‘Ghost in the shell: el alma de la máquina’, de Rupert Sanders. La ciencia ficción sin corazón

Para los aficionados al manganime, Ghost in the Shell es otro de esos escenarios distópicos (tan en boga a principios de los noventa) en los que perderse sin remisión. Otro futuro posible desesperanzado y cruel, sin excesivos asideros emocionales. Muy poco empático, si me apuráis.

La protagonista, Motoko Kusanagi, no sabe muy bien qué / quién es. Esta extrañeza –al menos, vivida a la oriental- no la sume en ninguna terrible crisis existencial. Se conforma con ser lo que quieren que sea: una profesional con el cuerpo tuneado que lidera una unidad de élite especialmente entrenada para lidiar con crisis terroristas.

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El terrorismo es también un concepto difuso en la franquicia Ghost in the Shell. No en lo que atañe a su materialización –es indiscriminado, brutal, global-, sino en lo referente a sus orígenes, a sus motivaciones últimas. Se insinúan conjuras políticas, oscuros intereses regidos por multinacionales. El desencadenante de casi todos los conflictos es un potente virus informático que toma el control –físico y mental- de unos seres humanos que van camino de convertirse en cyborgs desacomplejados. Porque olvidaos de los móviles de última generación y los coches autónomos: el futuro estará copado por implantes y supuestas mejoras de uno mismo. El usuario, finalmente, acabará cautivo de esa propia tecnología: la mayor parte de los ingresos deberán de invertirse en obtener las imprescindibles actualizaciones de software y hardware.

En realidad, todo lo expuesto anteriormente es muy poco atractivo (desde un punto de vista, digamos, comercial). El ciberpunk se regocija en la propia miseria en la que viven sus personajes, sin falsas promesas de redención. ¿Qué podría aportar, pues, una cinta hollywoodense a este universo triste por definición?

Pues bien, ya tenemos la respuesta: nada en absoluto. Ghost in the shell: el alma de la máquina se revela como un filme desganado, que ni tan siquiera pretende rendir tributo a su modelo. Muy al contrario, se pierde en una de las disquisiciones clásicas de la psicología de masas estadounidense: ¿de dónde vengo?

Esa ausencia de horror vacui -con la que debía de convivir el fan de Ghost– se puede entender como una traición en toda regla a la idea original. Esa placentera sensación de estupor consentido, de no entenderlo todo, de que te están bombardeando con tecnicismos, meciendo con trabalenguas high tech, y que queda aquí trocada en una búsqueda y obtención de respuestas, inventando un “misterio” más artificial todavía que el esqueleto de nuestros protagonistas. (¿Acaso alguien entendió con un solo visionado los filmes originales de Mamoru Oshii? Es más… ¿a alguien le importó? ¿Acaso no bastaba con disfrutar de aquél estado de desorientación, de pesadilla urbanita bajo neones parpadeantes?)

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La Motoko incorporada por Scarlet Johansson –que en su lenguaje gestual parece haberse inspirado más en la Lisbeth Salander de Stieg Larsson- resulta haber sido una activista política purgada por el sistema. La científica responsable de su renacimiento –una desaprovechada Juliette Binoche, como siempre que sale en superproducciones norteamericanas- vela por sus secretos mientras la repara, engrasa y mima su puesta a punto. Y con este risible background –mucho más que no darle ninguno- se nos pide… ¿qué? ¿Simpatizar con la máquina?

La recreación del grupo (la denominada Sección 9) que lidera también sufre inexplicables simplificaciones (por no decir amputaciones). Las series (Stand Alone Complex y Arise) se centran en sus diversas misiones, en cómo se complementan, en la dinámica de grupo (tampoco os voy a engañar: todo acaba teniendo un aire a El equipo A en plan biónico). Allí se nos explican sus miedos, cómo son reclutados, qué traumas arrastran. Por qué uno sigue fiel a su herencia humana, negándose a tener implante alguno (o eso es lo que él cree). Hasta qué punto existe una conexión mental (casi “contaminación” mental) entre ellos. Las continuas fugas de Motoko a zonas de seguridad virtuales, a paraísos preprogramados que adoptan la apariencia de… ¿sueños o recuerdos?

La película de acción real se contenta con un jefe carismático (un ‘Beat’ Takeshi Kitano que se marca parlamentos en su propio idioma, porque él lo vale y ya no está para hostias) y un Batou con ojos prostéticos recién estrenados. Poquita cosa cuando el aficionado tiene en mente las creaciones del anime, brillantes en lo que a diseño de personajes se refiere.

En el apartado visual, Ghost in the Shell es deudora de Blade Runner, hasta de la Metrópolis de Fritz Lang. Planos aéreos de unos rascacielos copados por hologramas, coexistencia de medios de transporte, predominio de la oscuridad. Sin embargo, tratándose de una superproducción de 100 millones de euros, los efectos especiales no son precisamente memorables. El CGI patina en más de una ocasión, las maquetas se asemejan en ocasiones a las de los filmes de Godzilla (los de los años 60) y el cuerpo de Motoko parece recubierto de azulejos de Porcelanosa.

Y para terminar con el gran guiñol, una araña muy grande que lo pisotee todo. Podríamos dedicarle sólo un artículo a engendros mecánicos que persiguen al héroe en clímax desmelenados de películas rodadas en los últimos 25 años. Y de todas ellas podríamos acabar diciendo lo mismo: no, no eran buenas.

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Ghost in the shell se obsesiona por buscarle alma a la máquina. A Oshii le bastaba con insinuarlo. Empeñada en contextualizar a este remedo de Robocop femenino, se olvida de hacernos disfrutar de su extrañeza, de su perfección, de sus cicatrices. O, ya puestos, plantear algún conflicto metafísico (a la manera del replicante con ganas de ajustarle cuentas a su Dios en la cinta clásica de Ridley Scott). No, para el cine norteamericano heroína ya sólo es sinónimo de superheroína, pervirtiendo incluso el alcance del mensaje feminista original: la mayor Motoko animada (no olvidemos su alto rango en el escalafón militar) asistía a tediosas reuniones, planificaba, diseñaba la logística. No se limitaba a ser una máquina repartesopapos que quería conocer a su mamá.

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