Anna Karenina, el tren que te hizo perder la cabeza
Nuestra querida Anna está obsesionada con el tren que la vio morir. Un tren que marcará su felicidad, o más bien su infelicidad. Un tren nevado que recorre velozmente la estepa siberiana. Un tren veloz que la lleva de San Petersburgo a Moscú. De su idílico pero aburrido matrimonio con Alexei Karenin a los brazos de uno de esos amores fou que sólo se pueden vivir en las novelas. Un amor que sólo alguien como Tolstói podría describir. Un amor que existe en las palabras que recorren las hojas de un libro y que ahora por obra y gracia de Joe Wright y Tom Stoppard han sido llevadas de nuevo a la gran pantalla. Recordemos que actrices como la gran Greta Garbo, Vivien Leigh o Sophie Marceau ya interpretaron a esta trágica heroína rusa. Ninguna como la Garbo, todo hay que decirlo.
En esta nueva versión de Anna Karenina, nuestra Anouska tiene la cara y el cuerpo de la siempre mandibular Keira Knightley. Debo reconocer que no es santa de mi devoción como actriz pero parece ser que el señor Wright le tiene cierto cariño e incluye su cuerpo espigado en muchas de sus obras. Aunque no me guste demasiado como actriz no se puede negar que aquí está bien la muchacha, a pesar de poner cara de mandíbula batiente tanto si está feliz como si está triste, tanto si ama con locura o se vuelve loca de amor. Pero lo hace kareninamente bien, interpretando con locura amorosa a la trágica heroína de nuestra historia.
Wright ha hecho en esta película una obra visual apabullante, apabullantemente perfecta. Una escenografía de infarto, unos decorados espectaculares y un vestuario preciosista hasta el último detalle. Una idea brillante situar la acción dentro de un teatro, como si estuviéramos viendo una representación dentro de una representación. Debió ser una tarea mastodóntica recrear en un teatro el San Peterburgo donde descubrimos a nuestra heroína ejerciendo de madre amantísima de su adorado Serozha, Moscú y sus intrigas cortesanas, los bailes de sociedad, una estación de tren en la que Anna y su perdición, el príncipe Vronsky, se conocen y quedan infatuados o un barrio pobre por el que camina un atribulado Levin después de ser rechazado por la caprichosa y dulce Kitty. Es sin duda un acierto, y quizás se echa de menos que en un momento dado, ese teatro se abra al exterior y volvamos a los decorados “normales”. A la fría estepa siberiana a la que vuelve Levin para recluirse y seguir con su desdichada vida, caminando sobre la nieve, abrigándose como puede vestido como un pingüino elegante para un baile al que piensa que nunca debió ir. A pesar de que a final de la película volvemos al teatro en el que entramos en sus primeras escenas, como cerrando un círculo mágico y triste. Se echa de menos que Wright no se liara la manta a la cabeza y nos teatralizase toda la película.
No me quiero olvidar de ese baile, ese primer contacto físico entre los dos futuros amantes invadidos ya por el ardor amoroso, esa danza que enlaza brazos, que los envuelve, los aísla y los transporta. Una escena inolvidable, maravillosamente rodada, en un crescendo de emociones y respiraciones entrecortadas. Una manera visual de simbolizar todo lo que representa esta historia de amor. Una danza desenfrenada y vertiginosa que acaba dañando a los que aman, a los que se aman.
Y en medio de todo esto, nuestra querida Anna descubre el amor loco de Vronsky y aunque al principio intenta huir de él, está claro que al final, se dejará llevar por sus pasiones más ardientes y retozará con el atractivo Vronsky sellando así su destino en un abrazo desenfrenado de amor desatado que la condenara sin remisión. Menudo dramón escribió el amigo León, pero qué pasión más desatada, por dios. Esos amores no se viven en la realidad. Un amor que consume hasta la destrucción, porque sabemos desde el minuto uno que Anna, nuestra querida Anna se lanzará a un tren que la librará del tormento que la pasión más desenfrenada que ha vivido le ha provocado. Ha sido feliz, si, pero a qué precio. Ser vilipendiada y repudiada por la sociedad rusa bienpensante y tremendamente hipócrita que aplaude jocosamente los constantes desvaríos amorosos de Vronsky, es un joven y tiene que divertirse, pero que lacra y mancha a Anna, la destroza y la remoza en el lodo del rechazo y el desprecio más absolutos. El joven Vronsky saldrá impoluto, habrá vivido una gran pasión, pero seguramente encontrará a una joven de buena familia con la que casarse y seguir sus andanzas extramatrimoniales. Su madre ya se encargará de ello.
Mientras, el pobre y soso Karenin con su maldita cajita, ha caído en desgracia por culpa de su fogosa esposa. El bueno de Karenin, en la faz de Jude Law. Ay, en otros tiempos cualquier mozalbeta bebería los vientos por Mr. Law y ni se fijaría en el oxigenado Aaron Taylor-Johnson que interpreta a Vronsky. Al final todos acaban tocados por el amor loco de Anna, todos y cada uno de ellos en menor o mayor medida. Fue la única que se atrevió a seguir a su corazón sin importarle las consecuencias y pagó un alto precio por ello. Si hubiera llevado pantalones, otro gallo hubiera cantado.
Me parece que hace un rato que he perdido el tren. Vuelvo a él. Al traqueteo constante que va desde San Petersburgo a Moscú, al paisaje nevado que siempre nos acompaña, a Anna, a su mirada ante el descubrimiento de que hay algo más allá, los sentimientos, la pasión, el miedo, la locura, la felicidad y la desdicha. ¿Hace falta que diga que la película me ha gustado mucho? Una obra visualmente enriquecedora, una delicia para los sentidos. Ojalá nunca hubiera salido de ese teatro al que al final vuelve. ¡Qué imagen más bella la de ese prado!