1929: Murnau, Borzage y el dilema existencial de Hollywood
Mayo de 1929, primera ceremonia de entrega de los Óscars. Los premios -que se han conocido con tres meses de antelación- se conceden a las películas rodadas los dos años previos y entre ellas destacan -¡abróchense los cinturones!- Y el mundo marcha (King Vidor, 1928), Hermanos de armas (Lewis Milestone, 1927), La ley del hampa (Josef von Sternberg, 1927), El circo (Charles Chaplin, 1928), El cantante de jazz (Alan Crosland, 1927) o Alas (William A. Wellman y Harry d’Abbadie d’Arrast, 1929). Entre algunas de las categorías ya extintas, la curiosísima Mejor escritura de intertítulos.
Y en la cumbre de aquél primer duelo entre iguales bendecido por Douglas Fairbanks y Louis B. Mayer, palabras mayores. Dos formas de hacer cine confrontadas: la revolución recién arribada (¿recién arrebatada?) de la Europa expresionista versus la perfección formal -no exenta de innovaciones prestadas- de aquél Hollywood en vías de consolidar las bases de su clasicismo, convertido a la postre en genuino colonialismo visual. Lo nuevo y lo renuevo, el cine entendido como arte y el producto primorosamente manufacturado que también reclamaba (porque lo merecía) su reconocimiento.
Pongámosles ya títulos. El Amanecer (1927) de Friedrich Wilhelm Murnau contra El séptimo cielo (1927) de Frank Borzage. La una se llevaría el premio a Mejor producción única y artística y la otra el galardón a Mejor dirección. La actriz protagonista de ambas (Janet Gaynor, con tan solo 22 años) el premio a la mejor actriz por… por las dos. La una y la otra, ni que decir tiene, eran excepcionales. Una de ellas, por lo menos, obra maestra indiscutible aún a día de hoy.
A El séptimo cielo le pesa algo el paso del tiempo. El mensaje piadoso, la intervención divina, el miserabilismo finisecular. Pero sin duda alguna estaba concebida para ser el melodrama definitivo, la amalgama perfecta entre Chaplin (la chica de la calle recogida por el poco más que vagabundo Chico, aunque con mucha mejor percha que el malabarista del bastón y los zapatones remendados) y El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), con su épica de la guerra inminente y las fuerzas ingobernables por el hombre.
En la primera parte la heroína indiscutible es ella, para terminar sumiendo al espectador en la eterna espera del Ulises de turno partido al frente. Los bajos fondos del París de 1914, las ansias de promoción social de aquél que se define constantemente como “a very remarkable fellow”, la transformación de la víctima sumisa en algo parecido a una mujer sin miedo, la tortuosa ascensión hasta el piso de la azotea (allí donde habitaban los más desfavorecidos antes de que hubiesen ascensores), la camaradería… un mecanismo perfectamente engrasado, todo un anticipo de los blockbusters “con corazón” que se acabarían convirtiendo en el cáncer del ya incipiente sistema de estudios.
No se me malinterprete. En el filme de Borzage todo funciona, todo responde a un plan, todo va hacia alguna parte. Hay intención, hay devoción y hay un excelente trabajo actoral para que la emoción aflore sin sentimiento expreso de manipulación por parte del espectador. Queremos que acabe ocurriendo un milagro y el director nos da exactamente aquello que deseamos.
Podría decir que Amanecer es todo lo contrario, pero mentiría. Murnau posiblemente busque lo mismo (la epifanía, el poder transformador de eso que él entiendo como el verdadero amor) aunque sus herramientas -incluso su imaginería- es propia e intransferible. Hasta el punto de que hay veces en que El séptimo cielo trata de imitar escenarios, sensaciones, trucos ópticos. Como si la venida de Murnau lo hubiese cambiado todo para siempre.
Murnau había llegado a Hollwood en 1926, dispuesto a hacerle alguna que otra película a los chicos de la 20th Century Fox. Tras Amanecer y después de no prosperar sus conversaciones con la UFA alemana, su periplo norteamericano continuó y se saldó con dos producciones más: repitió con Janet Gaynor en Four Devils (1928) y materializó su divorcio con su poderoso mecenas William Fox tras El pan nuestro de cada día (1930), que también debía de haber protagonizado la Gaynor.
Murnau no cuajó en Hollywood y Amanecer, esa joya deslumbrante y a contra corriente, se convierte así en el principal legado de otro enfant terrible que la meca del cine deglutió y devolvió, convertido en desencantado e inconformista juguete roto. Tras los honores y el reconocimiento de su valía vino el avasallo. Four Devils (una película de la que ya no se conserva copia alguna) vio cambiado su final y reconvertido su metraje en el propio de un filme hablado de circunstancias. La vorágine del cine sonoro también se llevó por delante City Girl (el título original de El pan nuestro de cada día), transformando la visión primigenia de Murnau (que concibió todos aquellos filmes como mudos, como historias que debían de ser contadas sin recurrir a la palabra) en showrooms de una nueva técnica que solo satisfacía la vanidad (y los bolsillos) del productor.
Pero volvamos a Amanecer y centrémonos en el primer tercio de su metraje. Los felices años veinte nunca habían tenido un arranque más oscuro: una nosferatu -de negro, por supuesto- que viene de la ciudad en pos del marido bucólico, un hombre dispuesto a sacrificar a su familia en beneficio de las siempre infravaloradas bajas pasiones, un crimen frustrado in extremis. Si eso no era capaz de sacudir a las audiencias bien pensantes, ya me contaréis.
Murnau tenía solo 60 minutos a partir de ahí para convertir a un proto-criminal lujurioso en un hombre reenamorado perdidamente de su mujer. ¿El escenario? Esa urbe transitada y rendida a los neones entendida a la manera de Walter Ruttmann (Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927)) y donde él se había perdido irremediablemente. Una boda ajena, una sesión de fotos, un baile multitudinario. Y otra vez a cruzar la laguna Estigia mientras la tormenta se cierne sobre ellos.
Los dos filmes devolvían los muertos a la vida, un canon que vive ahora un nuevo revival con las franquicias de superhéroes. Los dos filmes concluían con rayos de luz (el uno colándose por la izquierda de la pantalla, el otro inundando toda la superficie del fotograma). En ambos -y en contra de la tendencia imperante- la ciudad ejercía una función redentora y las afueras (el campo o qué decir de las trincheras) resultaban amenazantes, ajenas al espíritu pastoral de la novela naturalista.
Janet Gaynor, la sacrificada mujer cornuda de Amanecer y la huérfana por pervertir de El séptimo cielo es en sí misma un compendio de aquél Hollywood de los años 20. Vendedora de zapatos y figurante sin sueldo, fue “descubierta” en 1926 y consagrada en apenas un par de temporadas de fulgurante carrera. Sólo en 1926 participó en 20 producciones y en 1927, a parte de los dos largometrajes referidos, participó como extra y como figurante sin crédito en otros dos filmes. En el bingo de la fama no había que parar de apostar.
Cuenta la leyenda que por la mañana rodaba con uno y por la tarde con el otro. No eran papeles antitéticos (en ambos hacia de desvalida, de mujer a merced de la furia y la frustración ajena), pero había una gran distancia entre la mujer que presenciaba el adulterio meciendo todavía la cuna y la arrabalera chuleada por una hermana maleada.
A la postre, Hollywood sacó poderosas lecciones de esta confrontación que no fue tal, pues ambas películas fueron producidas y distribuidas por la Fox Film Corporation. La primera: que los directores con demasiadas exigencias (en lo técnico, en lo artístico, en lo monetario) no iban a ser bienvenidos. La segunda: que había que darle al público lo que quería hasta la extenuación (la pareja de El séptimo cielo (Gaynor y Farrell) volvería a coincidir en otras 10 ocasiones), máxime cuando la película doblaba en recaudación lo que había costado, un margen que la industria de hoy no calificaría precisamente de supertaquillazo. Y la tercera y más lamentable: que la lírica filmada no podía hacerle sombra al Gran Cine, entendido este como colosal despliegue operístico.
Murnau moriría en lejanas tierras al año siguiente de abandonar los EEUU. Nos legaría una obra maestra póstuma (Tabú (1932)), tras haber traído a Hollywood las mismísimas Tablas de la Ley cinematográficas, dejando con Amanecer un catálogo de innovaciones técnicas (desde la sincronización de banda sonora y efectos sonoros a la falsa perspectiva) que se quedaron en eso: en trucos fácilmente asimilables por unos estudios que acababan compartiéndolo todo.
1929 no fue la primera dicotomía pública entre arte y espectáculo, entre el corazón y la razón monetaria. Vendrían otras muchas crisis existenciales (únicos momentos en los que se han abierto las puertas al talento extraño, a la sangre nueva revitalizadora), pero todas sin excepción se han saldado con la perpetuación de unas maneras y unas formas que en raras ocasiones han apadrinado al verdadero talento, ese que auspicia los cambios de paradigma y las revoluciones estéticas.