El caso Asunta. Ficcionar, especular, tal vez mentir

Apelando a nuestro morbo infinito y a la estupefacción perpetua que provoca lo aberrante, lo insano, incluso todo lo que nos atreveríamos a calificar de inhumano, lo cierto es que el true crime no para de ganar adeptos. Su dinámica es sencilla: coger un caso más o menos icónico de la crónica negra patria -y del que ya teníamos olvidados los detalles y particulares que en su momento le hicieron acaparar portadas- y presentarlo de un modo apetecible y preclaro, obteniendo testimonios inéditos, aportando alguna pista nueva (o planteando alguna teoría rompedora) y, en definitiva, dándole una pátina de seriedad juguetona. ¿Estoy definiendo lo que viene siendo el acabado cinematográfico como legitimador atroz?

Porque lo cierto es que tanto el apartado visual como el narrativo -la forma en la que se presentan ciertos hechos o personajes, la verosimilitud que se les da, hasta el orden en el que se cuentan las cosas- dan una idea nada objetiva de lo que realmente piensan los productores sobre quién lo hizo y por qué. En ese sentido el llamado caso Asunta, al haber dado lugar a dos ejemplos finiseculares de todo lo dicho, nos servirá divinamente para nuestro propósito ilustrador.

Una chica -poco más que una niña- aparece muerta en la cuneta de una carretera gallega. Se trata de Asunta, la hija adoptada por los Basterra. Ella, Rosario Porto, es una abogada que no ejerce y con episodios previos de inestabilidad emocional. Él, Alfonso Basterra, parece tener de profesión sus labores: padre supuestamente abnegado, marido fiel hasta en la infidelidad. Un matrimonio aparentemente… ¿normal?

La justicia española los condenó a ambos por el asesinato de su hija. Carecían de coartadas sólidas, hubo un gran cúmulo de indicios en su contra, de vaivenes en su versión de dónde estaban o qué hicieron la noche de autos. Con todo esto -con un caso tan abierto a interpretaciones, se entiende- la ficción parió dos productos muy distintos entre sí, pero con espíritu complementario.

El caso Asunta: operación Nenúfar vio la luz en 2017. Se trató de una miniserie de 4 episodios que contaba, de partida, con el aval del que era su responsable: León Siminiani. Un tipo que se había hecho un nombre dentro del panorama del cine de autor hablando de sí mismo y de lo perdido que estaba en Mapa (2012) y que desde entonces se ha especializado en contarnos episodios truculentos tratando de no herir nuestra sensibilidad (y eso, hablando de true crime, es nadar contra corriente). Suyas fueron El caso Alcàsser (2019), 800 metros (2022) (alrededor de los atentados terroristas en Catalunya del año 2017) o la futura El circo de los muchachos.

Todo ello bajo el paraguas de Bambú producciones, creada en 2007 con el propósito de “desarrollar y producir proyectos de ficción para la televisión que sobresalen en términos de calidad técnica y artística, pero con una clara intención de llegar al gran público” (o de eso es de lo que presumen en su web y que a mí me suena a “hacemos churros con excusa arty”). Lo cierto es que era de esperar el quid pro quo, la entente con un Siminiani cuya lucha ha sido siempre hacer su cine… pero sobre todo hacer un cine posible. Para ello se ha servido del dinero de las poderosas plataformas de streaming, sí, pero hasta la fecha -en un ejercicio de equilibrismo artístico encomiable- no se ha traicionado en modo alguno a sí mismo (en la actualidad cuenta con una productora costeada por su bolsillo con la que tirar adelante sus cortometrajes, siempre con una poderosa voz propia).

Bambú producciones ha estado detrás tanto del, digamos, “documental” sobre el caso Asunta como de la ficción recreacionista interpretada por Candela Peña y Tristán Ulloa (en esta última nada ha tenido que ver León Siminiani). En una primera aproximación, resaltaríamos lo obvio: la postrera no es más que la trasposición pseudo-dramatizada de lo expuesto en Operación Nenúfar. ¿Qué necesidad había pues de filmarla?

Sin entrar en su discutible calidad (poco bueno oiréis de la misma más allá del “Candela Peña se sale”, lo cual no es ninguna novedad), su propósito resulta evidente: poder adentrarse en un territorio más especulativo sin que se le pueda achacar falta de rigor a la propuesta. Mostrarnos lo que sólo ellos dos sabían: si lo hicieron o no, sus motivaciones y medios. Dos flashbacks mentirosos para poder dar rienda suelta a la calenturienta imaginación colectiva.

La primera teoría puesta en imágenes apunta a que la madre, despechada por un revés amoroso y resuelta a liberarse del silente yugo emocional de Alfonso, mataría a Asunta en la segunda residencia de la familia, confesando el crimen a su ex -pareja (recordar que en el momento de los hechos ambos estaban divorciados) que hallaría en este terrible suceso su macabra oportunidad de… ¿recuperarla?

La segunda nos describe a un Alfonso corruptor de menores que posiblemente alentase la adopción para dar rinda suelta a sus perversiones de carácter filo-asiático (Asunta había nacido en China con el nombre de Fang Yong; esta “trama” se sustenta en poco más que unas fotografías halladas en los móviles y en el consumo de pornografía con esta temática detectado en el “desaparecido” portátil de Alfonso). Inquieto ante la posibilidad de que su hija adolescente empiece a sacar conclusiones sobre su comportamiento, alentaría a la madre -envuelta en una aventura que ya no es extra matrimonial- a cometer el crimen.

En fuerte contraste, Operación Nenúfar contó con un cuarto episodio ciertamente interesante -a nivel casi sociológico- donde se permitía no diré que este tipo de frivolidades, sino una inquietante radiografía de la opinión pública y de la publicada, del peso probatorio de los hechos y de la Verdad como acto de adecuación unipersonal. En él se juntaba a unos estudiantes de la carrera de Derecho -tutorizados por dos profesoras- y se les instaba a recrear el proceso deliberativo de un jurado (esta modalidad fue la que tuvo el juicio real). Allí vimos cómo, incluso entre quienes deben de conocer la ley y velar por la aplicación de la justicia, prevalece la sombra de una duda, la importancia de las “sensaciones” (que no pruebas) y, en suma, de la difícil distinción entre lo que es, lo que parece y lo que nos gustaría que fuese.

Cuando se rodó Operación Nenúfar todavía estaba viva Rosario Porto, quien acabaría suicidándose en prisión allá por el año 2020. Una persona atormentada en el sentido más amplio de la palabra, pero… ¿era achacable a la culpa su quebranto? El pacto criminal como hipótesis plausible, reforzada por las cartas enviadas al productor desde la cárcel por Alfonso, tan primorosamente escritas, tan llenas de promesas mórbidas…

En la vida y en la ficción parecemos necesitar de conclusiones claras e irrebatibles. El caso Asunta no las proporciona, por lo que debemos de contentarnos con escuchar fabular a los personajes secundarios. Los hechos interpretados, la asignación inmediata de roles, la simpatía o no que desprenda incluso el vocabulario gestual de alguien… sí, todo eso puede acabar resultando condenatorio (¿os acordáis de Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023)?). El deber de la ficción -de la ficción comprometida, de la ficción respetuosa- debería de ser alertarnos sobre la miríada de ideas preconcebidas que continuamente tomamos por hechos irrebatibles.   

El enfoque periodístico de Operación Nenúfar se abstenía de sacar conclusiones, quizás la única posibilidad honesta de acercarse a sucesos delictivos sin convertirlos en crónicas de El caso. Con todo, ambas aproximaciones (la que presume de trabajo de investigación, la que tiene como principal logro la mimesis de Candela Peña con la eternamente asustada Rosario Porto) circunvalan un género que, no lo olvidemos, fundamenta su éxito no en la necesidad de “entender” al criminal, sino en el deleite culpable que suscita en nosotros la maldad inenarrable.

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