Ai Weiwei, disidente rock star

“Ser artista implica más un modo de pensar, un modo de ver las cosas; ya no consiste tanto en producir algo”. Ai Weiwei

Agosto de 2009. Como Werner Herzog en Tokio-Ga, andaba uno perdido por las alturas, tratando de encaramarse a lo más alto de la Torre Mori en el barrio-ciudad de Roppongi Hills. No, no hacía falta descolgarse por la fachada ni realizar expeditivas incursiones a lo 007. Bastaba con coger un puñetero ascensor: apenas un minuto para salvar los primeros 200 metros. Un lugar “único (¡maldita Lonely Planet!) desde el que tener una vista privilegiada de la megalópolis por antonomasia”.

Antes de llegar al helipuerto, un museo de arte. El Museo de Arte Mori, por supuesto. Taikichiro Mori, el dueño de todo esto (R.I.P.) fue un desaforado constructor, antiguo profesor de comercio de la Universidad de Yokohama, emprendedor o especulador -según a quién leas, como siempre-. Descendiente del clan Mori, tataranieto de daimios y el hombre más rico del mundo cuando murió allá por 1993.

Pues bien, en aquél templo erigido por el mecenas nipón para diversificar un poco más si cabe su inversión, una exposición de Ai Weiwei, el catalizador del panorama del arte en Asia, el más “radical” entre los radicales. ¿La pieza estrella? Una serie de instantáneas de su persona dejando caer al suelo un jarrón de la dinastía Han, una pieza de cerámica con unos veinte siglos de eso que hemos dado en llamar… historia.

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¿Qué cojones…?

La figura más polémica (y por lo tanto, conocida) del arte contemporáneo chino expone hasta el 1 de febrero de 2015 en La Virreina de Barcelona. Un repaso a su obra desde comienzos de los ochenta, con dos instalaciones inéditas diseñadas para la ocasión. La muestra lleva por título On the table y nos servirá para reflexionar –agarraos- sobre qué entendemos por artista comprometido y hasta qué punto condiciona dicho activismo… la valoración “objetiva” de su trabajo.

Empecemos por el adjetivo –casi segundo apellido- que acompaña siempre a Ai: “disidente”. Cuando escucho esta palabra pienso de inmediato en Aleksandr Solzhenitsyn, el cronista-mártir de los gulags que tuvo que empeñar 20 años de su vida para que algunos, por fin, entendiésemos qué había en la trastienda del “paraíso” comunista.

Como algunos diréis que eso es poner el listón innecesariamente alto, acudiremos al diccionario. Disidente es aquél “que se separa del partido, la religión, el gobierno o el colectivo ideológico al que pertenece, por no estar de acuerdo con su doctrina, creencia, sistema, etc”.

…y a veces uno tiene la sensación de que Ai Weiwei todavía no ha formalizado su divorcio del partido único que gobierna China, por mucho que sea pródigo en gestos de rebeldía adolescente (su famosa peineta). La valoración crítica de su arte nace precisamente de esta confrontación, hasta el punto de haberse hecho indisoluble. Y lo que es peor: hasta el punto de que Weiwei es absolutamente consciente de dicho hecho. Su resistencia –su compromiso- deviene así en la razón de ser de gran parte de lo que hace. ¿Pero qué valor tiene, en sí mismo, eso que hace?

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Consciente de su leyenda, el Pepito Grillo del régimen (esta proto-dictadura capitalista en que parece haberse trocado la futura primera potencia económica del mundo) tiene tantos frentes abiertos que uno se pregunta si le queda tiempo para reflexionar sobre el sentido último de su obra. Un conjunto disperso, a ratos coherente, caracterizado por una tendencia al gigantismo (la exposición temporal entendida como superproducción hollywoodense) y la resistencia –no tan pasiva como pudiera parecer- frente a un status quo que ya no se puede permitir presumir de temible.

Convertido ya en icono pop, bueno será recordar de dónde viene Weiwei. Las raíces del trauma –que existió- y su estrecha relación con un sistema que le empujó al exilio y que ahora, veinte años después de su vuelta, le impide algo tan básico como viajar (le retiraron el pasaporte en 2011 bajo la muy capitalista acusación de… delito fiscal).

Nace Weiwei allá por 1957. Hijo de Ai Qing, una de las muchas víctimas de las purgas cíclicas de artistas que antecedieron a la Revolución Cultural. El autor de Canción de retorno (que no pudo publicarse hasta 1979) se tiró 16 largos años en granjas de “reeducación” de Manchuria y Xinjiang. Le acompañaba un mocoso llamado Ai, que fue testigo de las humillaciones a las que era sometido su padre (limpiar las letrinas comunales, sufrir los atropellos de los orgullosos iletrados de la Guardia Roja…).

El infierno acabó con su rehabilitación y Qing, amigo de Pablo Neruda, pudo presumir de haber sobrevivido a un “largo, húmedo y oscuro túnel”. Su hijo ingresó en la Escuela de Cine de Pekín donde coincidió, entre otros, con los cineastas Zhang Yimou y Chen Kaige. Funda el colectivo Stars, una asociación de artistas dedicada, paradójicamente, a la reivindicación del individualismo en el arte. En otras palabras: a hacer pedagogía de la contemporaneidad en una sociedad recién salida del realismo socialista y los omnipresentes retratos de Mao, el rey Sol hacia el que miraban, siempre deslumbrados, sus compatriotas-girasol.

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En 1981, Weiwei dice basta. Se va a Estados Unidos a revivir el sueño beatnik, una utopía cultural y personal que incluyó los inevitables viajes de costa a costa, las amistades de altura (Robert Frank –que andaba tirando alguna de sus 28.000 fotos para The Americans cuando él nació- o Allen Ginsberg) y la práctica de la bohemia (de la libertad, en su caso) sin cortapisas.

Las fotografías de este periodo no son especialmente memorables. Remembranzas en blanco y negro de una fauna underground mil veces vista, con los inevitables retratos del artista deudores del neodocumentalismo. Pero lo importante es que Weiwei concibió un plan durante sus años neoyorquinos: levantar La Factoría de Warhol en su propio país.

En 1993 regresa a China. Edita libros sobre arte contemporáneo y trata de dinamizar el panorama local, coincidiendo con la muerte de Deng Xiaoping y el comienzo del proyecto Escudo Dorado, llamado a blindar / controlar la red de redes. Mientras el estado se empeña en ponerle puertas al mar, el fenómeno Weiwei se expande: intervenciones arquitectónicas, participaciones en la Bienal de Venecia, premios internacionales…

Como haría Jia Zhangke en el plano cinematográfico, Weiwei levanta acta de la destrucción, de la tabula rasa que está haciendo China con su propia patrimonio, enterrando por siempre tesoros nacionales a mayor gloria de… ¿nuevas ciudades desiertas? Un nuevo Gran Salto Adelante que volverá a acabar con un traspié monumental.

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Hay un Weiwei tontorrón, poco sutil. El de los juegos de palabras, el de la sobreexposición en redes sociales (bueno, lo que entienden por “redes sociales” en China), el erigido en víctima (privilegiada) de todo un sistema, el de sus vergonzantes incursiones en el heavy metal. También hay un Weiwei que libra batallas que merecen la pena; me refiero al que recorre una zona asolada por un terremoto para denunciar que las escuelas se vinieron abajo porque los constructores se lucraron, el que quiere saber todos los nombres de los niños soterrados. El que brinda con los suyos mientras el gobierno demuele su estudio, el que utiliza la Documenta de Kassel para que mil compatriotas puedan viajar a Alemania y ver cumplido así su fairytale

También hay un Weiwei ambiguo. El que representa a su amada / odiada China incluyendo el territorio de Taiwan, para regocijo del gobierno de Beijing. El que colabora en el diseño del Estadio Nacional de Pekín para los Juegos Olímpicos de 2008… para desmarcarse acto seguido de los fastos. Weiwei quiere estar en demasiados sitios a la vez: ser oposición militante y orgulloso artista chino a un tiempo. Complicado.

Todo esto podréis verlo en On the table. Sus piezas más logradas me siguen pareciendo sus objetos absurdos en la estela de Duchamp: zapatos bidireccionales, perchas que reproducen el perfil de un hombre (“colgado”, a partir de entonces), maletines para solteros que incluyen kits de higiene personal… en cambio, su intervención en el comedor del Palau de la Virreina vuelve a dar muestras de lo autorreferente que es su discurso: paredes empapeladas con arabescos de videocámaras y esposas y su propia mesa de trabajo presidiéndolo todo. Ai nos exhorta a participar en su circo mediático desde tabletstablets donde una inquietante mayoría de público ha optado por hacerse una autofoto con el dedo corazón en todo lo alto.

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La llamada del iconoclasta es poderosa y puede provocar efectos insospechados. Sin ir más lejos, el pasado mes de febrero un pintor de Miami reproducía el gesto dadá de Ai cargándose esta vez… un jarrón pintado por el propio artista, valorado en cerca de un millón de dólares. Quizás la obsesión por tocar demasiados palos no es más que una necesidad compulsiva de demostrar que sigue ahí, que no lo han acallado. Su mejor trabajo (y también su mayor condena) posiblemente sea esa: que 25 años después de Tiananmen, Weiwei sea el disidente que China sí se puede permitir.

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