Las 25 mejores películas de 2024

El año en que Coppola nos troleó a todos con la que esperemos sea su última película (no, no la busquéis en la lista: ni en un top 500 asomaría la cabeza), volvió con fuerza el eje anglosajón (la mitad de las seleccionadas son de nacionalidad estadounidense o británica) y repitieron algunos de los nombres más en forma del planeta creativo europeo (Joao Canijo, Alice Rohrwacher o Radu Jude), aunque a algunos no les quedó otro remedio que hacer (o seguir) en las Américas (Yorgos Lánthimos, Jacques Audiard).

Echaréis en falta (o no) la última de Bertrand Bonello (esa The Beast que a mí se me atragantó con tanta complicación, parábola elevadísima y multitemporal y… y dos huevos duros), de Robert Eggers (ese Nosferatu-turmix que parecía que iba a reinventar la historia del cine occidental) o de Pedro Almodóvar con su eutanasia prêt-à-porter.
Las plataformas de streaming aportan tres títulos que hubiesen merecido pantalla grande (este ejercicio Netflix parece haber renunciado a intentonas legitimadoras) y repiten apellidos consagrados de esos que siempre tienen algo que decir, aunque queden ya lejos sus mejores obras (Payne, Haynes, Eastwood).
Un año, en definitiva, de óperas primas excelentes (Animalia, Los excesos, La estrella azul, The Sweat East) y con poco cine asiático (tan solo encontraréis el último Hamaguchi). ¿Lo repasamos? Como cada año y por caprichoso orden de importancia:
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25.- Los que se quedan, de Alexandre Payne
Thomas Anderson, Richard Linklater, James Gray… y ahora Alexandre Payne. Existe un punto de fuga en común: los setenta. O quizás una voluntad de alienación formal que no creo que le haga ningún bien al cine que representan (¿me pondría muy trascendental si dijese que es la fusión del Gran y del New Hollywood?).
Payne es un hacedor de películas simpáticas. Quedan pocos. Un Frank Capra cínico. Y Los que se quedan hubiese sido otra fantástica película en los 70 (en este 2024 queda como un notable ejercicio de nostalgia, con un acabado que la hace virtualmente indistinguible de un producto de la época que homenajea). Las sombras -o quizás los fantasmas- de Hal Ashby, del primer Rafelson, mezclado con el buenismo de los primeros directores-actores consolidados (Redford, Beatty).
El profesor hosco y el alumno aparentemente rebelde. Sí, hay peros: ocurren demasiados cambios inverosímiles en dos semanas y sobra la road movie-escapada a Boston: el film estaba en ese encierro en el colegio mayor, sin deshacerse tan pronto de los secundarios (¿pero entonces nos hubiese recordado demasiado a El club los cinco?).
24.- Los destellos, de Pilar Palomero
Dos películas españolas, dos, con temática mórbida y final de finales: La habitación de al lado y Los destellos. Una logró premios (aun estando lejos de las mejores películas de su director), la otra pasó de puntillas por una cartelera inmisericorde.
Antonio de la Torre se esconde y se apaga con muy pocos testigos. Lo hace como lo hacen los nadies: pasando las últimas tardes con los de siempre, con pocas ganas de incordiar, con mucho darle vueltas al coco y a lo que pudo haber sido y no fue. Se irá cuando el cuerpo diga basta y no por ninguna convicción cristiana: sencillamente porque nunca tuvo imaginación (ni dinero) para más.

Aún le quedan capítulos por cerrar. Entender el porqué de una ruptura. El porqué de tanta escritura ensimismada y enterrada. El porqué de una hija que asume unas obligaciones filiales que nadie reclama. En silencio, con poquita voz y menos fuerzas, tratará de entender. De entender que nada importa, que así fue y así lo vivió y que ella lo puede contar de otra forma, porque no tiene ni idea de cómo le afectaron sus rarezas, su distanciamiento, su rendición.
La película de Pilar Palomero me la creo, hasta con sus destellos a lo Saura y Erice. La muerte es algo inapropiado, pero nunca impropio. Les pasa a los que no han vivido vidas egregias en zonas en guerra ni publicado libros mediáticos. Le pasa al vecino de al lado, al otro, al de enfrente, a los tuyos y más tarde a los míos.
Lo que viene siendo una elegía veraz, sin tentaciones grandilocuentes.
23.- El mal no existe, de Ryusuke Hamaguchi
La última película de Hamaguchi (Happy Hour (2015), Drive my car (2021)) resulta perversa desde en su mismísimo título. Porque si vas a ver una historia que proclama algo tan palmariamente falaz como eso (que “el mal no existe”) te pones en guardia desde el minuto uno. ¡Por supuesto que algo entre malo y muy malo va a pasar! Por supuesto -parafraseando a Lars von Trier y su zorro parlante de Anticristo (2009)- que “el caos reina” (o lo hará en breve, EEUU mediante).
Podría haber sido otra película de juicios y drama medioambiental con o sin moraleja ceniza. O una vuelta al trauma primigenio que impulsaba tanto a la conductora como al pasajero de aquél Saab 900 Turbo. O una fábula antimaterialista, un Capra bressonizado. O incluso un libro de autoayuda filmado. Y sin embargo… pues es otra cosa. Delicada, parsimoniosa y a la postre fatal, como la inopinada picadura del escorpión.
Para los que todavía creen en el edén… aquí va un contraejemplo.
22.- Siempre nos quedará mañana, de Paola Cortellesi
Hay películas -y más viniendo de Italia- que amenazan desde el primer minuto con resultar evidentes, casi pueriles en sus intenciones. Uno acude al cine convencido a priori de lo que va a ver: blanco y negro cuqui, moraleja romántica, algún video musical inserto con banda sonora de cantante melódico… el toque RAI, tú ya sabes.
Si cometéis el error de ver el tráiler de Siempre nos quedará mañana, pues lo mismo creeréis que será otra historia de postguerra con algún referente de altura (hasta sale un soldado norteamericano negro muy rosselliniano) para ilustrar la mala vida que les daban a las italianas poco después de que Roma dejase de ser aquella cittá aperta.
No os voy a decir mucho más que lo que se sobreentiende de este par de párrafos: que la Cortellesi juega muy bien al despiste. Y que si tenéis algún sobrino -pero sobre todo sobrina- que quiere evitar cualquier cita electoral con argumentos pasotiles… camelárosla con un visionado aleccionador.
21.- The Sweet East, de Sean Price Williams
La película-fuga del año es esta locura que empieza como viaje de fin de curso y termina en profecía redneck autocumplida. Nuestra protagonista conoce gentes y gentecilla de muy diverso pelaje: desde antifas torpones a células islamistas homoeróticas. Por el camino le da tiempo a huir de casa, jugar a la Lolita con un supremacista blanco y hasta a hacerse actriz.

¿Reinterpretación moderna de Alicia en el país de las maravillas? Bueno, hay espejos y maestros de ceremonias que podrían pasar por conejos, sí. Pero yo la disfruto como lo que es: una experiencia lisérgica que le concede una oportunidad urbanita a una chica de provincias muy echá p’alante… y con bastante mala suerte, la verdad.
20.- Secretos de un escándalo, de Todd Haynes
El trabajo de actriz y la preparación previa necesaria (con o sin método Stanislavski de por medio) para bordar ese rol soñado, ese papelón capital que señalará la culminación de toda una carrera. Un tema revisitado una y otra vez por la ficción cinematográfica, quizás porque permite ejercitar la crueldad (retratar la ambición, la obsesión por ocupar ese lugar en la cumbre que todos creemos nos corresponde), hablar del cine dentro del cine y volver a saberlo todo sobre peligrosas Evas, genuinas supervivientes avezadas en el arte del arribismo, la ignorancia de los daños colaterales y la sabiduría suprema: saber el precio exacto que debe pagarse para optar a la categoría de leyenda.
Todd Haynes, lejos ya de su brutal y desasosegante ópera prima (Poison (1991)), continúa por la estilosa y preciosista senda emprendida con Lejos del cielo (2002), pero olvidándose cada vez más del maestro (Douglas Sirk) y acercándose a las enseñanzas de su discípulo más iconoclasta (Rainer Werner Fassbinder). Los amoríos que refleja su cine son relaciones de poder, de explotación, de conveniencia. Ninguno de los participantes maximiza el placer: querer es temer que algo cambie, que nada haya importado, que la fantasía -expuesta bajo los focos del ‘Gran Cine’– devenga argumento endeble con el que cintar al aburrimiento que suscita una vida poco plena. Aburrimiento mayúsculo que, padecido en mitad de ninguna parte, deviene epítome de la muerte misma.
19.- Animalia, de Sofia Alaoui
Sí, Marruecos puede hacer una película de ciencia-ficción que es como un Villeneuve pero sin tanto ruido. Pero que no se quede Animalia en anécdota colonialista muy de cinéfilo primermundista: se trata de una propuesta de fin de los tiempos por invasión nada menos que del reino animal que, por tremendista que suene, se constituye en estimulante posibilidad de escape para una mujer piadosa, embarazada y, sí, a todas luces privilegiada.
Relegada a sus aposentos harénicos por imperativo legal -o marital, que viene a ser lo mismo-, tener como nuevos mejores amigos a pájaros y cuadrúpedos -tras la sumisión por idiocia de una raza humana en franca decadencia- no parece tan mala opción para una marroquí con un único camino posible: transigir, adular y servir al macho empresario, a la familia putativa o a un sistema para el que la valía… es una cuestión de números.
18.- Los pequeños amores, de Celia Rico Clavellino
Un verano de oportunidades -incluso para quien ya se cree sin derecho a una- en el marco (bastante desalentador) de un reencuentro a la fuerza con la progenitora (Adriana Ozores, ahí es nada). Alguien con quien ya no se sabe muy bien de qué hablar, pero que se las apañará -son muchos años de práctica- para recordarte tus inseguridades, tus falacias, tus cadáveres en el armario. ¿Puede haber cronista más esmerada, subjetiva y cruelmente veraz de los fracasos de una que la propia madre?

Teresa aprovecha también para hacer inventario de sus romances a distancia. La madre, impedida pero igualmente incordiante, promueve arreglos en la casa y constata que su niña sigue igual de desvalida. Pero no creáis: la “niña” no ha olvidado el fantasma de los amores pasados y está dispuesta a dejarse querer…
Pequeña como los amores del título, reconcentrada, hermosa en su infinita sencillez. Una película que cualquiera puede acabar confundiendo como parte de su biografía (presente o futura).
17.- Anora, de Sean Baker
Por fin un director estadounidense especializado en los márgenes, capaz de hacer un cine a la contra tirando de cualquier dispositivo que tenga a mano para aprehender imágenes que saben a certeza silenciada; ya sea a las afueras de Los Ángeles, cerca y a la vez bien lejos de Disneyland Orlando… con él, el vapuleado concepto de “independiente” vuelve a cobrar significado y los nadies obtienen su enésima reivindicación.
Quizás la parte más interesante de su último film es aquella en la que se abandona a la locura y nos regala una comedia desmadrada que roza la tarantinada: Anora se revela ingobernable, resuelta, humillada pero no vencida. No se va a dejar mangonear por nadie, pero… ¿cuánto durará su resolución?
Y luego, tras tanto desfase, tras decenas de ‘fucks’ y alambicados insultos barriobajeros, vuelve a imponerse el Baker vitriólico. Anora va sobre estos tiempos frívolos, sobre este vacío insondable que disfrazamos de ininterrumpida fiesta, sobre el capitalismo salvaje y sus víctimas propiciatorias. Sobre un desgraciado que lo tiene todo y una infeliz que lo quiere todo. Sobre querencias que pueden tasarse monetariamente, sobre el exceso como única respuesta al abandono emocional. Sobre una mujer convencida de que todo el mundo que se acerca a ella quiere lo mismo y dispuesta a pagar favores (interesados o no) con el único efectivo que le dejan manejar: su cuerpo.
16.- Cónclave, de Edward Berger
Como quién no quiere la cosa, Sin novedad en el frente (la penúltima película hasta la fecha de Edward Berger) logró llevarse el Óscar a la mejor película extranjera en 2022. Allí nos ofreció un ejemplo de cine sobrio y directo, en la mejor tradición -precisamente- del gran cine comercial de los USA.
Y es que los últimos valedores del clasicismo parecen vivir en las provincias exteriores del Imperio. Fijémonos si no en la armada germana (Tom Tykwer, Florian Henckel von Donnersmarck), capaces en su momento de batir en su propio terreno a los yanquis a la hora de dar espectáculo, contar una historia con claridad fordiana y ofrecer un producto con un empaque impecable.
Eso es Cónclave: buenas actuaciones, mejores malos (la curia vaticana: ¡mejora eso, George Lucas!) y un giro final rompecaderas que dejará ojipláticos a los del Tea Party y sus sucedáneos europeos.
15.- Jurado nº 2, de Clint Eastwood
Sostiene Eastwood -quién sabe si por última vez- que no todo es relativo, que no todo es intercambiable. Y que la justicia, si existe, debe de buscar también sus culpables entre los hombres blancos, educados, padres recientes, con eterno derecho a una segunda oportunidad.
¿La otra cara de la moneda acuñada hace 20 años en Mystic River? Si allí un asesinato perpetrado con alevosía y nocturnidad no encontraba su merecido castigo (merced a una mujer que le recordaba al verdugo sus obligaciones inalienables), en Jurado nº 2 un homicidio involuntario encuentra su culpable apolíneo por casualidad, casi por despecho. Porque incomoda que él sea el malo (y lo es: por calculador, especulador de la verdad y cobarde).

Las mejores películas de Clint Eastwood han sido siempre así: hermosamente ambiguas, con dilemas morales que nos enfrentan a nuestros prejuicios sobre la eutanasia, la inmigración, el punto de vista desde el que se escribe la historia, la voluntad de poder, la ingenuidad rápidamente pervertida del héroe por accidente…
En época de fuegos artificiales y velocidad para disimular el vacío, una lección de sobriedad, de ligereza, de humildad. Como si 11 hombres (y mujeres) sin piedad estuviesen esperando a su Godot.
14.- Emilia Pérez, de Jacques Audiard
Venga, yo también lo voy a decir: ¡es el año de la reinvención del musical! Se supone que el estreno de Joker 2, de la española Polvo serán o de esta de la que os hablo a continuación demuestran que… pues nada, que tres o cuatro películas coinciden en el mismo ejercicio en su empeño por bailar, cantar o susurrar eludiendo el canon. Ni más ni menos: no nos vengamos arriba.
Emilia Pérez es el musical que Pedro Almodóvar no supo hacer. Hay trama de culebrón venezolano, sentimientos exaltados que bordean el too much y mujeres fuertes que sobreviven a gabinetes de abogados, narcos, matrimonios con hijos e incluso años de aburrimiento en Suiza.
Lo que no sobrevive en su encuentro con Selena Gomez es el idioma castellano, convertido en un enigma de otro mundo cargado de connotaciones arcanas.
13.- La sustancia, de Coralie Fargeat
Más allá de la catarata de guiños a clásicos del cine (de terror, suspense y alrededores), es muy difícil lanzarse a tumba abierta desde el minuto 1 y aguantar ese ritmo… ¡¡140!! Y Coralie, con apenas 15 millones de euros, da una clase magistral de montaje a la americana, de fotografía trascendente, de asquito, exceso y ambición nihilista (por cierto: ¡incluye la banda sonora del año!)
Dejaos de lecturas existencialistas, de parábolas sobre el paso del tiempo, de gran guiñol feminista con argumentos machistas. Del abandono definitivo a ese otro yo (el viejuno) que no reconocemos, que jamás querremos aceptar. La sustancia, con su excusa patillera para que la Moore se abra en canal y de una clase de degradación y necrosis a su “otro yo” (que se gusta más que la Berkley en Showgirls) es cine del disfrute, la extrañeza y la hipérbole. Euforia y vomitona es todo uno.
Si aceptáis esta premisa (que incluye la carcajada al enésimo plano urogenital o la insustituible arcada en la apoteosis freak del final), convendréis conmigo en que La sustancia ha sido la experiencia compartida en cines más extrema del año.
12.- Fuera de temporada, de Stéphane Brizé
Pues hete aquí mi historia de amor (tardío) favorita de este 2024: el encuentro -sin el incordio de los turistas- de dos exes dispuestos a avivar las cenizas de lo que quiera que pasó entre ellos. Playas poco transitadas, comedores vacíos y tratamientos de belleza como terapia contra la cobardía del cuarentón.

Todo muy Linklater, pero sin ‘antes’ de amaneceres, atardeceres o campanadas de medianoche: aquí ya solo importa el ahora. Decirse lo que no se dijo en su momento. Tratar de entender las motivaciones ajenas, aprender a pedir perdón y… ser capaz de hacerlo.
Pero sobre todo, una oda al saber retirarse a tiempo sin causar daños mayores.
11.- Joker: Folie à Deux, de Todd Phillips
¿Y si os dijese que la vilipendiada -y poco vista: hasta tal punto fue implacable el boca a boca- segunda parte del Joker es la película comercial estadounidense más honesta y arriesgada en muchos años? Lo siento realmente por quienes se esperasen más de lo mismo (explosiones de violencia y danzas nihilistas), pero Phillips entendió al instante que no podría camelarse a sus protagonistas sin una propuesta de riesgo.
Y vaya si lo es esta Folie à Deux: musical sin filiación, película carcelaria y de juicios, soliloquio cantado, estudio en dos entregas de un personaje elevado a los altares en la primera entrega y sometido aquí a deconstrucción y autopsia. El conjunto sigue siendo igual de antisocial, pero eliminando el morbo y la complacencia ante el monstruo desatado.
Como si el ululante protagonista del cuadro El grito de Munch se pusiese a cantar éxitos de Cole Porter.
10.- How to Have Sex, de Molly Manning Walker
Una joven británica desembarca en una de esas capitales europeas del desfase isleño. Podría ser por nuestras costas, pero no: esta vez le toca a Grecia. ¿El plan? Beber, olvidar los exámenes de reválida, beber, ir de fiesta, beber, conocer a gente, beber. Ah, sí: e intentar estrenarse en eso del sexo con alguien que valga la pena. O que no sea del todo impresentable. O que…
La apuesta es muy de mínimos, pero aun así… está condenada al fracaso. Las relaciones (a)sociales se fundamentan en un salvajismo testosterónico en el que el elogio de la laxitud moral (convertida en negocio “todo incluido”) apenas esconde lo que realmente es: una apología de la cultura de la violación.
¿El milagro? Pues que a pesar de tanto desfase y tanto malnacido, How to Have Sex sea tan sentida, tan dolorosa, tan desencantada.
9.- Pobres criaturas, de Yórgos Lánthimos
Aunque continúe campando a sus anchas en el Reino por antonomasia de lo políticamente correcto, todos sabemos que algún día nos cancelarán al griego disfuncional de moda. Hasta que llegue tan aciaga circunstancia, él continúa a lo suyo, perpetrando fábulas brutas, cantos a la extrañeza del mundo y regalándonos una colección de héroes-límite que oscilan entre la idiocia, la genialidad incomprendida y el happening histérico.

Su novia Frankenstein se ha ganado el derecho a la aventura, a la elección sin compromiso, al conocimiento a través de la experiencia práctica. Un libro en blanco que veremos escribirse a través de la prueba y del error, del viaje físico y de la peregrinación interior.
Lánthimos sigue acumulando películas rodadas en Hollywood sin haberse traicionado -todavía- ni una sola vez.
8.- El cielo rojo, de Christian Petzold
Otra película sobre las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Sobre tipos afectados que apenas logran esconder sus complejos de inferioridad. Y sobre mujeres autosuficientes que los desenmascaran con una sola mirada, sin despeinarse.
Él está convencido de haber escrito una obra maestra. Orgulloso de su disciplina de trabajo. De su equidistancia, de su rigor. Un verdadero intelectual, oye. A su alrededor, el verano y la vida rugen: nada que hacer. Él no escucha. Él está por encima del bien y del mal, monje epicúreo a salvo de lo banal y superfluo.
¡Y un cuerno! Fuego en el horizonte, fuego en la habitación de al lado. “¡Sal a la vida!”, le grita Christian Petzold a este pusilánime enroscado en su miedo infinito al rechazo.
7.- La estrella azul, de Javier Macipe
La estrella azul y Segundo premio, imágenes especulares. Las dos son películas muy pensadas, milimétricas, casi diría que “intelectualizadas”. ¿Pero por qué la de Isaki Lacuesta me parece tan pedante comparada con esta que también habla de artistas en crisis, de coqueteo con las drogas, de desesperanza y de pérdida de identidad, de ligereza, de una cierta “verdad” que quizás sea consustancial al éxito?
Estar perdido sin saber si uno quiere encontrarse. Enamorarse aquí, separarse allá. Olvidar todo lo que uno ha aprendido y pasar de guitarrista a guitarrero. Buscar la esencia de la pasión que a un le consume con la esperanza de relanzarla, de atreverse a explorar vericuetos ignotos. Decirle que no a los estadios llenos y buscar un sótano de aforo limitado. Aprender, equivocarse, volver al punto de partida.
Qué modo tan inteligente de romper la cuarta pared, de convertir el rodaje en una aventura mancomunada, de sobreponerse a los infortunios de la virtud. Qué poema tañido sin esperar más reconocimiento que el de la audiencia… amigos y conocidos, mayormente. Y qué satisfacción que proporciona, oigan.
6.- Los excesos, de Luna Carmoon (Filmin)
La cinematografía británica se ha demostrado una cronista sensible, sincera y a la vez brutal de la adolescencia. Películas naturalistas que evocan sin romantizar una etapa apabullante, confusa e incluso algo siniestra, con compañías e influencias que andan todavía más desnortadas que el protagonista y rodeados todos ellos de adultos irresponsables, agobiados, dispuestos a pervertir (porque pueden, porque odian con la suficiente fuerza y convicción) la inocencia de quienes adivinan entre las filas de los claramente desvalidos

Los excesos es cine del detalle y de celebración en el acaparamiento. Y en ese montón de sensaciones recopilados con paciencia por su realizadora hallareis de todo; sólo se os pide que rebusquéis, que os abandonéis al vagabundeo con la misma disciplina de trabajo que una espigadora de la Varda, que sigáis a cierta y distancia a esa pareja que parece sacada de Malas tierras (Terrence Malick, 1973) y que recordéis que no todo el mundo ha gozado del derecho a disfrutar de una vida ordenada, sin ornamentos innecesarios, minimalista y pulida.
5.- Mal vivir / Vivir mal, de Joao Canijo (Filmin)
Los hoteles -grandes, pequeños, familiares, laberínticos, recoletos- han sido desde los orígenes del cinematógrafo unos espacios muy queridos a la hora de ambientar tramas con una clara caducidad temporal. Y es que el lugar -o el “no lugar”, según a quién le preguntéis- resulta idóneo: personajes de paso (a la postre, todos se irán), puertas giratorias, personal atento y no siempre discreto, despedidas teatrales en habitaciones en las que se pernocta por unas pocas noches…
¿Y la fauna? Pues madres anuladoras, qué digo, madres directamente castradoras. Hijos e hijas supervivientes, incapaces de sobreponerse a un chantaje emocional constante, al desprecio disfrazado de abnegación de ese “quién bien te quiere” recitado por la sangre de su sangre. Tan cruel como un Tennessee Williams desatado, tan íntimo como ese cine asiático de gestos, reflejos y evocaciones.
Canijo, colaborador antaño de un Wenders o de un Oliveira, enhebra dos cintas que en realidad se pueden ver en el orden que uno guste… siempre y cuando no te olvides de visionar la otra. Los personajes no abandonan su círculo más íntimo, pero es viéndolos relacionarse con los demás -con los que creíamos que no importaban- como terminamos por caracterizarlos. El resultado tiene algo de revelador, de ajuste de cuentas con la propia vida, de verdades indecentes que dependen del color del cristal a través del que se mira.
4.- Sobre la hierba seca, de Nuri Bilge Ceylan
La más larga de las cintas convocadas en esta lista es un sucederse de sobremesas, de sobreentendidos, de personajes que no paran de contradecir sus palabras con sus hechos (eso que hemos dado en llamar ‘rohmeriano’, no confundir con los programas de los partidos políticos). Y la firma el esteta más en forma de todo el cine mundial: Bilge Ceylan, el turco que no trata con desidia ni uno solo de sus encuadres.
El frío es uno de los coprotagonistas habituales en sus películas. Un ambiente gélido que invita a la inmovilidad (sí, en múltiples sentidos), al recogimiento y a la filosofada. Dos profesores de escuela no tan perfectos como presumen. Una menor de edad, otra colega que perdió una pierna en un atentado y una extraña angustia por conectar, por sentirse arropado, por creerse el triunfador en competiciones que solo existen en la cabeza de uno.
Uno de los protagonistas más antipáticos del año… indispensable, con todo, para hilvanar este elogio a la ambigüedad.
3.- No esperes demasiado del fin del mundo, de Radu Jude (Filmin)
Entre valles, R.M.N., Un polvo desafortunado o porno loco… y ahora No esperes demasiado del fin del mundo. El triángulo de oro de la cinematografía rumana (Mungiu – Muntean – Jude) demuestra un año más que de allí vendrá siempre la película que mejor retrata esta Europa Now.
Divertidísima y terrorífica, No esperes demasiado… habla de explotación laboral, de esa UE de las dos (tres y hasta cuatro) velocidades, de lo políticamente correcto, de las redes sociales como fuga nihilista y del triunfo, en definitiva, de la peor y más temida versión del capitalismo.

Pero es que además se las apaña para hacer un ejercicio cuasi-experimental de cine fusión con fascinantes paralelismos (la acción corre al alimón con la de una película sobre una sufrida taxista en tiempos de Ceaucescu), mientras su protagonista -la heroína del año- va soltando perlas lúcidas sobre este presente de horas extras, derechos menguantes y escuderas del CEO con apellido ilustre y poca vergüenza neo-imperialista.
El resultado: la mejor clase de ética y política de este pasado 2024.
2.- La quimera, de Alice Rohrwacher
Todavía hay realizadores que apuestan por el misterio. Oficiantes que nos regalan liturgias arcanas donde no se acaba de entender muy bien de donde sale el héroe, cuáles son sus motivaciones y trabajos, donde está la frontera entre lo real y lo mágico. La Rohrwacher es una de ellos.
Una mujer desaparecida, excavaciones arqueológicas clandestinas, lumpen del ánfora y del abalorio, aristocracia venida a menos y estados de trance para hallar tesoros enterrados bajo tierra… o cadáveres abandonados tiempo ha. Y es que uno acaba ejerciendo el oficio para el que ha nacido, aunque este le conlleve ciertos problemillas con la justicia. Invocación, señuelo, profanación de tumbas… arte substraído, arte subastado, arte devuelto al mar.
Un poema pasoliniano sobre el olvido (cultural e individual) que invoca y fusiona pasado pétreo y presente de adobe, barro y paredes descascarilladas.
1.- La zona de interés, de Jonathan Glazer
Podría ser una casita adosada con piscina. Podría ser un día extrañamente nublado en la soleada California. Podría. De no ser porque a la vera de este sueño tan de clase media (aupado a fantasía realizable en los Estados Unidos de la década de los años 50) y separado por un muro de hormigón convenientemente electrificado, está el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Solo en este complejo de tres campos integrados, un millón de seres humanos dejaron de existir.

La zona de interés se atreve no a normalizar el horror, sino a demostrarnos -por reducción al absurdo- que el holocausto fue orquestado y ejecutado por trepas patéticos, por mierdas egocéntricos lejos de aquella calificación divina que les diera Visconti.
El trabajo de Glazer quedará como un ejemplo -estudiable en facultades- de rigor intelectual a la hora de abordar (visualmente) un problema ético. Se puede volver al infierno -se debe: es imprescindible vacunar a los más jóvenes contra el olvido- y el modo de hacerlo es invocando la memoria colectiva de todo lo (no) visto. El realizador se ciñe al plan de partida sin un leve desvío del Método (mirar, nunca juzgar) y sin darle un solo respiro a un espectador impactado por esta inapelable lógica de la “normalidad”.
Rigorista y por momentos árida, sin un subrayado, sin una evidencia explícita de cuán despreciables son nuestros protagonistas.