‘Funeral parade of roses’: ¡esto era la vanguardia!

“Mi odio hacia el cine japonés lo incluye absolutamente todo”

Nagisha Oshima

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“Ojalá este país se hundiese en el mar de una vez para siempre” afirma Eddie (el/la protagonista de este alucinante filme de Toshio Matsumoto) en un instante de desespero y remembranza. Lo dice mirando a cámara y con una determinación férrea, justo antes de un plano general mostrando las bulliciosas calles de la capital –por si acaso quedaba alguna duda-. El comentario viene a cuento: Eddie acaba de enterrar a su rival Leda en un cementerio sintoísta en el que las lápidas se hallan medio sumergidas, engullidas por un subsuelo inestable.

Era verdad todo lo que había oído sobre ella. Después de verla estás obligado a revisar con mirada crítica la composición de lugar que te habías hecho de la modernidad en el extremo oriente. La de antaño y la actual. Sí, me creo que Stanley Kubrick la tuviese muy presente –una de tantas referencias visuales que debían de bullir en su superdotado cerebelo- mientras rodaba La naranja mecánica. No cuesta tampoco encontrar las razones de su veneración en el mundillo otaku: de esta cinta rompedora y –¡esta vez sí!- underground mana medio centenar de fuentes que alimentan desde las furibundas distopías familiares de Takashi Miike a la Love Exposure de Sion Sono.

Japón, finales de los 60. En pleno boom económico, en plena efervescencia política. Está en juego la renovación de los vínculos -o del sometimiento, en la opinión de amplios sectores de la población que iban desde el nacionalismo al activismo radical de izquierdas- con el amigo americano a través del tratado de seguridad Estados Unidos-Japón. Entre manifestantes, gualtrapas y pandilleras, un triángulo de amor bizarro que incluye a dos travestis compitiendo por el verdadero trono de hierro: la regencia de un bar gay en Tokio. Si todo esto no ha despertado vuestra curiosidad, esperad a oír esto: la historia es una relectura del mito de Edipo y está protagonizada, entre otras, por más de media docena de queens que son entrevistadas durante la realización del propio filme, fundiéndose realidad y ficción.

https://www.youtube.com/watch?v=ZucjIDhEwA4

El primero de los cuatro largometrajes del director japonés Toshio Matsumoto (un autor de culto en activo hasta 1992, reconocido por unos cortos y documentales que abarcan cinco décadas) busca epatar a una de las sociedades más conservadoras del planeta y la verdad es que no escatima medios. Un filme experimental rodado dentro del propio filme, personajes que quieren parecerse al Che Guevara, menciones a Jonas Mekas, los Beatles, transformistas, mucha marihuana, galerías de arte, alguna que otra orgía (¿los primeras pasos de la futura y perniciosa sexploitation?)… intercalado todo ello con haikus y referencias perversas al cine más venerado (un ejemplo: como si de un drama de Ozu se tratase, una de nuestras protagonistas –vestida a la manera tradicional- es violentada por su amante… contado todo ello como si de una escena de teatro kabuki se tratase).

Lo nuevo y lo viejo conviven en otra muestra más de aquél cine libérrimo que se practicó a principios de los setenta, una década “perdida” –en lo que a conocimiento de la cinematografía nipona se refiere- para el cinéfilo occidental. Diez años antes, la denominada “nueva ola japonesa” nos demostró lo rápidas de reflejos que fueron las principales productoras del país, dispuestas a contratar a directores “nuevísimos” siempre y cuando este hecho les permitiese… llenar los cines con una nueva generación de espectadores impúberes. De aquél batiburrillo sobrevivieron muy pocos: Oshima e Imamura (plenamente integrados en el canon) y, a más estirar, Shinoda y Yoshida.

Funeral parade of roses viene a ser como si Godard rodase La montaña sagrada de Jodorowsky hasta las trancas de ácidos y con luces estroboscópicas. No sé si me explico. Coged la etapa más militante del pope galo e imaginárosla interpretada por personajes de John Waters. Todo un manifiesto que vive del momento, tomándole el pulso a una sociedad convulsa tratando de encajar en un galimatías de intereses que, ya por aquél entonces, se sospechaban globales. Una necesidad de aceptación que encuentra su manifestación “interior” en esa comunidad gay explicando a cámara sus anhelos y preferencias. La modernidad elevando su voz y rodando a pie de calle, mezclando los preceptos de la verdadera nueva ola –la francesa, ni que decir tiene- con el happening y la algarada callejera.

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¿Qué cómo pudo rodarse una película así? Pues mediante una iniciativa que despertará la envidia de más de un realizador de la actualidad: la Art Theatre Guild (ATG para los amigos), deudora de la Asociación para la Recomendación de Buenas Películas (pongamos que esa sea la traducción de Yoi eiga o susumeru kai) (1). Detrás de esta iniciativa había profesionales e intelectuales, pero también almas cándidas con mucho dinero y ganas de ver cosas realmente nuevas, como… ¡Iwao Mori, el vicepresidente de la todopoderosa Toho!

Los valores “artísticos” del filme (es una pena que en nuestros días sea necesario entrecomillar el término) se convirtieron en el principal criterio de selección. Un comité independiente de críticos de cine se encargaba de elegir proyectos, otorgarles financiación y exhibirlos en los diez cines que –en su etapa de máximo esplendor- llegaron a controlar en todo Japón (eso que nuestros padres llamaban salas “de arte y ensayo” y que nosotros no hemos llegado siquiera a conocer). Su andadura comenzó en 1961 y se preocuparon primordialmente en traer a su país clásicos nunca antes vistos: desde Eisenstein al Ciudadano Kane, incluyendo cine de Bergman, Cocteau, Antonioni, Buñuel, Fellini, Resnais, Wajda…

Ni que decir tiene que entre el público que asistía a estos pases se encontraban los iconoclastas del futuro, dispuestos a destilar a su manera tamaña borrachera de novedades (¿no os recuerda a lo que pasó en la Cinemateca francesa a rebufo del genio programador de Henri Langlois?) La ATG sólo imponía una norma: las películas tenían que aguantar en cartel un mes entero, independientemente de su rendimiento en taquilla. Toda una novedad en un mercado sobresaturado de títulos que se sucedían cada semana sin solución de continuidad.

En 1964 el límite establecido para la importación de películas extranjeras fue abolido. En la práctica, esto se tradujo en un incremento de los costes de distribución. La ATG se encontró con un nuevo escenario: a partir de esa fecha le saldría más a cuenta producir sus propias películas. Entre 1967 y 1984 respaldó un cine experimental –ya plenamente nipón- que dio películas fundamentales como Throw away your books, rally in the streets (1971) de Shuji Terayama o Golpe de estado (1973) de Yoshida Yoshishige. (En próximas entregas hablaremos de ellas, no temáis).

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Japón, 1969. El año de Moju de Masumara, del colapso del sistema de estudios, de la creación de la Sociedad de los Cuatro Caballeros (Kurosawa, Ichikawa, Kinoshita y Kobayashi tratando de asegurarse de que… podrían seguir haciendo cine, aunque tuviesen que poner ellos el dinero). Dos años antes de La ceremonia de Oshima, cinco después de Una mujer en la arena de Teshigahara. En mitad de este histórico cruce de caminos, Funeral parade of roses se erige como una muestra fundamental de contracultura sin notas al margen; altavoz del creciente espíritu contestatario y demostración de que había ganas, muchas ganas de hacer algo distinto. ¡Y vaya si lo lograron!

(1): extractos del artículo ‘The Art Theatre Guild’, de Roland Domenig

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