Visto en el D’A 2017 (III). Free Fire, de Ben Wheatley: el clímax anticlimático
A Wheatley le va esto de oficiar ceremonias del exceso con oficiantes cenizos. Las parejas imposibles, las agrupaciones inviables, los socios evidentemente malavenidos, los vecinos improbables. En Turistas (2012), la felicidad de los inadaptados exigía sacrificios humanos continuados. En High-Rise (2015), la paz social saltaba por los aires al poco de la convivencia segregada: los de abajo querían mejores vistas y los de arriba, decadentes, se dejaban arrastrar por sus vicios. ¿Dónde se encontraban unos y otros? En el exacto punto medio: los prejuicios compartidos.
Free Fire es una gamberrada desaforada. Casi un chiste privado, un “¿a que no hay cojones de…?” que ha terminado fraguando en una estilosa muestra de control del tempo, mala uva y reducción al absurdo de las reglas de todo un género.
El supuesto de partida no puede ser más manido, uno de los lugares comunes en el cine de acción: el intercambio de mercancías entre dos grupos humanos que se profesan desconfianza mutua. Armas por dinero, maletín por subfusiles de asalto. Nada puede salir bien. Todos lo saben.
Un espacio reducido, casi el terreno de juego de un paintball vintage: el hangar de una antigua fábrica. Múltiples obstáculos, algunos de ellos móviles. Una furgoneta roja. Iluminación cálida. La madre de todos los ‘interior, noche’.
Y preparados para la representación, un abanico de personajes en busca de autor. La materia prima de este aquelarre está plagada de contrarios: el joven guaperas y el viejo experto, el sudafricano blanco (que no controla) y el negro profesional (que si), el colgado y el resentido, el freelance y el funcionario, el hablador y el callado. Si la situación ya es de por sí tensa, el director nos deja bien claro que hay una docena de posibles catalizadores. ¿Qué excusa servirá de desencadenante?
Cualquiera. Porque nuestros fatídicos arquetipos -¿suministradores de armas para el IRA? ¿Meros aficionados a punto de cerrar su primera gran operación? ¿Jugadores de ventaja?- se van a enzarzar en una ensalada de tiros de proporciones épicas. Lo sabe el director, lo saben ellos, lo saben el espectador. La fiesta ha comenzado. ¡Agáchate maldito!
Defensas de madera, sacos terreros, muros semiderruidos, marcos oxidados, oficinas abandonadas… ¡y hasta un teléfono! Tipos que olvidan su dignidad peripuesta y se ponen a reptar entre escombros, sin importarles ya la marca del traje que lucen ni el Rolex que se agita en su muñeca. Otros optan por sumarse al caos con ayuda opiácea, mientras aguardan tras una columna su oportunidad de vaciar medio cargador y hacerse una carrerita. Las primeras y dolorosas consecuencias no tardan en llegar: tímpanos reventados, miembros violentados, trayectorias de entrada y salida a través de músculos y tendones, hemorragias a duras penas contenidas por torniquetes improvisados. Aquí nadie se va a ir de rositas.
A la fiesta se unen un par de artistas invitados, quién sabe si meros espontáneos. La partida tiene dos, tres o quizás hasta cuatro facciones y al espectador le pasa lo mismo que a uno de los tiroteados: no tiene muy claro cuál es ahora su bando. Si en realidad hay un bando que escoger: Wheatley ha sido lo suficientemente inteligente como para no perderse en prólogos innecesarios, en absurdas presentaciones de personajes. Nuestra afinidad por uno u otro se asemeja más a ver un partido de fútbol entre dos equipos que no son el nuestro. Celebramos las buenas jugadas, los regates, hasta el fair play. Pero en realidad, nos da igual quién gane.
Sólo que aquí las reglas son perversas. Las “buenas jugadas” son las barrabasadas, los golpes bajos, los tiros a traición, las patadas en la espinilla. No nos gusta que ninguno de ellos conserve la integridad demasiado tiempo: todos tienen su derecho al boquete, el tobillo astillado y el estigma balado. Este reservoir hipsters no es ningún drama encabritado y bronco. Porque nos estamos riendo, ¿no? Viendo, básicamente, como se mata gente entre sí.
Y después de todo… ¿acaso no es eso lo que nos embelesa de las películas de acción? Las coreografías cachondas, los clímax operísticos, la sinfonía de casquillos vacíos rebotando contra el suelo, lamentos agonizantes de fondo y piruetas imposibles con pistolas blandidas a dos manos. Las matanzas estilizadas, vamos. Free Fire, pues, es una tesis en sí misma; la elongación de un tópico hasta hacerle adquirir cualidades surrealistas.
Tras múltiples impactos de bala, nuestros torpes criminales empiezan a pasar a mejor vida. Arranca la cuenta atrás, esa necesidad de ser el último hombre en pie, el superviviente de esta Numancia sin ganadores. Colgados y clasosos van saldando sus cuentas pendientes, esas animadversiones que hace apenas hora y media ni existían. Porque Wheatley también nos recuerda que nos encanta juzgar, que nos ventilamos a perfectos desconocidos en apenas diez minutos de conversación. Este es un gilipollas, este va de sobrado, este otro es un posero. Y que si la fatalidad y el caos nos sorprendiesen con una pistola a mano… ¡ay, qué poco tino tendríamos!