Apuntes a un ciclo de Mikio Naruse

Una retrospectiva con carácter de selección en la Filmoteca de Catalunya me da pie a una serie de reflexiones (convenientemente desordenadas y falsamente casuales) alrededor de la experiencia cinematográfica, la perdurabilidad de los formatos y la obsolescencia de ciertas temáticas. El compendio, por definición, nunca es de cosecha propia: habrán préstamos de cinéfilos verborreicos de esos que te acompañan hasta el metro rajando recién acabada la proyección; intercambios, maledicencias y cierta ambición por pulsar el estado de ánimo de quienes todavía frecuentamos las salas de cine. Seres antediluvianos con serias pulsiones románticas.

1.- Empiezo con las presentaciones y la relatividad del conocimiento consensuado. Mikio Naruse (1905-1969), el menos publicitado de los cuatro popes del cine clásico japonés (recitad conmigo: Kurosawa, Ozu, Mizoguchi, Naruse). Autor de cerca de un centenar de filmes de los cuales hasta la fecha había visto… ocho. Y así con casi todo lo que creemos conocer, porque… ¿cuánto nos queda por descubrir? ¿Cuántos otros directores están haciendo cola, esperando a ser puestos en valor por la siguiente generación de espigadores?

Retrato del director Mikio Naruse dirigiendo

La cinefilia hoy más que nunca es territorio de solitarios curiosos. Cualquier cosa es encontrable y por ende, reivindicable; las bibliografías que manejábamos en nuestra adolescencia se revelan hoy plagadas de inexactitudes y brindis al sol. Ni estas películas estaban perdidas ni aquellas otras eran ni mucho menos menores.

Finiquitado el privilegio del visionado (el honor, la suerte de haber visto cierto filme ya fuese en copias infames o en festivales con secciones paralelas molonas), los guías del desfiladero del pasado nos parecen ahora tipos tan contumaces como repletos de fobias. Adentrarse de verdad en la filmografía de de un director -más allá de sus hits, de los lugares comunes que sirven de frontispicio de entrada a su mundo- implica también hacer tabula rasa con todo aquello que creíamos saber.

2.- Las leyes de la frontera en el cine japonés o cómo el tema -¡el Tema!- puede ser motivo de continua reinterpretación. El caso de Naruse es paradigmático: a veces uno sospecha que está viendo la continuación de alguna película anterior, una coda, una precuela, una aclaración. Quizás una nota al margen escrita con la cámara a manera de chiste privado.

¿Y cuales son sus dominios, su espacio seguro, su Tema? Pues los de una mujer continuamente vapuleada, hasta un punto que roza el regodeo sádico. Las mujeres de Naruse se enamoran y los hombres… los hombres casi nunca. Un desconocido vendrá desde muy atrás (ese pasado donde hubo cierta sensación de plenitud y alegría y que tan poco le interesa a Mikio Naruse) para desestabilizar a una mujer en apariencia madura que se termina mostrando infantil y, para su desgracia y la nuestra, totalmente vulnerable.

3.- …y qué decir de ese momento del cinéfilo entrado en años en el que ya eres incapaz de distinguir entre dos, tres y hasta cuatro películas de un mismo autor. Creía que solo me pasaba con los Bond, pero no: confundo Ozus, confundo Naruses, ¿confundiré algún día Fords? No, me dicen que eso es imposible. La traducción “imaginativa” y su tendencia a los títulos que invocan parecidos razonables tampoco ayuda: Naruse tiene Nubes flotantes (1955), Nubes de verano (1958), Nubes dispersas (1967)… sin chuleta de por medio, todo un galimatías (máxime si ya hace años desde el primer visionado).

4. Y esas veces en que una crítica a la sociedad de antaño -¡de hace 60 años!- deviene actual y moderna. En Tormento (1964), el tejido económico conformado por los pequeños comercios de una localidad nipona se ve sacudido por la irrupción de un supermercado. Un cambio de paradigma que, en el mejor cine japonés, sirve de excusa para que el ser humano haga una demostración de… mediocridad y pragmatismo capitalista.

¿No os habéis sentido en ocasiones fuertemente interpelados por la forma, el mensaje y las intenciones de películas añejas, estentóreas, ajenas en principio a vuestro bagaje emocional? Como si la respuesta a algún problema que se os presentase en la actualidad estuviese escondida en un melodrama en apariencia insulso al que os ha abocado un domingo en extremo ocioso.

5.- Bienvenida sea la fuga, la ruptura definitiva de cualquier lógica narrativa. En los años 60 fueron numerosas las películas en las que se optó por la alienación, por el abandono de los protagonistas a su suerte. Ese momento a partir del cuál el director los deja tirados en el andén o en la acera, impulsados por la inercia de una lógica interna expuesta en la hora u hora y media previa. Antonioni, Bergman, Buñuel…

Imagen de uno de los films de Mikio Naruse

En Tormento, ella y él suben al tren por puertas diferentes. ¿Hacia donde se dirige el convoy, mecido por las curvas, las contracurvas y el frío? No nos importa. El trayecto va a servir para que esta pareja separada por los usos sociales ensaye una convivencia que saben que no podrá ser. De Tormento siempre escucharéis citada y alabada su última escena, pero creedme: el milagro ocurre mucho antes. Cuando el realizador decide sacarlos de su cotidianidad, liberándolos así de cualquier obligación para con los demás.

6.- Entornos ensimismados, personajes recién arribados. ¿Se os ocurre un micromundo más endogámico y disfuncional que el de las casas de geishas? En A la deriva (1956), el ocaso de una oferta de ocio en otro tiempo elitista -y en el japón de finales de los 50, sencillamente vulgar- es observado por la inevitable viuda educadísima y discreta. Niñas condenadas a gustar, musas alcoholizadas, administradoras tacañas. Todo se despliega ante la mirada de la intrusa… que viene a ser la nuestra.

7.- El vértigo de perderlo todo… y que no importe. En los Crisantemos tardíos (1954) la protagonista, por miserable que nos parezca al principio, conoce perfectamente lo que fue (o podría haber sido) la felicidad. Por ese anhelo, por esa promesa será capaz de enviar al garete su desahogada posición social, obtenida a costa de renuncias, perseverancia, mezquindad y bastante laxitud moral.

En Naruse el nihilismo está siempre latente. Mi reino, ¡qué digo!, mi salud por un minuto de aquél goce primaveral. Como una revuelta contra ese “elogio de la transitoriedad” que impregna -o hemos decidido que impregne- el arte nipón.

8.- A vueltas con el clasicismo y la genealogía de la moral. La película se titulaba El almuerzo (1951). Olvidémonos de lo estrictamente cinematográfico: la moraleja -triste, sí, pero moraleja al fin y al cabo- del filme apuesta por una mujer eternamente sufriente, dispuesta a sacrificarse en vida por el mastuerzo de su marido, un salaryman que ni siente ni padece. Su falta de empatía convierte la devoción de ella en un estéril ejercicio de sumisión.

Es una conclusión grosera (hoy), alejada además de las intenciones del referente literario. Como esta, ¿cuántas películas notables acabarán arrinconadas, superadas por un ritmo de los tiempos que convierte en ridículo lo que antes espoleaba el drama y rendía a las plateas?

No, no aliento lecturas políticamente correctas. Pero habrá que aprender a convivir con la satisfacción infinita que nos provocan las formas… y la incomodidad profunda del fondo. ¿Acabará necesitando lo sublime de una guía de interpretación?

9.- ¿Tiene algún sentido apelar todavía al canon? ¿Poner grados en la excelencia? ¿Quedarnos con lo impepinable o reivindicar lo menos conocido de conocidísimos directores como ejercicio de… rigor crítico o puro esnobismo?

Cada vez estoy más convencido de que sí, de que el canon es el sudoku ideal para contrastar el estado actual de nuestros prejuicios. En el entendido de que el canon no son las tablas de la ley: es un todo fluido que debe de ser revisado y puesto al día cada poco tiempo. Sencillamente porque como hemos visto, todo acaba teniendo fecha de caducidad: empezando por nuestros gustos y acabando por los de una colectividad adicta al cambio.

Imagen de uno de los films de Mikio Naruse

10.- Por último, un recuerdo para Nubes de verano (1958), una de las pocas películas en color de Mikio Naruse. Podría ser casi un ejercicio de realismo socialista, con esa familia abnegada, esa loa al cultivo del arroz y al esfuerzo continuado. Pero la convoco aquí por su canto general a las segundas oportunidades, a la reformulación necesaria de una tradición que acaba siendo lastre y obcecación.

Para Naruse el hacer las cosas “como siempre” no es garantía de felicidad, ni siquiera de armonía. Así que un padre se verá impelido a vender tierras, un hijo a reincorporar a su vida a una mujer que otro expulsó del hogar y una viuda -por supuesto- equipada con lo último en maquinaria agrícola… seguirá arando independientemente del día o la onomástica, porque los personajes aparentemente tranquilos del cine de Naruse terminan siendo los más inquietantes.

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