Carlos Saura, años 70 (y II)
Nos habíamos quedado a mitad de década con Ana Torrent sacando a pasear a la abuela y fregando a conciencia los vasos donde dosificaba su supuesta cicuta socrática. Su siguiente filme (realizaría tres en el trienio 1977-79) iba a dejarse de parábolas (d)escritas para “quién quisiese entender”, tomando un sesgo íntimo y personal. Para Carlos Saura, llegaba el momento de la música de cámara.
Elisa, vida mía (1977), su segunda película tras la muerte de Franco, supone un tour de force de altura entre Fernando Rey y Geraldine Chaplin, padre e hija para la ocasión. Una esporádica visita para corroborar que el viejo sigue vivo (con sus rarezas, con su aislamiento finisecular) deviene algo más, merced a la invitación del patriarca. Sí, Elisa se queda y compartirá paseos, dudas y miedos con un hombre cuyas razones nunca llegó a comprender muy bien.
Este descubrimiento mutuo (por qué huyó él, por qué comete las mismas equivocaciones ella) se escenifica a través de la palabra. Largas conversaciones donde confesarle al otro que sólo se puede escribir sobre uno mismo, que cuando una relación hace aguas no es cuestión de culpables ni de tiempos, que ser maestro puede ser la última alternativa digna a un presente indigno, que una tumba junto al camino es a la vez premonición y mal augurio. Si el suegro se había revelado como un pragmático convencidísimo de sus propias posibilidades, la hija pequeña resulta ser un corazón atormentado por varios sucesos que no se atreve a contar (aunque el espectador sí que los vea… o quizás vislumbre intuiciones, pesadillas que acompañan a la protagonista).
La paz del campo, la vieja casona convertida en burladero de la vida. Parar y hacer balance. La crisis existencial resulta inevitable: ¿valió la pena? ¿Me equivoqué de manera fragante? Más de dos horas de palique demuestran que este guión merecía ser libro (se acabó editando). Una historia en la que Saura se vació: posiblemente sea la más árida, inclasificable y –sí, también- mejor envejecida de todas cuantas filmó en los setenta. Premio al mejor actor en Cannes para un Fernando Rey que ya sabía muy bien lo que era sentirse extranjero en su propio país (veinte años llevaba de carrera internacional, de grandes nombres, de oropeles para olvidar el páramo).
Y lo que tan bien funcionaba hasta entonces… pues dejó de hacerlo en Los ojos vendados (1978). La censura iba desapareciendo progresivamente y el cine de Saura ya podía hacer algo más que sugerir. El primer resultado de todo aquello fue una película demasiado ambiciosa, dispersa y algo tremendista en el tratamiento de uno de los temas fundamentales de la sociedad de la época (la tortura, la violencia soterrada, el enroque de los nostálgicos).
A Saura le salió una película “de autor” (en el mal sentido de la palabra). Movimientos de cámara algo impostados, demasiado texto para su musa, sobresaturación de la música del bueno de Henry Purcell, otra vez el recurso de las fotos en blanco y negro para rememorar el pasado… a Los ojos vendados se le ven las costuras, se le adivina cierta fórmula. Algo que hasta entonces no había pasado, a pesar de la reiterada colaboración Querejeta-del Amo-Chaplin.
En la película se habla de policías que operan en la noche, de testimonios sobrecogedores, de sótanos oscuros, de la todavía reciente matanza de Atocha… sí, de verdades como puños que merecen la pena contarse. El problema radica en la ficción que Saura se monta alrededor de esta verdad que una parte de la sociedad española ya comenzaba a tildar de “incómoda”. Hay algo de afectado en la relación entre el dramaturgo concienciado y la mujer del dentista, en la excusa arty para poner en escena lo inimaginable. La realidad era tan cruda que merecía de una ficción más trabajada, más convincente, menos intelectualizada.
Mamá cumple 100 años (1979) (nueva coproducción hispano-francesa) cierra varios ciclos en la carrera de Saura. Para empezar, es el retorno al lugar del crimen, a aquella mansión en las lindes de la capital donde había arrancado la década. El lugar ideal para escenificar la ruptura definitiva (sentimental y profesional) con Geraldine Chaplin.
Por allí arriba el clima seguía igual de insano. Sobreviven dos hijos: el santón y el infiel. La estirpe se ha enriquecido con una adolescente mandona, otra más liberal y… y una tercera nieta gótica en ciernes. Vamos, que siguen igual de majaras que como les habíamos dejado.
La cinta es un recital de Rafaela Aparicio, completamente desatada y fenomenal en su papel de ‘matriarca-Saturno’ devoradora de una prole infame. Contaba también con la aparición de una Amparo Muñoz en el apogeo de su hermosura (cinco años atrás había ganado el certamen de miss Universo) y pareja por aquél entonces del productor. Se reproducen alguna de las carencias de Los ojos vendados: mayor libertad, sí, pero menor tino con la mira telescópica. La artillería pesada substituye a los francotiradores, aunque la contundencia –sólo aparente- nos revela que lo que quizás falte sea un plan general. Lo sutil substituido por algún destape, el subtexto desaparecido –incluso corregido respecto a la primera entrega… ¿no murió Ana, después de todo?- y la moraleja suavizada. A la España que despertaba del horror le quedaba todavía un camino muy largo que recorrer en lo social –sí, aún estamos en ello-: maridos que imponen su voluntad a sopapos, pelotazos inmobiliarios en el horizonte y apellidos seguros de conservar sus prebendas con uno u otro régimen.
El cine de Carlos Saura se encaminaba hacia nuevos derroteros. Así debía de ser, pues la sociedad que se empeñó en retratar (con inteligente crueldad, sin paños calientes) comenzaba a mudar de intereses. Su entente con Elías Querejeta sobreviviría dos filmes más y a partir de ahí, en esa España democrática y algo ingenua, empezaría a apostar por un cine musical, didáctico, incluso algo barroco en las formas. Volvió a tratar de hablarnos de la España contemporánea y de la de antaño, con resultados más bien dispares.
De alguna manera, siempre me ha recordado al cine y la televisión que empezó a hacer Roberto Rossellini tras su ruptura con Ingrid Bergman. Un cine herido, pedagógico, viajero. Un cine, también, alejado de la hondura y la significación de sus mejores obras. Si del uno siempre tendremos Alemania, año cero (1948), Stromboli (1950) o Te querré siempre (1953), del otro contaremos con La caza (1965), Peppermint frappé (1967), Cría cuervos (1975) o Elisa, vida mía (1977).