arriban a pocos kilómetros de la mítica Canterbury, a día de hoy todavía el principal centro religioso del tambaleante Imperio en todo mar conocido como… el Reino Unido, of course.
En la misma etimología de Canterbury (Cantwareburh, el “fuerte o burgo de Kent”) está escrita la intención de Powell-Pressburger (y ya que antes atribuí de manera unívoca la autoría de los libretos a Pressburguer, ahondemos en el lugar común: esta es la “más Pressburguer” (1) de las historias que ambos contaron primero de palabra y luego con imágenes). Porque es tiempo de parapetarse, de hacerse fuerte tras las propias fronteras o accidentes geográficos (algo a fin de cuentas muy británico) y volver la mirada hacia lo que importa… independientemente de la fortuna que acabe teniendo nuestra causa.
Nuestros tres náufragos viven en un tiempo suspendido, en ese tiempo subrogado (o quizás hasta prestado) de las contiendas y las movilizaciones generales. Un inglés desencantado (una especialidad Pressburger-Powell), un yanqui con la habitual y proverbial “ingenuidad amistosa” y una mujer encuadrada dentro de un batallón de mano de obra femenina dispuesta a arrimar el hombro allá donde más la necesiten. Los dos últimos tienen pareja, pero no tienen muy claro si todavía se acuerdan de ellos… o si todavía están vivas.
Perdidos, muy perdidos. Así que necesitan de un referente moral y… ¿qué mejor lugar para encontrarlo que en los alrededores de Canterbury? En esta villa próxima existe un pope espiritual absoluto (ni el cura, vamos): un tal Thomas Colpeper, de aires aristocráticos y educación claramente elitista. Él sabe cosas que el resto no saben, él representa a la Inglaterra imperecedera e inmanente.

A ver, que sí, que la voluntad por encajar de Pressburguer a veces le llevaba a exagerar las virtudes de quienes tan generosamente lo habían acogido. Y este es un caso paradigmático: Colpeper es un misógino en toda regla y, más que probablemente, un reprimido sexual del copón. ¿Pues no se le ocurre otra cosa al finolis de provincias que embadurnar con una cola de naturaleza incierta el pelo de las muchachas del lugar para que no se desmadren con los soldados de asueto?
Bien, no os quedéis con lo risible y repudiable (siempre desde la moral devenida moralina que rige nuestros neo-victorianos tiempos). El tipo, tan estricto como su tiempo demandaba, es un bodhisattava en su versión cristiana; un guía espiritual que, observante y discreto, hace las veces de ángel frankcapriano. El que las revelaciones (que no milagros) acontezcan en un entorno sacro es lo de menos.
En Un cuento de Canterbury -intriga detectivesca, paseo etnográfico por la campiña y, finalmente, esperanzadora loa en favor del ansiado armisticio- no se dispara ni un solo tiro. No hay ni un cadáver que sacar de entre las ruinas, ningún enemigo corpóreo. Y, sin embargo, queda bien claro de lo que se está hablando: de la necesidad de un esfuerzo final, de la culminación de una peregrinación nacional no tanto a un lugar santo como a un estado mental: el de la inminente victoria.
Sé a dónde voy (1945) vuelve a tener como protagonista a alguien a la deriva, a alguien que ha perdido la visión de conjunto. Más que materialista, Joan Webster roza el autismo a consecuencia del ritmo espídico de la vida moderna. Sólo sabe que está a punto de conseguirlo. Lo que quiera que para ella signifique la felicidad.
Aunque nadie lo diría por el idílico entorno, volvemos a estar en tiempos de guerra. Y nuevamente hay una pausa, un permiso militar para facilitar el encuentro entre dos seres predestinados. Y una casualidad (en forma de inclemencia meteorológica) que obligará a la protagonista a pararse, a permanecer contra su voluntad en un espacio geográfico limitado. A tener que pensar, aprovechando la inopinada ociosidad, en qué es exactamente lo que importa en esta vida.
Por supuesto que vuelve a haber orgullo de casta, esa perversión de lo británico que Pressburger admiró e ironizó con inmerecido tacto. Porque el rechazo al materialismo (a ese hombre rico pero vulgar que ha hecho suya una isla que jamás será su legítimo H-O-G-A-R) tiene como contrapeso al aristócrata aborigen, ese tío que atesora la clase, el rancio abolengo y todo lo que hace de este país un… ¿Imperio? ¿Todavía estamos con esas? (¡y lo que debía de disfrutar Churchill con estas apologías del nacionalismo intangible!).

Hay caída del caballo, hay abandono de la senda del Mal (ojo, el materialismo. Powell y Pressburger no tenían nada en contra del capitalismo). Y hay hermosísimas escenas entre brumas, tormentas y ruinas de castillos escoceses. Imposible no disfrutarla, aunque particularmente uno considera que esta hija de banquero lo que tiene es… mucha tontería.
Este paseo en tres partes por el amor y la muerte culmina con otra película en la que tampoco hay grandes escenas de acción bélica (aunque sí veremos morir a alguien). A vida o muerte (1946) perfila las futuras fugas divinas y lisérgicas de la pareja (al año siguiente llegaría Narciso negro (1947), al otro Las zapatillas rojas (1948)). La realidad -puesta en la picota en las dos anteriores- se quiebra definitivamente con una gloriosa espantá hacia el más allá (en blanco y negro) desde un más acá… ¡en color!
Primera herejía… el cielo carecer de technicolor, algo que no corregiría ni el Concilio Vaticano II. David Niven se enamora pre o post mortem (habrá que dilucidarlo) y es sometido a un juicio muy mediático a las puertas mismas del cielo, sin banda sonora de Bob Dylan de fondo. ¿Triunfará el amor o la burocracia de san Pedro y sus muchachos?
A vida o muerte demuestra bien a las claras que para estos dos ya no había vuelta atrás. Completamente desatados, el cine que vendría sería celebración, locura, surrealismo pictórico, sublimación histriónica (y hasta histérica) de su papel como maestros de ceremonias en extraños aquelarres metacinematográficos.
Powell y Pressburger concluirían el palíndromo que fue su relación con otras dos películas “de guerra” (La batalla del Río de la Plata (1956) y Emboscada nocturna (1957)), dos cintas viejísimas en contraposición a todo lo que habían hecho en el cénit de su creatividad. Para los anales quedarían, eso sí, estos ejemplos de cine libérrimo rodado entre el 44 y el 46, cuando lo que estaba en juego era la supervivencia misma de las democracias occidentales. Alejados de incursiones, batallitas y hazañas inverosímiles, este par de genios complementarios nos demostraron que el mejor modo de colaborar con el esfuerzo de guerra consistía en contarle a la gente lo que le esperaba a la vuelta: esa normalidad edénica que construyeron alrededor de Gran Bretaña, las pequeñas treguas de los soldados o, sin ir más lejos, el día mismo en que concluyesen las hostilidades.

¿Estaban sus compatriotas preparados para la paz, preparados para volver a sus respectivos oficios y descubrir que sus dudas existenciales continuarían siendo irresolubles?
(1): ‘Michael Powell y Emeric Pressburguer’, de Llorenç Esteve. Pág. 205-213.