‘The Zero Theorem’, de Terry Gilliam: y Dios en la última playa
Si a alguien le diese por hacer un diccionario de directores afectos al exceso, Terry Gilliam debería de estar entre los primeros de una lista que abarcaría de D.W. Griffith y Cecil B. DeMille a Takashi Miike, pasando por Russ Meyer, Bob Fosse, Peter Greenaway… o el mismísimo Stanley Kubrick, por qué no.
Pero Gilliam es, sobretodo, un ejemplo de constancia (por no decir reincidencia). Son casi 30 los años que separan Brazil (1985) de The Zero Theorem (2013) y sin embargo sus obsesiones siguen ahí, intactas, convirtiendo a ambas en prima hermanas (o quizás palíndromas, una virguería lingüística que le debe de pirrar al ex–Monty Python), alfa y omega de esa trilogía de la distopía que tiene como pieza vertebradora a Doce monos (1995). Terry –apodado “capitán caos” por el que fuera asistente de dirección en su inacabada versión de El Quijote– ha sido fiel en su concepción del cine como último reducto de la imaginación, alternando los cuentos barrocos (Las aventuras del barón Munchausen (1989), Los hermanos Grimm (2005), El imaginario del doctor Parnassus (2009)) con descorazonadoras (y muy existencialistas) películas de ciencia ficción.
Si Bergman se (nos) torturó hasta el final tratando de escuchar siquiera un susurro de Él, el director de El rey pescador (1991) parece tenerlo claro: todo es nada. Una nada arrebatadora y hermosa, un agujero negro que nos llama y en el que acabaremos por zambullirnos, acompañados en la caída por recuerdos, máquinas que trataron de confundirnos y, cómo no… esa deslumbrante sensación de fracaso místico, un fatalismo exasperante que hace de sus mejores trabajos angustiosos ejercicios masoquistas.
Atrapados en el espacio y en el tiempo, los héroes de Gilliam son torturados; a veces físicamente, pero sobretodo mentalmente. Tampoco necesitan verdugos muy dotados: se bastan y sobran consigo mismos. Los paraísos artificiales en los que se refugian no son los búnkeres inexpugnables que suponían: el mundo –avasallador, burdo y terriblemente feo- termina por derribar sus defensas e invadir el reducto final… su propia cabeza. Ni ahí estaban seguros el Jonathan Pryce de Brazil, el Bruce Willis de Doce monos o el Christoph Waltz de The Zero Theorem.
The Zero Theorem nos presenta al arquetipo de la civilización occidental: el hombre que espera. ¿Y qué espera? Pues una llamada. La señal, la dichosa epifanía, la resolución del acertijo. Alguien o algo que le diga qué pinta en todo esto, aunque el poderoso imán de la nada aspire a convertirse en respuesta única (por defecto). Mientras ese momento llega, malvive como cualquiera de nosotros: como un eremita sin Dios al que rezar, encerrado en una iglesia con imaginería vigilante y empeñando las horas estipuladas de su vida en trabajar. Trata con entidades y no se le da nada mal… aunque desconozca la función última de su tarea, completando un interminable puzzle de ecuaciones en tres dimensiones. No importa, con tal de volver a su templo desacralizado y sentarse a esperar. La llamada, sí.
El futuro gilliamano hace de Blade runner un bonito mundo feliz. Porque en sus filmes ha triunfado aquello que más tememos (y tenemos): la idiotez. Lo hortera y lo intrascendente, lo evasivo y elusivo. Sociedades adictas a las operaciones de estética, a los gadjets solitarios, a las drogas que acaban potenciando nuestro miedo y asco. Pesadillas totalitarias con grandes hermanos que nos observan trabajar para ellos, ocupando el lugar de Cristo en la cruz. Sí, la omnipotencia ya no es el Ojo que todo lo ve, sino la miseria que todo lo graba.
No es posible la evasión, no es posible la victoria. ¿Qué nos queda? Pues un poquito de amor virtual, aunque no tengamos nada claro si hemos elegido nosotros o ha sido la compañía, el poderoso conglomerado para el que trabajamos, el que nos ha lanzado en los brazos de una unidad especialmente diseñada para el placer.
Tratando de resolver el irresoluble teorema cero, Qohen (rebautizado continuamente ‘Queen’ por su supervisor) logra que le den carta blanca a su misantropía: podrá trabajar desde casa, dejar de relacionarse de una vez por todas con esa humanidad secuestrada por el ruido, la publicidad agresiva, las promesas de prosperidad y las nuevas fes basadas en superhéroes de Marvel. Su encierro definitivo contará con la asistencia de un becario joven ligado a la firma, un mocoso ultraespecializado que no se permite recordar siquiera el nombre de la gente “porque ocupa un espacio de memoria innecesario”.
Socorrido también por las idas y venidas de su musa virtual (la hermosísima Mélanie Thierry), Qohen será incapaz –como siempre, nuevamente, en el cine de Gilliam- de abandonar su obstinación y abrazar la felicidad, por efímera y mundana que esta sea. Una pena, porque al final la respuesta al “de dónde venimos y a dónde vamos” resulta estar en el rincón de nuestros pensamientos más inconfesables, playa de eternos atardeceres donde jugamos con un balón hinchable junto a quién dice querernos.
La “nada” romántica, ese estado –quién sabe si resultado de una lobotomía- en el que deja de importarnos definitivamente cuánto más estaremos aquí y qué le hemos aportado al dichoso cosmos.