‘Twin Peaks’ T3. Partes V a VIII: Dale Cooper, el Cosmos y más allá (III)
[Sí, el siguiente texto contiene información relevante relacionada con el devenir de la tercera temporada de’ Twin Peaks’. Leerlo implica asumir el destripe de la misma]
Parte V. El pequeño Dougie va a la oficina
La súbita desaparición de Dougie / Cooper tiene muy nerviosos a los encargados de cobrar la deuda (que deberán de responder, a su vez, ante otros tunantes todavía más avezados en el negocio de le extorsión). En cualquier caso, abundan los candidatos: varios coches rondan la casa donde dejó abandonado el vehículo, allá por el Rancho Rosa. Una mujer que actúa como enlace se ve obligada a efectuar una llamada de emergencia, una de esas que acaban activando señales en lugares remotos en el cine de Lynch. Y que nunca auguran nada bueno.
La autopsia del cadáver encontrado en Buckhorn (ver parte I) nos revela –además del discutible sentido del humor de la forense- que llevaba varios días sin comer y que lo único que atesoraba su estómago era… un anillo. En él puede leerse la inscripción “para Dougie, con cariño. Janey E” (recordemos que la mujer de Dougie se llama Janey-E Jones).
En su celda –y vía espejo- el Cooper oscuro nos recuerda que no anda sólo, que el fuego (Bob) camina con él.
El hermano del sheriff, Frank Truman, tiene problemas maritales graves. Su mujer, sin que sepamos por qué, se encuentra en un continuo estado de cabreo desaforado.
Dougie / Cooper se apresta a ir al trabajo, en una jornada particular que no olvidará –ni él ni sus compañeros- fácilmente. Sigue bien perdido, incapaz de articular pensamientos elaborados. Sólo sabe que el café le gusta (como le ocurría al Cooper original), que su habitual americana verde ahora le sienta como un tiro y que eso de subir y bajar en ascensor tiene su aquél. Su comportamiento errático no es óbice para que tache de mentiroso a un compañero, ganándose una reprimenda –y algo de trabajo extra- por parte del jefe.
El responsable del casino que el Dougie / Cooper afortunado desplumó es depuesto de manera fulminante (y dolorosa).
Lo que tenía adosado a los bajos el coche de Dougie resulta ser un artefacto explosivo, que se lleva por delante a tres de los “cobradores del frack” que aguardaban su vuelta. De todo ello vuelve a ser testigo el vecino de la casa de enfrente, ese chico que asiste impotente a la ruina física de su madre, adicta a casi todo.
Parece que los hijos de los hijos díscolos de Twin Peaks tampoco han salido muy allá. En la cafetería Double R Diner nos enteramos de que la hija de Shelly le pide reiteradamente dinero para fundírselo junto a su novio drogata. ¿Se tratará de ese producto de procedencia asiática que anda causando estragos en la comarca? En cualquier caso ambos tienen, por así llamarlo, un “pequeño” problema de adicción.
A las siete de la tarde, y desde “la escarpada cima del pico White Taill”, comienza la emisión pirata del programa radiofónico del doctor Jacoby. Desde allí y junto a su linterna cósmica arroja luz sobre el gran complot de las multinacionales, la sempiterna falta de libertades de sus conciudadanos, etc, etc. Como buen telepredicador de la conspiparanoia, le ha encontrado un revés lucrativo al activismo hertziano: ahora sabemos que las palas que le hemos visto pintar son el dorado elemento que uno debe de emplear para sacarse a sí mismo –a paletadas, por supuesto- “de la mierda” (a 29,99 dólares la unidad, una ganga, oiga usted). El caso es que el bueno de Jacoby tiene su público: Jerry Horne o Nadine Hurley, la tuerta amante de las cortinas que disfrutó de superpoderes con fecha de caducidad (véase la segunda temporada).
En la sede del Pentágono ya no sorprende la aparición de huellas del mayor Garland Briggs en Dakota del Sur (¡hasta 16 coincidencias se han dado en los últimos 25 años!).
De vuelta al Roadhouse la actuación de un grupo (esta vez, interpretando un tema instrumental) sirve de colofón para conocer al camello local de Twin Peaks, que al parecer se asegura cierta bula policial sobornando al agente Chad Broxford (John Pirruccello). Su comportamiento es de psicópata de libro y no tardaremos en corroborar lo desquiciado que está.
En Dakota del Sur, el Cooper oscuro ejerce su derecho a una única llamada telefónica. Amenaza con llamar al ‘señor Fresa’, para espanto de uno de los funcionarios de prisiones. Su críptico mensaje, tras conseguir contactar con un interlocutor indeterminado es: “La vaca que salta sobre la luna”. En algún lugar de Buenos Aires –el mismo al que llamaba la estresada líder de los que andan buscando a Doogie- un dispositivo receptor se transforma súbitamente en un pequeño objeto metálico.
Epílogo: A la salida del trabajo, Doogie / Cooper se queda alelado a los pies de una estatua de bronce que, pistola en mano, apunta hacia el edificio corporativo.
Parte VI. Páginas perdidas del diario de Laura Palmer
Cooper / Doogie sigue batiendo récords de dispersión mental. Su mujer se entera de sus “pasatiempos” mercenarios, mientras continúa preguntándose dónde habrá dejado abandonado el coche el pasmarote de su marido. Además le tocará hacer frente a la deuda de juego contraída por su cónyuge, para lo cuál no duda en ir ella misma a negociar con los hampones la cantidad a pagar (quita incluida).
En una de sus visiones recurrentes, el manco –desde la mismísima logia negra- insta a Cooper / Doogie a que se despierte, a que “no se muera”.
En el Max Von’s Bar tiene lugar un encuentro largamente ansiado: el del malhumorado Albert con Diane (Laura Dern). Si, aquella secretaria que nunca tuvimos claro si existía o no y a la que invocaba -a deshoras y grabadora en mano- el agente Cooper, sobretodo durante la primera temporada.
Descubrimos que el camello local anda en tratos con un narcotraficante que lleva dos semanas rondando por Twin Peaks (lo vimos al final de la parte II en el abarrotado Roadhouse), pensando en convertirla en un punto de llegada de la droga, directamente desde Canadá. Una moneda tirada al aire y unos juegos de manos que rondan lo esotérico nos convencen de que este tipo “lo tiene”. Lo que quiera que sea.
Un anciano (Harry Dean Stanton) que baja todos los días al pueblo (aunque sólo sea para perder de vista ese parque de caravanas en el que habita) será testigo del atropello de un niño por parte del camello local, totalmente desatado tras su intimidante encuentro con el cabeza de cartel del cártel. Entre el shock general, el jubilado verá como un extraño halo abandona el cadáver del pequeño, elevándose por encima de los postes de teléfono.
Desde Las Vegas, uno de los empresarios aparentemente extorsionados (¿es obligado a hacer de intermediario, de correo del zar entre delincuentes?) le envía un sobre con fotos de sus objetivos a un sicario de reducida estatura. Las futuras víctimas resultan ser la mujer que debería de haber dado con el paradero de Doogie y el propio Doogie.
En Lucky 7 Insurance (la compañía de seguros para la que trabaja Doogie, con ese nombre tan de reclamo de ruleta de la fortuna casinera) están contentos: el aparentemente ausente Doogie ha sacado a la luz un escandalazo de los buenos. Sus apostillas a los expedientes –que se nos antojaban garabatos infantiles sin sentido- cobran un significado revelador para el dueño de la compañía.
Hawk descubre por fin a qué se refería la señora Leño con lo de que algo de su “legado” (recordemos nuevamente la sangre india que corre por sus venas) se hallaba perdido. La clave del asunto acaba siendo el perfil de un indígena que sirve como logotipo de la marca utilizada para las puertas de las letrinas de la comisaría. Bajo el contrachapado de una de ellas encuentra cuatro páginas del diario de Laura Palmer (¿escondidas por su padre cuando estuvo por allí, en algún interrogatorio previo a su detención?). Volvemos a ser también testigos de una de las trifulcas maritales entre el sheriff Frank y su mujer. La intervención de la operadora de la centralita de emergencias nos permite saber que el hijo de ambos se suicidó.
Epílogo: el tema final –en el inevitable Roadhouse- corre a cargo de Sharon Van Etten. Se titula Tarifa. Una canción de gente que se pierde al amanecer y de huidas que tienen algo de maldición.
“Hit the ground
The yard, I found something
I could taste your mouth
Shut the door
Now in the sun tanning
You were so just
Looking across the sky
Can’t remember
I can’t recall, no
I can’t remember anything at all
We skipped the sunrise
Looking across the grass
Said he wanted
And not that I’m “every”
It’s the same, I could mean you were right
Everyone else
Hasn’t a chance, don’t
Fail me now
Open arms, rest
Let’s run under
Cursing myself at night
Slow it was seven
I wish it was seven all night
Tell me when
Tell me when is this over?
Chewed you out
Chew me out when I’m stupid
I don’t wanna
Everyone else pales
Send in the owl
Tell me I’m not a child
You summon
Forget about everyone else
Fall away somehow
To figure it out”
Parte VII. Sed de Mal
A Jerry, el madurito más alocado del clan Horne, parece que se le está yendo la mano con las drogas. Lo vemos llamar a su hermano, perdido en mitad del bosque con otra de sus camisetas imposibles.
A través de las páginas perdidas del diario de Laura Palmer (tres de las cuatro que fueron arrancadas) nos enteramos de que Laura, en una extraña premonición / ensoñación y en la piel de Annie (¿Annie Blackburn, la ex-monja de la que se enamoró Dale?) ya vislumbró al agente Cooper encerrado en la logia negra, incapaz de volver a nuestro plano. También dejaba constancia, en unas líneas finales, de que sabía “quién lo había hecho”. Y que no era Bob.
A través de una conversación vía Skype con el doctor Hayward (que atendió a Cooper y lo acompañó al hotel tras su supuesto retorno de la logia) sabemos de Audrey Horne, la enamoradiza heredera del decadente emporio hotelero. Por lo oído, quedó en coma tras la explosión en el banco del último episodio de la segunda temporada.
El sheriff Truman y el agente Hawk llegan a la conclusión, al hilo de las páginas recuperadas, que no fue el Cooper bueno el que salió aquella noche de la logia, desapareciendo a las pocas horas y por siempre jamás de Twin Peaks.
La camioneta que atropelló al niño (ante medio pueblo petrificado) aparece gracias a las pesquisas del agente Andy.
De vuelta a la morgue, el cadáver del mayor Briggs (o lo que queda de él) presenta una asombrosa particularidad: parece ser que el paso del tiempo no le afectó lo más mínimo durante los últimos 25 años. Su constitución es la de aquél hombre de mediana edad que desapareció en extrañas circunstancias. Mientras la militar enviada por el ejército informa de este hecho a su superior, vemos pasearse a sus espaldas a uno de esos inquietantes personajes chamuscados.
Albert y Gordon (por cierto, el despacho de Gordon está presidido por la foto en blanco y negro de un hongo atómico que tendrá bastante protagonismo en el siguiente episodio) siguen tratando de forzar el encuentro entre Diane y el Cooper oscuro. Ella no se muestra particularmente colaboradora, con un resentimiento que se alarga en el tiempo y se extiende hacia cualquier integrante del FBI.
Del careo entre ambos descubriremos que las razones para su enfado se remontan, quizás, a un último encuentro en su casa, 25 años atrás. Una noche que ninguno de los dos “podrá olvidar”.
Mentando tan solo “una fresa” (que después sabremos que era un señor que ya no está entre los vivos), el Cooper oscuro se encuentra en condiciones de chantajear al alcaide Murphy, al que le pedirá que le facilite la fuga junto a Ray (uno de los jovenzuelos taimados que lo secundaban en la parte I) a cambio de guardar el secreto. De la conversación entre ambos deducimos algún episodio bizarro que incluyó a un perro y a un tal Joe McCluskey (definitivamente, el Sr. Fresa).
Doogie, tan alelado como de costumbre, es informado de lo que le ha pasado a su coche por el trío más carismático de la policía local. A la salida del trabajo, el enano sicario intenta tirotearlo, pero Doogie abandona su letargo habitual para desarmarlo y estrujarle la mano (hasta el punto que parte de la palma de su mano queda adherida a la culata), alentado por el arbusto parlanchín (a.k.a. La Rama, al que conocimos en la parte II). Sus reflejos y valor no pasan desapercibidos a la multitud de testigos que a esa hora transitan por los alrededores.
Un extraño ruido emana del rincón de una de las salas de El Gran Norte (recordad: ¡los sonidos son importantes!). El propietario y su nueva mano derecha (Beverly Paige) lo investigan, sin lograr determinar su procedencia. Al final del día conoceremos que esta última tiene a su cargo a un enfermo (que responde al nombre de Tom), no muy de acuerdo con que haya tenido que volver a trabajar.
Esta vez sin música –¿concluida la noche?- volveremos a un Roadhouse calmo y falsamente apacible. A través de una conversación telefónica sabremos que su propietario, Jean Michel, se dedica a proporcionarles chicas jóvenes a otra hornada de clientes perversos (la trata de blancas y Twin Peaks son todo uno). También sabremos que el negocio “pertenece a la familia Renault desde hace más de 57 años”. Recuérdense a los malaventurados Renault, aquellos tres hermanos en cuyas muertes, de una forma u otra, se vio involucrado Dale Cooper.
Epílogo: alguien entra preguntando por un tal Bing en la idílica cafetería Double R Diner, por cuyas mesas –y público habitual- no parece pasar el tiempo. Su irrupción, por inopinada, parece provocar un espanto pasajero.
Parte VIII. Una historia del tiempo
La impactante y marciana octava entrega justifica, por sí sola, la existencia de una tercera temporada de esta serie. No se me ocurriría presumir de haber entendido lo más mínimo de cuanto ví, pero sí de haber disfrutado como un niño –anonadado y desorientado- durante el primer visionado de esta genuina inmersión en el imaginario de David Lynch. Abróchense los cinturones, que vienen hongos nucleares.
Habíamos dejado al Cooper oscuro en plena huída, acompañado de ese Ray al que creíamos muerto (véase parte I, el mismo que junto a Darya le quería jugar una mala pasada) y que parece estar a órdenes de un tal Phillip. Cooper sigue obsesionado por conocer cierto secretillo que obra en su poder y para ello intenta “convencerlo” haciendo uso del arma que le han dejado en la guantera del coche.
La cosa no sale muy bien: Coop recibe dos disparos, los justos y necesarios para pasar a mejor vida. Pero justo antes de ser rematado irrumpe un auténtico ejército de hombres renegridos (como aquél tipo entre ahumado y chuchurrido que vimos en una celda de la comisaría de policía de Buckhorn (véase parte II)). Ellos hacen que Ray ponga pies en polvorosa, devolviendo a la vida al moribundo agente Cooper tras un extraño ritual en el que los mismísimos Nail Inch Nails ejercen de invocadores / sanadores a través de su canción She’s Gone Away. Alguien se fue para siempre, por mucho que sigas cavando con tus dedos ensangrentados:
“You dig in places till your fingers bleed
Spread the infection, where you spill your seed
I can’t remember what she came here for
I can’t remember much of anything anymore
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
Away
A little mouth opened up inside
Yeah, I was watching on the day she died
We keep licking while the skin turns black
Cut along the length, but you can’t get the feeling back
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
She’s gone, she’s gone, she’s gone away
Away
(Are you still here?)”
Y es entonces cuando todo se rompe. Cuando irrumpe la fuga, contrapunteada por el Threnody for the victims of Hiroshima de Penderecki.
Un hongo nuclear, resultado de una prueba en el desierto de Nuevo México (White Sands) llevada a cabo semanas antes del bombardeo letal sobre Hiroshima y Nagasaki. La cámara se aproxima a la escena lentamente, perdiéndonos entre las partículas que conforman la vaporosa copa de este magma incandescente.
Está pléyade de energía “en tránsito” nos recuerda a ese éter que parece rodear a los personajes cuando pasan del plano real al situado en la logia negra (ese fondo oscuro surcado de pequeños flagelos que hemos visto atravesar a Cooper o a la mismísima Laura Palmer). Le sigue el refulgir de las reacciones nucleares involucradas en la formación de estrellas y planetas, la danza infinita de pequeñas esferas (que nos recuerdan a la bola dorada donde parecen quedar empaquetadas las almas de algunos frecuentadores de la logia negra (recuérdese lo que le pasaba al Doogie original en la parte III)) o planetas enteros (en uno de los cuales vemos sobreimpresionado un rostro que no acertamos a reconocer… ¿Bob, quizás?).
La cámara sigue penetrando en este origen del mundo, acabando en los acantilados de una extraña construcción que se alza rodeada de agua (¿esa zona intermedia por la que vimos desfilar a Cooper antes de ser devuelto a la Tierra?). Y es allí, en el lugar donde quizás esperásemos hallar mesones u otras partículas elementales, donde nos encontramos con una sala familiar, habitada por el gigante y una acompañante vestida de lagarterana. La estancia, decorada con objetos art déco, está presidida por otra estructura tubular. Suena el gramófono.
Nuestro gigante sube a un escenario (ese espacio para la representación que nos remite inevitablemente a Mulholland Drive), donde vemos desfilar algunas de las imágenes vistas tras la explosión. Acto seguido levita, desprendiéndose de su ser un halo dorado del que surge también una bola dorada con el rostro de Laura Palmer. Una pieza más incorporada en esta mecánica celeste sobre la que él y su compañera parecen ejercer una labor de control y supervisión.
Volvemos a la misma zona de pruebas nucleares, allá por el año 1956. Allí seremos testigos de una historia de amor adolescente y pura, aunque la afortunada acabe siendo colonizada por una extraña criatura (¿víctima de alguna mutación genética a consecuencia de la radiación?). Todo tiene un aire elegíaco, a caballo entre La ruta del tabaco de John Ford y The last picture show de Peter Bogdanovich.
El tono pastoral contrasta con la nueva aparición en la carretera colindante (al más puro estilo de las películas de ciencia ficción de la época) de los tipos carbonizados, quizás los mismos que fueron irradiados en el ensayo nuclear primigenio (¿acaso no les vimos pasear animadamente junto a los mismos surtidores de gasolina y la tienda de conveniencia, 11 años atrás?). Avanzan cuál zombies desnortados y uno de ellos pide insistentemente fuego, aterrorizando a algún que otro conductor. Su periplo concluye de manera sangrienta en la sede de una emisora de radio (la KPJK), la cuál verá interrumpidas sus melodías a la moda por otro críptico mensaje que parece provocar una especie de narcolepsia entre los desafortunados oyentes: “esta es el agua, este es el pozo. Bebe hasta saciarte y baja. El caballo es el blanco de los ojos y lo oscuro en su interior”.
Todo el metraje en blanco y negro de esta parte VIII –sobretodo el tramo ambientado a mediados de los cincuenta- tiene un aire a pintura de Edward Hooper: gasolineras perdidas en carreteras secundarias, secretarias sacando expedientes de archivadores metálicos… y en este kitsch solitario y metafísico irrumpe el Mal, fruto de los experimentos del propio hombre.
Epílogo: vemos dormitar a la adolescente enamorada, por cuya boca se ha colado el extraño insecto que nació de entre las arenas del desierto.
[Próxima entrega: partes IX a XII]