Las mejores 25 películas de 2016

Sí, se puede hacer un top cinematográfico de este recién concluido 2016 sin incluir a Jarmusch, Villeneuve, Verhoeven, Park Chan-wook o Serra. Y no porque las suyas sean malas películas –bueno, miento: La doncella sí me parece un horror- sino porque ha sido un año plagado de alternativas. Alejadas, eso sí, de los circuitos de distribución más habituales (casi la mitad de las películas que conforman la lista tuvieron estrenos, por así llamarlos… reducidos), aunque también haya ganadoras de festivales varios (¡incluso con oscars en su haber!). Una mera aproximación a la temporada que recién concluye, porque uno está cada vez más seguro de una cosa: las mejores no tuve la oportunidad de verlas (al menos “in a theater near you”).

Ya sabéis pues: películas premiadas y películas ignoradas. De animación, documentales, cuasificticias e inclasificables. Pocas comedias, demasiados dramas. Parábolas alrededor de sociedades imperfectas, retratos poco favorecedores de este mundo-canibal, biografías sinceras, sin necesidad de caer en la hagiografía. Mucha mala leche proveniente de países del antiguo bloque del Este, China, Argentina, la India, Portugal, Japón… y una constatación: al cine británico le sienta bien el Brexit (tres de las cuatro primeras son de Gran Bretaña).

Señoras y señores: pasen, lean y, sobretodo, discrepen. Todavía es gratis.

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25.- El hijo de Saúl, de László Nemes

La primera persona más absorbente y angustiosa de este año recayó en el saber mostrar (y desenfocar) de este enorme director húngaro. (¿Y si además os digo que esta era su primera película?)

Dolor, locura y maquinaciones estériles en el seno de los doblemente crueles sonderkommandos. ¿Cómo contarlo? ¿Cómo atreverse, todavía, a relatar con imágenes lo que pasó en los campos de concentración y exterminio? Nemes lo tiene claro: haciendo al espectador co-protagonista del ir y venir de este superviviente imposible. No hace falta cerrar los ojos en ningún momento, pero no hay ningún momento en el que puedas dudar de que eso que no ves, allí al fondo… es terrible.

24.- Más allá de las montañas, de Jia Zhang-ke

No es la mejor película de Jia Zhang-ke. Ni de lejos. Pero es una película río con, pongamos, un tercio de metraje fascinante. Luego os gustará más o menos lo que hace con los personajes, incluyendo ese futuro con algo de fantasía triunfante imperial (tan del gusto del régimen, a buen seguro).

Pero nos quedamos con el triángulo que plantea en su arranque. Con esa mujer en la coyuntura de tener que elegir entre la nueva China (arrogante, recién convertida a la nueva economía) y el obrero fabril de toda la vida. Su decisión resulta pragmática, pero en modo alguno interesada.

23.- Francofonia, de Alexander Sokurov

Sokurov también relajó su habitualmente exigente discurso para darle un sopapo a la inteligentzia gala… y que todo el mundo lo entendiese como tal. Las preguntas que plantea en Francofonia no son baladí: ¿por qué el sitio de Leningrado le costó la vida a un millón de personas mientras París agachaba la cabeza, contemporizaba y dejaba que el conquistador invicto se pasease por los Campos Elíseos y ocupase el país durante cuatro años? ¿Por qué, en definitiva, fue Rusia la que pagó el precio más alto por preservar, precisamente, los ahora tan discutidos valores de la “europeidad”? ¿Desde cuándo el arte que atesora un país es la medida de su civilización?

Sokurov –monje encerrado en su celda montando, susurrando, interpelando a los personajes recién emergidos de la pintura más institucional- vuelve a rodar una película con audiocomentarios incorporados; una reflexión irónica sobre qué creemos importante y qué no. Un intento, nuevamente, de desacralizar el mundo del arte, el más recurrente de los sustitutos de la religión.

22.- Kubo y las dos cuerdas mágicas, de Travis Knight

En lo que a calidad de animación se refiere, pocas dudas tengo: esta ha sido la mejor cinta del año. Una historia con ambientación oriental, oscura (lo justo) y proclive a los despliegues imaginativos deslumbrantes.

¿Dónde falla Kubo? Pues en un plantel muy Walt Disney de secundarios graciosetes, de escuderos infantiloides que tratan de compensar el –de otro modo- bastante deprimente mundo de la factoría Laika. No, no alcanza las cotas de genialidad de Los mundos de Coraline, pero nos permite seguir soñando con otra obra maestra de Knight y compañía (si se reponen del descalabro económico de esta).

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21.- Carol, de Todd Haynes

Con el último cine de Todd Haynes me pasa algo sencillo, aunque quede casi ridículo expresado en palabras: que me parece todo muy fino. Y no es que le pida otro Velvet Goldmine o, de perdidos al río, Poison. No, esas películas tuvieron su momento y Haynes no está obligado a volver a tener treinta años.

¿Pero no estamos ante una reedición de Lejos del cielo substituyendo el affair homosexual por uno lésbico? Misma época, misma perfección formal: música sensacional, la cámara ubicada exactamente allá donde debe de estar, el diseño de producción exquisito. Demasiado bonito, quizás… ¿trata Todd de hollywoodizar los dramas gays?

No lo sé. Pero Carol es redonda, eso sí. Y ellas dos (Cate Blanchett y Rooney Mara) son de otro planeta.

20.- Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler

La propuesta de S. Craig Zahler sonaba distinta de partida. ¿Yuxtaponer el western con el cine de terror? Pero es que Bone Tomahawk no es sólo eso: también apuesta por una puesta en escena casi teatral, con un largo prólogo en el pueblo (un muy irónico Bright Hope) que parece sacado de un serial televisivo de los años sesenta (y sí, esto es un piropo).

¿Vuelta a la serie B? Polvo, fogatas y un rastro de piedras más propio de los cuentos infantiles, para acabar encontrándose con una tribu poco amistosa que transforma la cruzada naif en una pesadilla de costillas fileteadas y miembros amputados. Porque ya no hay héroes, sólo comida rápida a dos patas que desconoce su condición.

19.- Mia Madre, de Nanni Moretti

Moretti enterró al hijo en La habitación del hijo (2001) y en 2016 volvió para hacer lo propio con la madre, algo mucho más acorde con el orden natural. En ambos casos da una lección de contención, de ”conocimiento del alma humana” sin necesidad de excesos sentimentales. Logra emocionar, por supuesto, pero sobretodo relatar el eclipse definitivo de alguien de tal manera que lo podemos vincular fácilmente a algún hecho luctuoso de nuestra propia vida. Ah, y las pequeñas miserias –nunca excesivas, nunca subrayables- de quienes asisten a ello, con su mayor o menor grado de implicación.

Moretti nos hace salir del cine con ganas de llamar a nuestras madres, de escucharles esa retahíla de consejos habituales… ese monólogo interminable que mantienen consigo mismas. Y es así como los muertos que salpican esta ficción (que siempre son los muertos “de los otros”) y los nuestros –incluidos los que están por venir- se funden en una estimulante amalgama de nostalgia y respeto.

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18.- Julieta, de Pedro Almodóvar

Almodóvar, siempre Almodóvar. Mentar su nombre asegura la reverencia ciega o el improperio sin matices. Cuarenta años de polémicas estériles.

Porque Julieta vuelve a ser notable, alejada del camino de baldosas amarillas estridentes de su anterior (y bastante terrible, lo admitimos) Los amantes pasajeros. Olvidaos de ese baldón y recuperar Julieta, una historia sobre el peso del pasado, lo azaroso de las decisiones vitales y la imposibilidad de permanecer indemne a todo. La madurez absoluta del mejor director de cine español vivo (¿de verdad todavía alguien lo discute?).

17.- Oleg y las raras artes, de Andrés Duque

Ser pianista y compositor precoz y deslumbrar al mismísimo Iósif Stalin en pleno reinado del terror no es moco de pavo. Pero sobretodo, a Oleg Karavaichuk le estaremos agradecidos por haber vivido hasta contarlo en esta fascinante cinta de Andrés Duque.

Superviviente de mil y una purgas, penúltimo residente en aquellas comunidades de artistas al servicio de la dictadura de los trabajadores… y además, orgulloso de aquellos viejos (buenos) tiempos, esos en los que creyó que, realmente, le permitirían expresar con total libertad toda su extrañeza. Y Oleg tenía extrañeza para parar un tren.

16.- The tribe, de Miroslav Slaboshpitsky

Adolescentes. Adolescentes crueles. Adolescentes sordomudos crueles. ¡Más madera!

La principal baza de The tribe –lo concedo- es la sordidez. La sordidez extrema, esa cárcel del alma –amén del cuerpo- con la apariencia de internado para jóvenes. Allí recala nuestro protagonista, sin otro remedio que integrarse con rapidez y diligencia en las filas de este ejército de desclasados especializados en el submundo local.

Prostitución, trapicheo, indefensión y el final más impactante del año.

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15.- El ciudadano ilustre, de Gastón Duprat y Mariano Cohn

Que te den el premio Nobel, en sí mismo, ya es síntoma inequívoco de decadencia. Más o menos dorada, más o menos lucrativa, pero decadencia al fin y al cabo. Y así lo entiende también el sorprendido pero siempre descreído Daniel Mantovani.

La literatura se lo ha dado todo, así que decide volver allí donde arrancó su periplo: a su pueblo, qué caray. El lugar de la inspiración primigenia. Su Macondo, esa galería de personajes –infames e infamados- que tan buen rédito ha acabado dándole. Total: que le tocará ser homenajeado, rebotar de sala polivalente en sala polivalente, ser juez de concursos de pintura y reencontrarse con gentes que maldita la gracia le hace.

¡Y qué divertido que resulta su patetismo de gran hombre sobrepasado!

14.- Calle Cloverfield 10, de Dan Trachtenberg

El mix de géneros más brutal –casi gamberro- del año fue el de Calle Cloverfield 10, firmada por este Dan Trachtenberg que nos demostró también que iba sobrado de mala leche en el segundo episodio de la tercera temporada de Black Mirror (el del conejillo de indias de un nuevo videojuego muy inmersivo, si).

Poneos en situación. Tienes un accidente de coche. Lo último que recuerdas antes de la pérdida de conciencia es que las noticias eran confusas. Abres los ojos y ante ti está el mismísimo John Goodman, tan sobrado de humanidad como siempre. Y te dice que no tengas miedo. Que todo va a ir bien. Que le tienes que estar agradecido. Que no te vas a creer lo que ha pasado ahí fuera…

13.- La venganza de una mujer, de Rita Azevedo Gomes

La prostitución como venganza absoluta, como crueldad suprema –para con uno mismo, para con la familia que aspiró a arrebatártelo todo-. Y la confesión, imprevista y de sopetón, a un don Juan desmejorado que sólo buscaba rematar otra noche de diversión y olvido.

Estupefacción primero y terror después en el rostro del galán… porque la cosa deviene un Ophüs-Zweig salvaje: la carta de una desconocida que será leída (más bien interpretada, cuál oratorio medieval) delante de un dandy anonadado, obligado a escuchar la confesión ajena de un gran amor. Del bueno, del de verdad, de ese al que mira con eterno desdén el frecuentador de salones y conciertos interminables. Y que ya no podrá experimentar.

12.- Tribunal, de Chaitanya Tamhane

Tribunal es un canto a la libertad de expresión. Y eso ya suena de por sí cansino, casi hasta previsible. Pero es que además viene con el marchamo de ser prácticamente el único film indio estrenado en nuestro país, arrastrando cierta sospecha de gran tema abordado con excusa exótica (“occidental, conoce las miserias del sistema jurídico en el país del Indo”). Puedo entender las reticencias, incluso las susceptibilidades.

Pero que eso no os impida disfrutar de un gran filme de abogados (algo aburridos de ejercer su oficio), poderes omnívoros y víctimas silenciadas. Un via crucis al que no se le adivina salida, porque cuando el sistema se empecina con alguien hasta el extremo de privarlo de sus derechos fundamentales… no hay arte que le proteja.

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11.- Después de nosotros, de Joachim Lafosse

El drama familiar más sentido acostumbra a ser el más verosímil, el más cercano, el más conocido. Y un divorcio –con sus decenas de variaciones alrededor de la crueldad mental- es algo que a todos nos suena. Que a todos nos duele.

Lafosse (que con Perder la razón ya nos demostró que es un especialista a la hora de abordar entornos familiares inestables… ¡y hasta qué punto, madre mía, en aquella!) vuelve a encerrarnos entre las cuatro paredes de un pretendido nidito de amor. Y a danzar alrededor de su pareja rota y sus rehenes a la fuerza, esos hijos que miran sin comprender y siguen queriendo sin condiciones.

El espectador, mientras tanto, tan solo quiere que esto acabe cuanto antes. Que dejen de hacerse daño. Que pasen página.

10.- Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino

Las películas más recientes de Tarantino tenían fases mesetarias prolongadas, casi áridas en su pérdida de ritmo y dispersión narrativa gratuita (y sí, a veces es lo que más nos gusta de un conjunto maravillosamente desequilibrado). El caso es que saber que había hecho otro western y que su duración superaba las tres horas, nos hacía temer lo peor.

Prueba superada. Los odiosos ocho es sorprendente, patillera, engolada, fresca, alocada. Como si hubiese cogido el prólogo del Hasta que llegó su hora de Sergio Leone y lo hubiese alargado hasta el paroxismo. Morricone hace las presentaciones, Jennifer Jason Leigh los juramentos y Kurt Russel y Samuel L. Jackson tienen tiempo de una escena de cama final generosa en hemoglobina. ¿Te parece poco?

9.- El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata

Hablar de Takahata en el mundo del manganime es hablar de otra liga. La auténtica liga de las estrellas, con hitos deslumbrantes eclipsados casi siempre por la imponente estela de Miyazaki. Es lo que hay.

Sea como fuere, este año nos llegó sin armar mucho ruido El cuento de la princesa Kaguya. Y lo entendimos todo. Entendimos porqué nos gusta tanto el director de (¡atención!) La tumba de las luciérnagas, Recuerdos del ayer, Pompoko o Mis vecinos los Yamada. Tradición, imaginación y maestría, aderezada con una banda sonora descomunal de otro de los sospechosos habituales de la Ghibbli, Joe Hisaishi.

8.- El porvenir, de Mia Hansen-Love

A los que nos gusta Isabelle Huppert nos ponemos un poco pesaditos con ella. Lo reconozco. Que si está fantástica aquí, que si vuelve a estarlo allá… como una letanía gozosa que pueda acabar minimizando –de tan repetitiva- sus descomunales logros.

El porvenir es un solo de casi dos horas en el que la actriz gala nos demuestra que la crisis es su estado natural. Y que de ahí siempre resurge: aunque sea a rastras, aunque sea sola, aunque sea con algún libro menos en su biblioteca. Contradictoria, burguesa, desencantada, reprimida y expectante. Su Nathalie es uno de los personajes femeninos más totales de este curso.

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7.- Las mil y una noches: Vol. 2, El desolado, de Miguel Gomes

Cómo tomarle el pelo a tu productor y vivir para contarlo. A Gomes –después del bombazo de autor de su Tabú– le concedieron lo más parecido a un cheque en blanco (en plan low cost, no creáis, tampoco se podía marcar una michaelciminada) y lo aprovechó para perpetrar este acto de resistencia cinemato-social. Una trilogía, nada más y nada menos, en la que sacar a la palestra las miserias de Europa, el coraje de sus paisanos y la poesía de los pequeños gestos.

Nos quedamos con la segunda parte, quizás porque contiene nuestro episodio favorito. Nos flojea la última de las entregas, pero eso no es óbice para repetir bien alto que la suya es la machada autoral por antonomasia.

6.- Tres recuerdos de mi juventud, de Arnaud Desplechin

La ensoñación adolescente del año fueron estos tres recuerdos (desiguales en duración e importancia) invocados por el director de Un cuento de Navidad.

Un primer amor que cumple con todos los tópicos de la época, una época a la (incierta) altura de una memoria traicionera. Hay activismo, hay utopía, hay desencanto y hay crueldad disfrazada de idealismo. Ella cumple con todos los tópicos de la musa fatal. Y él con todos los del héroe ingenuo y algo arrogante. La materia prima ideal para que un francés haga una película.

5.- Spotlight, de Thomas McCarthy

La mejor película parida por la industria norteamericana el año pasado se llevó con justicia el oscar a mejor ídem, lo cuál es ya de por sí algo… increíble. Quizás lo que más nos sorprendiese fuese su contención, su apuesta por no hacer “gran cine con un gran tema”. Nos sonaba a cine setentero, a dignidad, a exaltación de la profesión (en este caso, la periodística). Nos sonaba a verdad sin estridencias.

Spotlight es modélica en su planteamiento, desarrollo y conclusión. Rehuye cualquier atisbo de sordidez y, sin embargo, no se muestra contemporizadora con los criminales. Denuncia, en definitiva, sin resultar moralizante. Y por el camino se permite un estudio de personajes-tipo que la debería de convertir de obligado visionado en escuelas de cine.

4.- The Duke of Burgundy, de Peter Strickland

¡Cuánto vicio, amigos! Una dominanta, la otra aparentemente sumisa… ¿a qué juegan? ¿Quién lleva la voz cantante? Y lo que es más importante… ¿qué rollo se llevan con las polillas y las mariposas?

The Duke of Burgundy es una experiencia subyugante, casi de realidad virtual. Y hay que vivirla como tal: dejándose llevar, sin complejos, disfrutando de nuestros roles intercambiables. Al otro lado del espejo hallaréis un cuento gótico absorbente y muy perverso que hará las delicias de los seguidores de Roman Polanski o Shohei Imamura, con incontables homenajes al cine de bajo presupuesto (tanto erótico como de terror) y un “principio de extrañeza” llevado hasta sus últimas consecuencias: cuánto más sórdida sea la temática, más hermoso se puede llegar a hacer un filme.

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3.- High-Rise, de Ben Wheatley

Una torre de viviendas de diseño imponente. Una abigarrada multitud (segregada socialmente) queriendo hacer las veces de vecinos modélicos. Con ese orden de ocupación de los pisos que responde ni más ni menos que a su solvencia económica: los más desahogados buscarán las alturas, mientras los de economía menos boyante (confiando, insensatos, en una pronta promoción) deberán morar en los pisos inferiores. Con sus iguales, disfrutando todos de una falsa sensación de autosuficiencia, de lujo merecido.

Por lo demás, su día a día no cambia. Se levantan, montan en sus vehículos, desarrollan su jornada laboral, vuelven a encerrarse en sus cubículos y se repiten frente al espejo que todo va bien, que están donde querían estar. Hasta que el malestar crece. Hasta que la comunidad de propietarios deja de asumir… ciertas reparaciones. Hasta que todo se tuerza y nadie quiera seguir estando allá donde le dijeron que le tocaba.

Quizás le pueda la sorna. Quizás no sea precisamente sutil. Quizás estemos hartos de distopías. High-Rise, con todo, ha sido el divertimento-pasote del año.

2.- We come as friends, de Hubert Sauper

Hace diez años el austríaco Hubert Sauper sacudió nuestras laxas conciencias (a prueba de balas por sobreexposición a telediarios) con un filme plagado de revelaciones insoportables. Se tituló La pesadilla de Darwin y cualquiera que lo viese no volvería a comprar pescado en el mercado sin preguntar, siquiera tímidamente: “oye, reina… ¿estos filetes de panga de donde dices que vienen?”.

Sauper vuelve al continente africano y se centra esta vez en la República de Sudán del Sur, otro país nacido de las aspiraciones de soberanía… extranjeras. Allí, tentados por sus recursos naturales y amparados en una ‘alegalidad’ muy conveniente, las grandes corporaciones se marcan un pulso colonial a costa del interés general y las escasas posibilidades de desarrollo de un país al que serías incapaz de situar siquiera en el mapa. Y no es casualidad que así sea.

No temáis, aborígenes subdesarrollados. Venimos como amigos.

1.- Historia de una pasión, de Terence Davies

Profunda, triste, desesperanzada. El último Terence Davies es la perversión de una novela de las Brontë, el colmo de un personaje decimonónico. Pero es que la pasión de Emily Dickinson fue siempre una y sólo una: la muerte. Pensarla, imaginarla, anticiparla hasta extremos morbosos. De madrugada, a la hora del lobo. O tras un largo paseo del brazo de quién un día no estará. El único matrimonio que deseó fue el que ya había pactado de joven con esa eternidad a la que ella miraba a los ojos desde unos poemas que parecían compuestos con el musgo como colchón y la hiedra por almohada.

Por todo ello, Historia de una pasión ha sido el mejor filme-elegía del año. De un año en el que nos llegaron dos largos del septuagenario Davies: la presente y Sunset Song, confirmándolo como un genio del desafuero interior. De un cine empeñado en retratar lo privado con sumo pudor, como si un George Cukor revivido hubiese prescindido de los oropeles y el glamour para centrase en una mujer sola, no abandonada.

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