‘El porvenir’, de Mia Hansen-Love. Teoría y práctica del fracaso existencial

Con su nueva película Mia Hansen-Love continúa añadiéndole cuentas a su muy rohmeriano proyecto. A saber: el trazado de un mapa político del desencanto y algunas de sus más conspicuas manifestaciones. El desencanto con el cine (o con las ganas de seguir haciéndolo) que definía al protagonista de El padre de mis hijos (2009). El desencanto amoroso que le deja a una marcada de por vida, para desgracia de todos los que quedan por conocer (Un amour de jeunesse (Primer amor) (2011)). Y ahora el desencanto vital, la antesala predilecta del último viaje, ese estado de quiebra emocional que ya conocería una primera aproximación en la fallida Eden (2014).

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Resulta también fascinante la manera en que se complementan entre sí las películas de Mia Hansen-Love y las de su actual marido, Olivier Assayas. Como si ambos compartiesen hoja de ruta, abordada desde la brecha generacional que los separa (se llevan un cuarto de siglo). Recordemos las películas filmadas por Assayas en estos años de relación: Las horas del verano (2008) –una radiografía fascinante sobre el ocaso de la institución familiar-, Carlos (2010) y Después de mayo (2012) –vitriólicas aproximaciones al mundo de los ideales- y Viaje a Sils Maria (2014) –o cómo ser una actriz madura y sobrevivir a tu némesis-. ¿No resulta evidente el diálogo –temático y formal- entre ambos directores franceses?

Pero volvamos al cine de la más joven, al cine de Mia Hansen-Love. Si el DJ voluntarioso de Eden quedaba “perdido en la música”, la protagonista de El porvenir se pierde en su pretendido triunfo vital. Un triunfo de la razón que a la postre resulta conformista y frustrante.

Isabelle Huppert (Nathalie, para la ocasión) es una profesora de filosofía con una vida intelectual plena. O de eso le gusta presumir a ella. A prueba de sinsabores y decepciones, ya sea el insoportable ocaso de una madre depresiva o la inopinada traición de un marido con el que creía compartir pasiones. Tanto le da: a Nathalie le basta con sus libros, sus clases, sus selectas incursiones en el mundo editorial y su labor como protectora de ex–pupilos con proyección.

La familia, en sí misma, es un engorro vivido (¿sufrido?) con desapego. Los hijos están pero no están, del marido infiel sólo echará de menos la espectacular casona de los suegros… hasta el gato heredado de su madre resulta un bicho molesto, que requiere una serie de atenciones para ella desacostumbradas (incluso inmerecidas, si le apuran).

Pero no, a Hansen-Love no le interesa retratar su cada vez más palpable soledad, su falsa autosuficiencia. Ni pretende denunciar sus evidentes vicios burgueses (que posiblemente comparta). Excepto por un par de subrayados innecesarios (el inevitable y eternamente progre “momento porro” y su declaración de libertad en un momento de exaltación viajera), el acercamiento a la filósofa en crisis (sí, por más que lo niegue) puede presumir de sutileza y de mucha de la “proverbial” maldad de Éric Rohmer. Lo que dice que siente y lo que vemos que le pasa no casa. Una vez más, la distancia infinita entre los hechos y las palabras.

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Como el Anthony Hopkins de Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1994), Nathalie se ha fabricado una coraza digamos que escolástica –cultivada, lógica y muy discursiva- que la protege en apariencia de cualquier ingerencia exterior. Ese “porvenir” que a ella ya le suena a batallita pasada: el que reivindican parte de sus estudiantes en huelga, al que apelan los nuevos gurús de las ventas que pretenden convertir en apetecible –a través de las portadas- esa cosa tan árida llamada filosofía.

Si la filosofía está menos alejada de la realidad que nunca –de hecho, resulta inquietante lo proféticos que resultan muchos de sus textos clásicos-, la vida de Nathalie hace mucho tiempo que se divorció de su pensamiento. Pero… ¿cómo compaginar la teoría y la práctica? ¿Cómo atentar contra el propio estilo de vida? ¿Cómo pretender ser consecuente con una realidad compleja –además de asfixiante y fea- cuando nuestro único y fundamental refugio se encuentra entre las páginas de los libros (que puestos a buscar cobijo, no está nada mal)?

Nathalie es consciente de sus contradicciones, pero se muestra muy poco permeable a cualquier tipo de crítica. Prueba de ello es su estancia –como invitada, más que como partícipe- en esa especie de cónclave en un Walden utópico, alternativa libertaria de un alumno que también haya dificultades para casar acción y pensamiento. Ella observa con el distanciamiento de las eminencias, sin meter baza, con una sensación de déjà vu, de… superioridad intelectual. Disfruta de la cama gratuita y de las excelentes vistas. Pero no, ya no está por la revolución.

En su vida íntima Nathalie tampoco está para aventuras. Lejos de la heroína bizarra de Michael Haneke (La pianista (2001)), no acepta siquiera la posibilidad de gustarle a un desconocido, el dejarse llevar ahora que carece de condicionantes maritales. No es casualidad que la película que esté viendo en el cineclub cuando es acosada sea precisamente la Copia certificada (2010) de Abbas Kiarostami (¿acaso no era aquél encuentro chic en la Toscana otra diatriba sobre la inteligencia enfrentada a algo tan primordial –y quizás básico- como el amor?). Por no hablar de lo apasionante que resulta ver a la Huppert viendo una película de la Binoche…

Mia Hansen-Love ambienta su película en la Francia de Zarkozy. Podría considerarse otro tic de falsa progresía –sí, como los de su Nathalie-: lo cierto es que la Francia del presuntamente socialista François Hollande va camino de convertirse (y no, esta vez no hará falta leer a Solzhenitsyn para darse cuenta de ello) en otro hipócrita país de la Europa de las intolerancias.

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El drama de las ideas –siempre elevadas- enfrentadas a un panorama pueril plagado de debates estériles, de batallas perdidas de antemano, de adversarios que ignoran tanto la Bastilla como las poderosas razones de algunos compatriotas tan ilustres como Voltaire, Rousseau, Montisqueu o Diderot.

¿El porvenir? El porvenir sigue pasando por Francia, por mucho que ahora confunda el burkini con la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Y por una clase intelectual que debería de bajar de sus atalayas para compartir con el resto los principales hallazgos de sus bibliotecas. Y abordar así la revolución definitiva: la pedagógica. ¿Acaso puede haber ya alguna otra?

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