‘Tor’. Érase un hombre a un crimen pegado
La crónica negra continúa nutriendo tanto ficciones como true crimes que acaban teniendo algo de autobiografía encubierta. En este caso la de los que se dedican a perseguir a los personajes involucrados en hechos acaecidos en pasados que devienen presentes continuos, a hurgar en las heridas que nunca sana el tiempo, sino el inevitable puñado de arena lanzado a un rostro que yace a dos metros bajo tierra. Para ilustrarlo viajaremos desde la frontera con Andorra a la Laponia finlandesa, dos apartadas localizaciones donde la Naturaleza no ayuda precisamente a mitigar algo inherente al ser humano: el odio, tanto hacia el vecino como hacia los que están de paso.
En estos días y de la mano del inevitable Carles Porta he podido volver al inhóspito Tor, las 13 casas que han sido testigo de hasta tres crímenes. Porta es un periodista que uno asocia al canal autonómico catalán desde que tiene uso de razón y que vendría a ser un Adelstein aburguesado (sí, el de Tokyo Vice) cruzado con un Truman Capote sin excesivo talento literario (eso lo digo por su libro Tor. La montaña maldita, el esforzado intento de un periodista por poner orden a unos acontecimientos que le superan).
La verdad es que en esta nueva visita a este enclave pirenaico -en el que me lo imagino comprando una segunda residencia y pasando su jubilación, departiendo con los lugareños supervivientes- lo que menos me ha interesado ha sido el ya mítico enfrentamiento entre Sansa y Palanca, dos personajes sacados de la España profunda que hubiesen hecho las delicias de Manuel Machado o de García Lorca. El crimen de los Alvargonzález con interiores a lo La casa de Bernarda Alba (con chimenea siempre encendida, eso sí); dos tipos excesivos y voceras que confundieron la soledad perpetua con la libertad… pero que desde luego lo hicieron todo a su manera.
¿Lo mató a Sansa algún sicario a sueldo de oscuros intereses de forfaits, remontes y nieve en polvo? ¿O quizás fuese algún lugareño agotado y rabioso tras dos o tres generaciones de animadversiones? Lo importante -desde luego en esta última entrega de 8 episodios- es que esta historia le ha acompañado a Porta a lo largo y ancho de toda su vida profesional, hasta el punto de haber desarrollado unos evidentes vínculos emocionales con ese terruño donde todos se imaginan ricos y ninguno se imagina viviendo.
En paralelo a este drama con lo mejor de la Pardo Bazán, Guimerà o Blasco Ibáñez, más series: en este caso una arribada de Suecia y ambientado en el norte de Escandinavia, en esa frontera fluida entre Noruega, Finlandia y la propia Suecia. Se titula Ocurrió a orillas del río (2023) y está basada en una novela de Kerstin Ekman, mezcla imposible entre Selma Lagerdoff y Agatha Christie. Encuentro en ella extraños ecos y concomitancias con el drama pirenaico (pendiente de resolución a día de hoy) que obsesiona a su cronista por antonomasia, el susodicho Carles Porta.
En la intriga sueca un doble crimen ocurrido 20 años atrás inquieta todavía a un pueblo y a sus habitantes. Un doctor que estuvo allí a principios de los 70 se encontrará, ya en los 90, en disposición de determinar quién fue el asesino y cómo la reverberación de aquella salvajada cometida junto al cauce fluvial del título… sigue provocando víctimas precisamente entre quienes más quiere.
Lo mejor de la trama es la recreación de una comuna hippie en entorno inaccesible que me recuerda a esa campa donde desarrapados, rufianes y soñadores pernotaban a escasos kilómetros del pueblo de Tor. No era exactamente una comunidad ni alternativa ni autosuficiente, pero todos sus integrantes tenían el convencimiento de estar siendo auténticos, de estar burlando los usos (y abusos) sociales. Urbanitas traumatizados, nostálgicos de las tierras vírgenes allí donde todo está ya domeñado y convenientemente parcelado.
Ocurrió a orillas del río acaba siendo un compendio cuasi sociológico de las rarezas (digamos mejor “idiosincrasia”) sueca. Hay un midsummer, hay anticapitalismo en su versión primermundista, amor libre y un agro retratado sin ningún ánimo lírico. Tor, la serie televisiva, ha aprovechado también para hablar de ese sospechoso país al que conocemos como Andorra y repasar la historia de un pueblo incomunicado y víctima de su carácter fronterizo, paraíso de contrabandistas, potros salvajes y humanos asilvestrados.
Sí, Tor tiene algo de poblado fantasma de western o, más concretamente, de spaguetti western. De épica de segunda mano, de tiroteos al atardecer, cruz de navajas, alcoholismo consensuado y bajas pasiones vecinales. Pero su narrador se ha convertido, queremos pensar que sin pretenderlo, en una atracción más de esta parada de monstruos cotidianos.
Y aquí viene lo que me interesa de verdad: el modo como el narrador se cuela en la historia contada y logra ser tanto testigo como catalizador de una historia que (re)activa con su mera presencia.
Ser testigo, está claro, conlleva también una gran responsabilidad. Carles Porta es consciente de la volatibilidad de su material, de lo polémicos que pueden llegar a resultan -editados con saña- los testimonios de sus criaturas televisivas. Nos pide que ejerzamos de jurado popular como forma de compartir su estupor: ¿qué credibilidad le damos a este o a aquel personaje? ¿Cómo obviar que la presencia de la cámara modifica el comportamiento de estos seres aislados que se crecen ante un público desconocido?
Como ya enunciaron algunas teorías de la física moderna, las entrevistas a pie de calle o los estudiados cara a cara con encuadres cerrados modifican sustancialmente las condiciones del experimento. Por el libro que escribió allá por 2005 ya sabíamos el juicio que le merecen a nuestro periodista alguno de sus encuestados, las tácticas que utiliza para presionarlos, las cogorzas que pilla tratando de mostrarse con ellos más amistoso de lo que en realidad es.
Él sabe que se está implicando más de la cuenta, que está creando extraños vínculos con tipos con los que en condiciones normales jamás se hubiera codeado. Que esa geografía hostil le está calando hasta los huesos, que se siente mitad farsante, mitad pelele. ¿Hasta qué punto no está siendo él utilizado, hasta qué punto no deviene altavoz de las paranoias de estos freaks con denominación de origen?
Hablar de Tor ya es hablar también de Carles Porta, el tercer nombre en liza junto a los cainitas Sansa y Palanca. Es difícil dirimir cuándo habla el periodista y cuando lo hace el ciudadano abrumado. Más de 25 años después del último crimen mediático acaecido en esa aldea de dinastías enfrentadas por fobias enconadas, Porta vuelve a entrevistar a tipos a los que no dista mucho de poder llamar amigos. Cuando se sientan para el enésimo interrogatorio (no necesariamente amistoso) no miran a cámara: lo miran a él, preguntándose en su interior qué es lo que quiere oír, qué lo trae de nuevo por estas tierras.
…y ahí es donde Porta puede llegar a parecerse al Capote de A sangre fría, al escritor tocado de por vida por unos hechos terribles y por unos personajes condenados. Ambos supieron leer el momento y ser conscientes de que el drama no había terminado. La diferencia entre uno y otro es que Capote sabía perfectamente quienes habían sido los autores de la salvajada en aquella granja aislada, mientras Porta se despide de su audiencia reconociendo que ha hecho lo que ha podido… pero que los que saben, callan.
La serie sueca se repliega sobre sí misma y nos regala un final idóneo, sin cabos sueltos: este lo hizo, sin ningún género de dudas. Resulta reconfortante, pero es innegablemente un ejercicio de ficción. Por el contrario, de Tor volvemos con el sabor amargo de lo irresoluto: hubo crimen, no ha habido castigo. El único que parece estar cumpliendo condena -arrastrando las pesadas cadenas de lo que sabe y no termina de concordar- es este periodista catalán adicto a la moleskine y a las coletillas molonas.
En breve, contaré quién pagó para que matarán a sansa.