Westworld: sexo, pistolas y fallos del sistema

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Me imagino la imagen cuando Lisa Loy y Jonathan Nolan, creadores de Westworld, se reunieron con los directivos de HBO para proponerles rescatar la película Almas de metal de Michael Crichton de 1973: “Sí, sí, va a funcionar. Es una historia dramática de ciencia ficción ubicada en un parque temático del Lejano Oeste, con autómatas haciendo de bandidos y prostitutas”. No se si levantaron todos las cejas, lloraron o echaron a reír, pero la cuestión es que Westworld es una realidad.

Bienvenidos a Westworld, donde nada puede fallar… fallar… fallar. El Disneyland para adultos que concibió Michael Crichton y que ahora recupera HBO es un parque de atracciones evocador y fascinante, donde los más ricos pueden vivir aventuras y emular a los cowboys del salvaje oeste sin correr peligro alguno. ¿Seguro?

Si hay un elemento en común entre la cinta de 1973 y Jurassic Park, es el tema de la seguridad. Creamos un ambiente de ocio impresionante que se sostiene únicamente en unas medidas de seguridad infalibles. ¿Lo son de verdad?

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Los invitados que entran en el mundo de Westworld, en busca de aventuras, tiroteos, alcohol y sexo desenfrenado, lo hacen a sabiendas de que pueden hacer lo que quieran con los anfitriones, y que no corren nunca ningún peligro. Es una glorificación de la primera de las tres leyes de la robótica de Isaac Asimov: “Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño”.

Pero parece ser que los anfitriones, los autómatas de lujo de este parque temático, son tan perfectos que están empezando a salirse de sus programas. Y todos intuimos lo que puede pasar cuando una máquina se pone a pensar sola.

Westworld es una serie magnífica, por una buena colección de motivos. Tiene una estética cuidadísima, que alterna entre lo más crudo de los westerns y lo más aséptico de las distopías. Las transiciones entre ambos mundos resultan fascinantes, al igual que el proceso de creación, reparación y reprogramación de los anfitriones.

En segundo lugar, tenemos el morbo de ver la bajeza del ser humano cuando lo dejas en un contexto en el que se siente un dios. Luego está el atractivo innegable de la trama, con esos robots que de repente se salen del patrón y empiezan a recordar, procesando datos que en teoría estaban borrados. Esto crea en ellos una disrupción de su programación, y la fiesta está servida.

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Y luego están Anthony Hopkins y Ed Harris, los dos soles que iluminan la serie. El demiurgo gélido y el hombre de negro sádico. Dos bestias interpretativas totalmente irresistibles, a la altura del Yul Brynner de la película original.

A nivel de contenido, Westworld tiene de todo. Una exploración de lo (poco) que diferencia a los humanos de las máquinas. Es un reflejo de la relación milenaria entre entretenimiento y violencia. Es una exploración de los límites de la ética y de nuestra bajeza moral. Una reflexión sobre las implicaciones de la inteligencia artificial. Es esto y más.

Otros aspectos que la hacen funcionar es esta apariencia de vídeojuego de mundo abierto en tiempo real, con tramas laberínticas y un sinfín de secretos por explorar. Sazonado con mucho salvajismo y con esa estética de western que apela al niño que todos llevamos dentro. ¿Qué más? ¿Os he dicho ya lo bien que están Anthony Hopkins y Ed Harris?

Si todavía necesitáis argumentos para convenceros, ahí tenéis el tráiler. Ah, por cierto, HBO ha anunciado ya la segunda temporada, prevista para 2018.

 

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