Americana 2016: De lugares, de cosas, de gentes

Para su tercera edición la Americana Film Fest (Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona) presentó una programación extraordinariamente sólida, renovando su apuesta por la síntesis y el compendio, primando la calidad muy por encima de la cantidad. Y se agradece, pues en apenas tres días de festival uno podía plantearse llegar a ver tres cuartas partes de todos los filmes presentados, agrupados para la ocasión en tres categorías resultonas: Tops (8 filmes a manera de selección del mejor indie de la temporada), Next (media docena de películas autodefinidas como “lo más indie de entre el mejor indie”) y las cinco propuestas que integraban la nuevísima Docs; documentales con una inefable mezcla de América profunda, barriadas multiculturales y conflictos fronterizos con cárteles de la droga ejerciendo de jueces y partes.

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La propuesta crecía además con talleres de efectos especiales para los proto-cinéfilos y la guía de supervivencia para opinadores al borde de un ataque de nervios impartida por Manu Yañez bajo el título de El crítico de cine. Crónica de un festival. También hubo televisión (estreno de las últimas temporadas de Girls y Togetherness) y sesión de cortos. De todo para el niño, la niña, la talludita y el entradito en carnes.

Aquí va un resumen de todo lo que vimos, agrupado en cinco capítulos y una coda. Comenzamos nuestro repaso con un plano general, con barrido incluido. Pero no temáis, porque tras el prólogo lírico os aguarda la chicha: lazos de sangre, sangre a secas y mucho, mucho miedito a la próxima reunión familiar.

I.- Preludio. Paisajes de la Americana

Un pueblo de mala muerte rodeado de vías férreas por las que transitan convoyes que el cine nos ha enseñado a calificar de “interminables”. Niños viejos plantados en lo alto de los puentes de la autopista, viendo pasar coches e imaginando una posibilidad de escape. Afueras que siempre parecen estar a años luz de cualquier centro, si en verdad lo hay. Explanadas con casi todo viniéndose abajo, fachada sin mar de una La Habana industrializada. Olor a lluvia reciente y a algo pudriéndose allá abajo, en el congelador.

Canguros que se escapan con el novio, transexuales que lo buscan arrastrando de los pelos a su nueva pareja, matrimonios que se rompen porque quizás la felicidad nunca fuese un estado permanente. Padres que tiran de Biblia, catedrales de sequoias, dioses que dejan huellas plantígradas. Fogatas donde arden restos de cajas torácicas. Crímenes ficticios, crímenes repetidos, crímenes inminentes.

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Lo urbano y lo rural contradiciéndose a sí mismos. Ciudades sin aceras, pueblos sin carreteras. Aburrimiento, cambio, prostitución, silencio, miedo, piscinas y zanjas. Un zoo abandonado a mediados de los sesenta, un par de tumbas camino del aeropuerto. Copias de llaves para que un recién llegado te contagie su paranoia. Sótanos donde hacer very bad things, hecatombes pospuestas, cánticos y… rezos, los de unos niños remedando un cuadro de Millet o unos locos adorando a otro loco entre rejas. Pedid, que nadie os dará.

Habitaciones donde reina la oscuridad, sospecha del otro. Taxistas que ejercen de Travis con cargas familiares, suegras que descubren la verdad a las puertas del Donut Time. Hermanas descarriadas en pos del perdón y que sólo encuentran la redención entre los brazos de Baco. Patanes fuertemente armados paseando por sus fronteras mentales. Invitaciones maliciosas a no seguir en este mundo.

Y siempre, siempre… hacia los grandes horizontes. En ferry o a la carrera entre los campos de Nebraska. Huyendo de una familia impostada o escondiéndote de los fantasmas del pasado aventados por los demás. Grandes espacios. Por los que correr. Mientras te persiguen. Ellos, los tuyos.

II.- La familia: tú a Boston y yo a California

King Jack (Felix Thompson, 2015) vendría a ser la versión “ficción” de la excelente Rich Hill (Andrew Droz Palermo, Tracy Droz Tragos, 2014), vista en este mismo festival el año pasado. Si aquella apostaba por el seguimiento continuado en el tiempo de los tristes avatares de tres proto-víctimas recién llegadas a la adolescencia (y que parecían la versión teen del Steven Avery de Making a Murderer), la presente se centra en apenas un fin de semana de otro aspirante a white trash de pleno derecho: el vapuleado rey ‘rata’ Jack.

Vapuleado por el hermano mayor, sin la confianza de una agotada madre trabajadora… y blanco de las chanzas de un vecindario con aversión a cualquier muestra de debilidad. Jack necesita reivindicarse, foguearse, bailar con la más honesta, ganar por una vez. La llegada de un primo con una madre aquejada de problemas mentales quizás le obligue a dejar de correr y enfrentarse a su némesis local, al más puro estilo Paul Newman en La leyenda del indomable (Stuart Rosenberg, 1967).

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King Jack, la primera película que vimos este año, marcaba ya la senda tenebrosa de esta Americana 2016: mi familia y otros animales. El filme rebosa épica adolescente –callada, sufriente-, aunque su optimista desenlace nos dejase descolocados a más de uno.

Hay algo profundamente desasosegante en Yosemite (Gabrielle Demeesteere, 2015). La película se basa en dos cuentos del actor y eterno aspirante a hombre orquesta James Franco y su ubicación geográfica resulta tan equívoca como el título.

Porque sí, la acción arranca en el conocido Parque Nacional de Yosemite, pero tan solo a manera de anécdota. Un padre -¿superando un divorcio? ¿Cargando sin más con los hijos los días prescritos en el acuerdo?- pasea con sus vástagos por un entorno amenazante, mucho más si a uno se le echa la noche encima. Lo único que conocemos de él es que profesa una fe excesiva en un único libro, ese que nos aguarda en los cajones de las mesitas de noche en las habitaciones de cualquier motel de carretera estadounidense.

A la vuelta (¿o quizás ocurre antes?) sabremos de la existencia de otros dos compañeros de clase de sus hijos. Ambos marcados por la ausencia de la figura paterna; el uno, enganchado a rudimentarios chats de madrugada (estamos a mediados de los ochenta), el otro, veterano del Vietnam dedicado en cuerpo y alma a retroalimentar su trauma. En este panorama de abandono de facto, nuestros tres escolares deberán de buscarse nuevos amigos, nuevas aventuras, nuevas amenazas. Vivir tratando de superar lo que ya no pueden superar sus mayores.

Quizás Yosemite se pase de sutil. Su directora no está por la labor de ponérnoslo fácil: su poética de la sospecha hace que estemos continuamente temiéndonos lo peor. Que ese desconocido que acoge a un menor en su casa a cambio de cómics y Coca-Cola quiera algo más. Que esa pistola que esconde papá debajo de la cama esté ahí para desencadenar el drama. Que la fauna salvaje que aguarda su oportunidad entre las sombras no sea, comparada con el hombre, más que animales desamparados, perdidos mientras trataban de volver al bosque.

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Gabrielle Demeesteere frustra una y otra vez las expectativas del espectador. Su intento de evitar sendas demasiado transitadas hace de su relato un apunte deslavazado, un fresco triste en el que parece que está a punto de ocurrir algo terrible… cuando en realidad ya ha ocurrido y nos quedaremos sin saber exactamente en qué consistió.

Luego existen familias que están dejando de serlo… o que evolucionan hacia algo distinto, lo que quiera que sea. La muy simpática People Places Things (James C. Strouse, 2015) plantea crisis de cuarentón de traca: divorcio, nuevas obligaciones como padre, indecisión en el plano laboral… contado todo sin cargar las tintas, entre la simpatía mumblecore de un Noah Baumbach y la ligereza en los diálogos de un Woody Allen inspirado. Orgullosa de su propia pequeñez, vamos.

Pero la familia mejor avenida del festival ha sido la formada por la comunidad transexual de Los Ángeles en Tangerine (Sean Baker, 2015). Ya conocíamos esas calles (sin ir más lejos, gracias a la recuperación el año pasado de The Living End (Gregg Araki, 1992)), pero nunca antes habíamos compartido ese bullicioso puterío de Sunset Boulevard con una despechada tan perseverante.

Obviando lo anecdótico en el plano técnico –el que se haya filmado con un iPhone-, Tangerine es purito ritmo y diversión. Como si el cine, equipado de una nueva ligereza –esa cámara desencadenada que persigue a Sin-Dee Rella y compañía de garito en garito, de lupanar en lupanar, de taxi en taxi- retornase a los gozosos tiempos del cine mudo. Baker reajusta nuestra perspectiva a pie de calle, pero aprovecha también para hacer desfilar a una galería de personajes desafortunados pero orgullosos, ajeno a cualquier tentación conmiserativa.

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Después de todo esto se entiende que nos pareciese algo carca la propuesta de Joe Swanberg, Digging for Fire (2015). La crisis de fin de semana que “sufren” el par de pijillos protagonistas no provoca ni frío ni calor. Y eso que el punto de partida resulta más que interesante: la aparición de un hueso y una pistola en el jardín de una casa desencadena un vendaval de emociones contradictorias en este par de treinteañeros con pánico a reconocer su nueva condición (padres).

La familia, en definitiva, es aquí una gran cosa. Y separados, nuestros dos protagonistas parecen no ser nada: el uno se dedica a montar fiestas con amigotes (con esa preocupante tendencia a asociar diversión con cervezas, coca y chicks for free) y la otra a irse de compras, visitar a otras amigas más acabadas que ella y ligarse a Orlando Bloom en un bar. Pero sólo un poquito, ¿eh?

Sus (casi) infidelidades acaban en un episodio de crecimiento personal y súbita madurez. Hasta el vago vocacional del marido decide enterrar la chupa, quintaesencia de la adolescencia perdida. Como si les diese vértigo la sola posibilidad de empezar a conocerse a sí mismos. Un poco sonrojante, sí.

III.- La familia 2.0: modelos alternativos

El año en que descubrimos a Sean Baker (se proyectó su Starlet, la película más “vieja” de esta edición del festival, de allá por el 2012) fue también el año de los modelos alternativos de existencia / resistencia. Junto a una anciana a la que le acabas de sisar 10.000 dólares (involuntariamente, eso sí: la culpa fue suya por venderte un termo que en realidad hará las funciones de vaso) o triscando por el monte junto a un viudo traumatizado.

Por supuesto que Starlet (Sean Baker, 2012) merecía ser rescatada. Presentaba ya ese modelo de inocencia perversa (personaje aparentemente naif, de los que cree en el amor… aunque sobreviva filmando porno y comparta piso con un trapichero aficionado a los videojuegos) que acabaría puliendo y mejorando en las sufridas carnes de la heroína de Tangerine (2015).

Revestida de esa locura setentera, Starlet no sólo es el nombre de un perro lametón y malcriado. Es la apuesta por un naturalismo con amplios espacios para el milagro (un vuelo a París, un bingo inesperado). Ese estado circunstancial e inesperado (¿lo llamamos esperanza, ignorancia o primeros síntomas del inevitable olvido?) donde puede coexistir una mamada con un ramo de flores colocado en la tumba de un desconocido al que alguien quiso de verdad.

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Pero si ha habido una película con una protagonista necesitada de reformular el concepto ‘familia’, esa ha sido Wildlike (Frank Hall Green, 2014). ¿Cómo es posible parir una historia tan deliciosa con un punto de partida tan sórdido?

Mackenzie, adolescente víctima de su propia belleza, recala en Alaska. Rebotando de familiar en familiar, como si no supiesen muy bien qué hacer con ella, dónde aparcarla. Sólo sabemos que su madre no está en condiciones, que mejor que se vaya lejos de Seattle… por un tiempo indeterminado.

Allí será víctima de un depredador con el que comparte apellido, pero que lleva tiempo esperando su oportunidad (¿había ocurrido ya en algún momento del pasado?). El caso es que Mackenzie, toda inocencia interrumpida, decide salir huyendo a la carrera, sin rumbo fijo, sin más planes de futuro que no dormir a la intemperie y tomarse algo caliente antes de acostarse. Sola, por fin.

Y aquí es donde la película se escinde con una naturalidad maravillosa y se transforma en una ruta iniciática, a resultas del encuentro con un tipo en apariencia taciturno –como la abuela de Starlet, sí- pero que acaba resultando un Bogart encantador con herida todavía sangrante. ¿El final? Pues como en Casablanca, pero cambiando el avión por un ferry.

Wildlike es una de las joyas de este festival, un derroche de sensibilidad a medio camino entre, pongamos, Old Joy (Kelly Reichardt, 2006) y Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007).

IV.- Grandes propósitos, enfoques confusos

Dos documentales que confundieron la parte con el todo: Blood Brother (Steve Hoover, 2013) y Cartel Land (Matthew Heineman, 2015). En ambos, el excesivo personalismo que sus realizadores conceden a sus heroicos protagonistas acaba frustrando sus buenas intenciones y… mejores propósitos.

Blood Brother lanza apenas un par de pistas sobre la miseria en un país de esos que ahora nos empeñamos en tachar de “emergentes” (la India). Las soluciones que propone para lidiar con tanta miseria endémica diríase que pasan únicamente por el sacrificio del occidental concienciado de turno y la apelación a… ¿la caridad cristiana?

No me malinterpretéis. Rocky Braat es lo más parecido a un santo que he visto en mucho tiempo: un joven norteamericano que decide deshacerse de sus posesiones materiales e irse a cuidar niños enfermos de SIDA a la India. El director no puede evitar involucrarse emocionalmente en la historia –se trata de su mejor amigo desde la infancia- y termina hablándonos demasiado de lo que menos nos interesa: la necesidad de autorrealización de un norteamericano medio. En el tintero, repito, quedan unas cuántas preguntas inquietantes: ¿en todos los países donde se suministra el cóctel farmacéutico para el tratamiento de esta enfermedad los efectos secundarios son tan terribles? ¿La única posibilidad de financiación de estos centros pasa por la aportación de ONGs extranjeras? ¿Existen campañas de prevención entre la población?

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El problema de Cartel Land es muy similar, acentuado por una maquiavélica justificación de los fines. Ya conocemos la épica norteamericana –esa que se remonta a sus orígenes fundacionales y que parece pasar por la necesidad mental de poder empuñar un arma cuando el Estado “no está a la altura”– y cuyo corolario peliculero es que hay que responder (a tiros, mayormente) ante cualquier atisbo de… ¿injusticia?

Pero en la guerra que libran cárteles en la frontera entre México y los EEUU resulta prácticamente imposible marginar a buenos y malos o detectar siquiera el momento exacto en el que los que llevan la razón comienzan a corromperse. La polémica figura del doctor José Manuel Mireles –galeno, partidario de armar al pueblo, mujeriego- parece catalizar las ansias de libertad de la región de Michoacán. Lo que empieza siendo una guerra de liberación en toda regla, termina con la corrupción paulatina pero irrefrenable de los que ahora detentan el poder, las fuerzas de autodefensa. Y el ciclo infernal se cierra, porque los intereses creados –mafiosos, gubernamentales- son demasiados.

Sorprende también el excesivo espacio que Heineman le concede a uno de los capitostes de las autodenominadas patrullas fronterizas. En el lado norteamericano, allá por Arizona, otro tarado justiciero nos intenta hacer creer que no se dedica a perseguir y cazar inmigrantes, sino a… ¿luchar contra los cárteles? Venga ya.

En lo cinematográfico, Cartel Land es muy potente. Con formato de western, empieza siendo un Los siete magníficos (John Sturges, 1960) y termina en un ¡Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952) con propósitos revolucionarios frustrados.

V.- El viejo-nuevo terror: ¡témete a ti mismo!

Antes de la proyección de They Look Like People (Perry Blackshear, 2015) uno de sus protagonistas tiene a bien saludarnos vía skype. Su cara de insomne (allá por la costa este es madrugada profunda) casa a la perfección con la de su personaje en la ficción que estamos a punto de ver. Desvela sin ambages las pretensiones del exiguo equipo de rodaje: seguir la senda tenebrosa de Babadook (Jennifer Kent, 2014) o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011).

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Hay presencia amenazante indeterminada, hay protagonista oscilando entre la profecía y la esquizofrenia. Pero también hay algo de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), de Primer (Shane Carruth, 2004) e incluso de Señales (M. Night Shyamalan, 2002). Quizás el problema principal sea ese: hay algo de demasiadas cosas en este indie enmarcable en el sub-género “orgullosa precariedad”.

Porque They Look Like People no puede escapar de sus propias (y profundas) limitaciones. Y no hablo sólo de las económicas: actores justitos, espacio escénico limitado y creación de un suspense artificial que no termina de funcionar. No, señores: crear tensión no consiste en alargar las escenas o acumular planos y contraplanos de los actores haciendo el John Travolta contrariado.

El mal (o el milagro) no acaba de materializarse, posiblemente porque habite únicamente en las cabezas de los dos desubicados héroes (sus mujeres acaban de abandonarlos y mientras el uno aspira a reivindicar su masculinidad seduciendo a su jefa, el otro huye de ese secreto a voces que le lleva a prepararse para lo inevitable). Desde esa azotea donde se adivina el perfil característico de Nueva York, aguardan la epifanía extraterrestre. Aunque el espectador sepa desde hace ya algunos años que todos hemos sido convertidos: ya nadie parece… pues eso, gente.

El punto de intersección entre los dos grandes temas de esta edición de la Americana (la familia y el terror psicológico centrado en uno mismo) quizás lo hallemos en la excelente Krisha (Trey Edward Shultz, 2015).

Un argumento mil veces visto: la reunión familiar desastrosa. Unas veces la cosa acaba siendo pornografía emocional (Agosto (John Wells, 2014)) y otras una delicia cinematográfica con juramento dogmático incluido (Celebración (Thomas Vinterberg, 1999)). El caso es que si juntamos a una docena de personas con extraños vínculos de sangre en un mismo espacio durante demasiado tiempo… en fin, qué os voy a contar que no sepáis.

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Pero Krisha despunta por numerosas razones. Por el brío poderoso que sabe imprimirle su director, por el juego de formatos, por los enormes aciertos en el plano sonoro (los estados emocionales de la protagonista nos llegan más a través de lo que escuchamos que de lo que vemos) y, sobretodo, por la poderosa actuación de Krisha Fairchild. Desde el mágico plano secuencia de arranque hasta el fundido a blanco con el que concluye, Krisha depara emociones fuertes, sí, pero sobretodo depara la autopsia emocional de una mujer con serios problemas y escasos apoyos.

El miedo también puede acabar contaminando pueblos enteros, arrasando cualquier vestigio de razón. En Prophet’s Prey (Amy Berg, 2015) su directora nos sitúa a las puertas (entrar se antoja misión imposible) de una comunidad fundamentalista mormona, capitaneada por un enfermo mental que monopoliza el mensaje divino para así controlar la voluntad, la libertad sexual y los depósitos bancarios –por supuesto- de sus desamparados fieles.

Warren Jeffs es el nombre de este ilustre hijoputa, que a pesar de acabar sus días entre rejas se las apaña para seguir sometiendo a su particular reinado del terror a unos 10.000 alienados de difícil reinserción. Toda una trama con excusa mística organizada con una única finalidad: poder violar a menores. ¿Lo más terrible? Que sus franquicias psicopáticas se reparten por cuatro estados de los EEUU y que mientras los pobres desgraciados siguen esperando la llegada del fin del mundo (la zanahoria existencial por antonomasia), mucho nos tememos que el horror –quintaesenciado en esta cama-altar para las iniciaciones- continúa campando a sus anchas por los pasillos de ranchos recónditos.

Instalados cómodamente en el territorio del terror, ¡qué impresionante ejercicio de suspense el de Take me to the River (Matt Sobel, 2015)! En la que probablemente haya sido la mejor cinta del festival, este debutante se las apaña para tenernos una hora larga con el estómago encogido, esperando un desenlace que sólo se nos antoja… trágico. Un ejercicio de crueldad mental donde uno no tiene muy claro quién es el sádico: ¿el paleto resentido o el propio espectador, que no para de preguntarse qué fórmula habrá elegido este para llevar a cabo una venganza, en apariencia, incomprensible?

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Nebraska, un encuentro familiar, viejas discrepancias y un nuevo secreto que añadir a la cuenta (la homosexualidad de un hijo adolescente, enésimo tabú del que alejar a una inquietante abuela-pater familias). Un malentendido –o quizás no- desata la locura, la caza de brujas, el retorno al pasado… ¿habrá ajuste de cuentas entre el agro y los veraneantes californianos? Wait and see, man, wait and see!

Si en Take Me to the River aguardábamos una catarsis que no llegaba, en The Invitation (Karyn Kusama, 2015) asistimos a la misma en primera fila, consultando el reloj (¿tan inevitable nos parece?), agasajados por una –ex a la que hacia tanto tiempo que no veíamos.

Tú, yo, nuestras respectivas parejas y unos cuántos amigos de la vieja guardia, ya sabes, los de siempre, justo antes de que todo se fuera al garete. Por los viejos tiempos. Por la superación del dolor y de ese trauma gordo del que nunca hablamos.

The Invitation dosifica el mazazo casi hasta el tiempo de la prórroga, por mucho que no paremos de decirnos que algo no anda bien con esta gente, que hay demasiada sonrisa forzada, demasiado invitado sorpresa. Demasiadas mejoras en esa casa tan exclusiva en las colinas de Hollywood…

Pero una cosa es suponerlo y otra bien distinta corroborarlo. Si, el terror habita en nuestro interior y posiblemente sea esta su formulación más retorcida: el regodeo con la propia angustia. Entre uno o no en el juego, acepte o no las reglas de toda película de género (y esta lo es), lo cierto es que el final The Invitation se merece estar entre los más impactantes de lo que va de siglo. Sin exagerar.

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VI.- Epílogo. Buenas noches, y buena suerte

Todos los festivales tienen un tema. A veces, hasta un leitmotiv. Algunos me aseguran que estas cosas nunca pasan de una manera consciente, que los organizadores de este tipo de eventos no pueden permanecer ajenos a la coyuntura, a las modas, incluso a las casualidades.

Si ha habido un tema en esta Americana 2016 ha sido la familia. También conozco programadores que utilizan sus prerrogativas a manera de terapia, así que no descarto que aquí haya habido más de uno tratando de exorcizar fantasmas personales. Dejadme fabular, caramba.

Por lo demás, ¿qué deciros? Quizás nos esperábamos algo más de la sección Docs (nos quedó por ver In Jackson Heights y no porque le tengamos manía a Wiseman, sino por su cultivo inveterado de películas de tres horas), pero lo cierto es que hubo nivelón: cine valiente, catártico, distinto, no necesariamente radical… y que a buen seguro podría ser masivo (si existiese voluntad, si existiese educación, si existiese interés).

Los premios… ¿a quién le importan? El del público fue para Trumbo, una cinta que en breve se estrenará en cines y que –como el año pasado con Selma– no acabo de entender muy bien qué hace en un festival de Cine Independiente Norteamericano. Está claro que para la sesión de clausura se buscan títulos menos publicitados dentro del mainstream, pero… ¡ambas son tan de Hollywood, tan de ‘no-llego-a-tiempo-de-los-Oscars-pero-aquí-estoy’! Para futuras ediciones –si no hay cuestiones de patrocinio por medio- nos las podríamos ahorrar, ¿no?

Respecto al premio La casa del cine otorgado a They Look Like People (el jurado lo componían 16 de sus alumnos de crítica), qué queréis que os diga… independientemente de sus escasos medios, fue de los filmes más flojos de la Americana 2016. No nos empeñemos en llamar películas imperfectas a cintas que son sencillamente insatisfactorias.

Quedan para los anales cuatro filmes excelentes: la vital y rompedora Tangerine, la hermosa y elegante Wildlike, la cazallera Krisha y la madre de todas las cintas malrolleras: Take Me to The River. Nos pegamos desde hoy mismo al cogote de Sean Baker, nos abonamos a la América ‘God-nightmare’ de Amy Berg… y querríamos ver más a menudo en las pantallas al Jemaine Clement de Flight of the Conchords, genial como panoli desubicado en People Places Things.

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La Americana ha cumplido sobradamente con su objetivo: acercarnos el cine de esta tercera generación de lo que se dio en llamar Nuevo Cine Estadounidense (un batallón que ya no está adscrito a movimiento alguno) y sacarles los colores –una vez más- a los distribuidores de este país. Una selección excelente para ponerse al día en apenas 60 horas de lo mejor de la temporada pasada en los USA, en abierta contradicción con esos filmes multinominados y terriblemente sobrevalorados que padecemos siempre a principios de curso.

Hagamos justicia a lo visto: hablemos de ellas. Con cualquier excusa, en cualquier lugar, rodeados de la gente que sea. Porque recomendar sigue siendo la forma más efectiva de resistencia.

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