La leyenda de Sharknado
“La próxima vez que temas compartir tus ideas recuerda que una vez alguien dijo en una reunión “hagamos una película con un tornado lleno de tiburones”.
Eso, más o menos, es lo que podía leerse en una de esas frases de motivación a la que son tan aficionados los norteamericanos, siempre a pie de carretera, mentando o no las sagradas escrituras y junto a la inevitable iglesia prístina que acepta donativos (vale, suponiendo que haya algo en facebook que no sea un fotomontaje o un fake urdido para crédulos como yo).
Efectivamente, si hace tres años nos hubiesen dicho que en 2016 vería la luz la cuarta parte de la saga más absurda de la historia del audiovisual moderno (Fast & Furious al margen) no nos lo hubiésemos creído. Pero ahí lo tienes: Finney Shepard y su motosierra continúan salvando al mundo de la amenaza definitiva, la que no pudo ni intuir el agorero de Al Gore en Una verdad incómoda. Esa, sí: los tornados con tiburones, por supuesto. Sharknados. Pero también los arenados. Y piedranados, electronados, lavanados o nuclearnados.
Las cuatro partes de estas telemovies de catástrofes rodadas sin medios –y en las últimas entregas, aparentando no tenerlos- pasarán a la historia por sus prólogos espídicos, desfases memorables que parecen chuparse la mitad del presupuesto en apenas diez minutos. Algo muy malo puede suceder en un avión, en el Strip de Las Vegas o en la mismísima Casa Blanca. Porque tras las moderadas –en lo que a ambiciones se refiere- dos primeras entregas (debacle en Los Ángeles y hecatombe en Nueva York), la tercera nos deparaba un destrozo macanudo en un parque temático de Orlando y la cuarta… pues el Apocalipsis. No hay ciudad norteamericana ni enclave turístico que no se vea afectado: Las Vegas en el prólogo, pero también San Francisco, el monte Rushmore, Boston, la Comic-Con de Salt Lake City, las cataratas del Niágara… conocedores de las expectativas creadas entre la cada vez mayor legión de seguidores –la búsqueda del esperpento, del diálogo chorra, del cutre-efecto especial- y con la incorporación de más actores en estado de afasia (Bo Derek, David Hasselhoff), las dos últimas entregas de Sharknado son, prácticamente, películas divertidas. A sabiendas, quiero decir.
“Tú no eres mi madre. Mi madre es un tiburón, no un robot”. ¿Os podéis imaginar el monumental trauma que debe de tener el hijo del protagonista para enunciar de esta manera su desapego hacia una madre biónica y recién resucitada? (No, no temáis. Hablando de Sharknado los spoilers no existen: todo es tan inverosímil que queda desvirtuarlo al tratar de expresarlo con palabras). ¿Pero no estaremos, en realidad, ante El Quijote de las películas de acción norteamericanas que se estrenan a docenas cada temporada? ¿No está llamada Sharknado a acabar de una vez por todas con los libros de caballería (en nuestro caso, las cintas de desgracias globales y superhéroes redentores)?
Yo aún diría más –me estoy viniendo arriba, sí-: ¿acaso no tiene derecho Sharknado, ese producto televisivo que parece querer constituirse en antítesis de la tan cacareada “edad dorada” de la pequeña pantalla, a reclamar su puesto en la cúspide de la caspa catódica? Sharknado como síntoma, como tendencia, como antídoto. Los que defienden como único argumento de la creación cinematográfica el entretenimiento: ¿sobrevivirían a las seis horas de Sharknado 1 a 4? ¿Acaso no le da al público exactamente lo que quiere?
Sharknado está plagada de grandes ideas, aunque cualquier argumentario en su defensa deba de basarse en el cinismo y la exégesis de su evidente material de derribo. ¿A quién demonios se le ocurrió la excelente crueldad de coger a uno de los protas de Sensación de vivir y transformarlo en héroe de acción low cost, haciendo de su decadencia profesional un lodazal del que ya le sería imposible emerger? Está claro que Ian Ziering tenía razones de peso para aceptar el papel (a saber: su mujer se había vuelto a quedar embarazada y le pedía que se pusiera las pilas, que no iban a llamarle nunca Paul Thomas Anderson o Quentin Tarantino). Pero… ¿qué decir del orgulloso artífice de las cuatro partes (hasta la fecha)? Con apenas un millón de dólares Anthony C. Ferrante vio cumplido su sueño: la cinta se llegó a estrenar en un par de centenares de cines de EEUU, recaudando… 250.000 dólares. ¡Da igual! Es bien sabido en la Industria: las cintas de tiburones nunca pierden dinero.
Y es que detrás de todos estos engendros está la distribuidora The Asylum y el canal de televisión SyFy, así como el ínclito Roger Corman, que sigue a lo suyo. Cintas baratísimas para audiencias desprejuiciadas –y no muy exigentes, para qué engañarnos- que han creado escuela, aunque el fenómeno de la tiburofilia no sea nuevo.
Tras el pistoletazo de salida de Spielberg en los setenta, nada hacía presagiar el fenómeno de la Shark Exploitation instaurando en la última década. Están ahí, investigad un poco y haceros con joyas como Mega Shark vs. Giant Octopus (2009), Jawks in Japan (2009), Dinoshark (2009), Tibupulpo (2010), Mega-Shark vs. Crocosaurus (2010), Sand Sharks (2011), Super Shark (2011), Snow Shark (2011), Jersey Shore Shark Attack (2012), El ataque del tiburón de dos cabezas (2012), Jurassic Shark (2012), Tiburón fantasma (2013), Sharktopus vs. Pteracuda (2014), Tiburón zombie (2015), Sharktopus vs. Whalewolf (2015), Shark Exorcist (2015), El tiburón de tres cabezas (2015), Atomic Shark (2016), Planet of the Sharks (2016), Sharkenstein (2016)… no, no, por supuesto que no las he visto todas: ni tan siquiera recomiendo su consumo en solitario.
Porque Sharknado y alrededores no pueden ser experiencias reduccionistas u onanistas. Deben de degustarse en grupo, con una pizza de por medio y ganas de doblarla en voz alta, rebobinar e increpar. Así podréis disfrutar de verdad con los Shepard y Cía., paseándose en camionetas tuneadas por unos USA superpoblados de banderitas, grandes blancos, científicos locos, mujeres adictas al cuero y cowboys dispuestos a acabar con el nuevo enemigo interior: los muy antipatriotas tiburones.
Si llegáis al final del camino (la cuarta parte) veréis hasta qué punto se han soltado el pelo: chistes a costa de La guerra de las galaxias, El mago de Oz, Terminator, Apocalypse Now, La matanza de Texas… bueno, quizás he exagerado con lo de “chistes”. Memeces. Gilirreferencias. Bobo-guiños. Todo a un nivel tan naif y tan autoconsciente de su falta de gracia que… le desarman a uno. ¿Estamos ante la no-historia más ridícula jamás filmada?
Sharknado es ese ansiado refugio del cinéfilo comulgante, el amante de las normas impuestas por los subgéneros. Las reglas están claras: enormes escualos devorarán a todos y cada uno de los secundarios que osen compartir siquiera un fotograma con esta familia feliz de Kansas. Aparecerán de sopetón, por el extremo superior izquierdo del encuadre y seccionarán brazos, yugulares, partes blandas o esfínteres. Se meriendan a todos menos a Finney y demás detritus consanguíneos: ellos los combaten a bastonazos, con fusiles de asalto, a cuchillo, a patadas… incluso a golpes de cadera. Las situaciones de peligro extremo tienen siempre un preámbulo espantoso: los personajes miran horrorizados a un teléfono móvil que deja de funcionar o pierde cobertura. Sabemos que el espanto se acerca. Y queremos que llegue, que se enseñoree de la pantalla, porque cuantos más mueran, más cerca estaremos del final de la película. Y… también eso es de agradecer. Podéis creerme.