True crime. Crímenes falseados
Sí, procede la habitual aclaración de partida. No estoy diciendo que los contenidos de no ficción se “inventen” las tramas documentales -y documentadas- basadas en asesinatos mediáticos, de esos que nos suenan a casi todos (lo presentes o no que tengáis algunos de los detalles más escabrosos dependerá de vuestro grado de morbosidad).
Sencillamente observo una tendencia manifiesta hacia la espectacularización de lo que los anglosajones reverencialmente bautizan como facts; hasta algún que otro intento (risible) de novelización, con aires de autoría redicha incluidos. Como si los guionistas, creyéndose émulos de Truman Capote, olvidasen algo que él nunca pasó por alto: la presentación y el orden en la exposición de los hechos también acaba siendo una cuestión moral.
En su justamente célebre A sangre fría, Capote empieza con lo que ocurrió aquella fatídica noche, sin prolegómenos barrocos ni experimentos con el punto de vista. Describe los crímenes en toda su crudeza (“la realidad no conoce de sensibilidades”, afirma en su entradilla el true crime más pretendidamente aséptico producido por una televisión patria, Crims) y los acompaña con una dolorosa -pero necesaria- prolongación: el desquite que se toma el Estado (me niego a calificarla de justicia) con la ejecución de los dos asesinos confesos.
Capote no quiere que los susodichos nos caigan bien, pero toda la estructura de su ensayo sobre el respeto a la vida humana con esqueleto periodístico (piedra fundacional, ahí es nada, de todo un nuevo género literario) se fundamenta en la seguridad por parte del autor de que acabará despertando en el lector un sentimiento de empatía, que en ningún caso busca exonerarlos de la salvajada cometida.
En una serie actual el enfoque de partida sería tramposo. Porque sí. Nos harían saltar adelante y hacia atrás en el tiempo, suministrándonos píldoras de información rematadas con algún sorpresón mayúsculo al final de cada capítulo. Quizás empezaríamos viendo una recreación de cómo son ahorcados. O seríamos zarandeados y predispuestos por alguna frase suelta -entre premonitoria y aforística- de alguno de los detectives involucrados en el caso. O con un flashback melifluo con found footage de cuando uno de ellos obtuvo su enésima insignia de boy scout.
El true crime, sostengo, empieza a tener unas reglas demasiado bien definidas, obscenos mandamientos que conspiran en contra de la verdad (si es eso lo que se busca). El espectador avezado se sumerge así en un juego de pistas mareantes, convenientemente manipuladas por el montador-dj. El producto resultante tiene que ser atractivo, esto es: intrigante, adictivo, algo perverso… preferiblemente ambiguo a la hora de extraer conclusiones. “Demonios, no os hemos convocado aquí para saber quién lo hizo, sino para que creáis que fue quien yo diga”.
Todos deben de ser potencialmente culpables. Aunque luego se sepa que no. El marido, la madre, el hermano cetrino. Las entrevistas y testimonios desfilarán en tal orden que acabaremos cada episodio odiando a un cabronazo distinto.
Pienso en Carmel: ¿quién mató a María Marta? (2020), con ese diálogo -nunca compartiendo plano- entre juez instructor y viudo acosado por la sombra de una duda. La sorpresiva manera como conoceremos, al final de la primera entrega, que el accidente pretendidamente doméstico en realidad fue una ejecución sumaria.
No hay respeto que valga por el dolor ajeno -¡esto es espectáculo, señores!- hasta el punto de que a veces parece que se invoque deliberadamente a alguno de los agraviados, a la espera de una socorrida, bendita y convenientemente publicitada demanda. En el caso de La desaparición de Madeleine McCann (2019) no hay problema en hacernos creer -otra vez- que los padres… algo tuvieron que ver, qué coño (dígase con el palillo entre los dientes y la botella bien asida por el cuello, gesticulando mucho para reclamar la atención de los parroquianos). Media hora especulativa y vomitiva, con “nuevas” pruebas que no lo son. Donde los showrunners, como niños traviesos, se dedican a señalar con el dedo a quienes ya sabemos exonerados hace tiempo. ¿Broma cruel o invocación a nuestros más bajos instintos?
¡Ah, pero es que eso ocurrió! (con este argumento se escudarán en caso de ser atacados). En La chica del Vaticano: la desaparición de Emanuela Orlandi (2022) se nos promete luz y taquígrafos sobre un caso de secuestro en el que pretenden que esté involucrado hasta el mismísimo Papa de Roma de por aquél entonces. Pero a la hora la verdad, el culebrón termina su exposición y… nada hubo. Porque no manejaba ningún material nuevo, ningún testigo de cargo con alguna revelación inédita. Desde el principio no hubo ningún intento por ejercer el periodismo de investigación, ese capaz de aportar pruebas y ampliar el abanico de sospechosos. Vinimos a entretenerte y tú, infame testigo… lo sabías.
En Te quiero, muérete (2019), un par de jóvenes intercambian mensajes de texto con la intensidad y la aparente intranscendencia de nuestros días. Pero la cosa no acaba bien. ¿Le animó el uno al otro a cometer suicidio? ¿Estaban los dos intoxicados por las medicinas que tan alegremente les recetaron sus respectivos psiquiatras? Quizás este true crime sea un ejemplo paradigmático de la versión a medida, no tanto fruto de la subjetividad (pienso en Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y sus posibilidades de interpretación en función del personaje y su relación con el suceso) como de los intereses legales de las dos partes.
Un capítulo para la fiscalía, otro para la defensa. Y la principal encausada, casi por arte de birlibirloque, pasa de pérfida a casi víctima de las circunstancias. Nos lo podrían haber contado en el orden en que sucedió, sin agrupar argumentos… ¿acaso hubiese tenido menos interés para nosotros? ¿O es mejor ver cómo cambia nuestro posicionamiento cual veleta sacudida por la tormenta, a merced todos de estos ilusionistas de los hechos?
Marear la perdiz, centrarse en una subtrama cuando lo que se quiere es sorprender desvelando al verdadero protagonista. En Los Murdaugh: muerte y escándalo en Carolina del Sur (2023) una familia de abogados parece tener un hijo al que los privilegios de clase van camino de convertir en un completo gilipollas. Bueno, quizás ya lo sea de pleno derecho cuando acontece la primera de las muertes, un homicidio causado por su imprudencia temeraria y que no acabará suponiéndole mayores contratiempos.
Pero hete aquí que… que no, que esto no va del vástago. Un quiebro de cintura que nos deja rotos y otro repentino cambio de paradigma: ¡no, que el malo es el padre! Lo otro eran… nah, los prolegómenos. Agárrense que vienen curvas. Y es así -con trucos de prestidigitador, substrayéndole información clave al espectador- como el true crime acaba pareciendo una serie (mala) de ficción, más empeñada en mantener el “cuelgue” que en hacernos disfrutar con la narrativa, huérfanos de una claridad expositiva que ha acabado siendo sinónimo de… ¿aburrimiento?
Concluyo con dos ejemplos patrios de docudrama con cierto complejo de culpa. En ¿Dónde está Marta? (2021), el enésimo ejercicio necrófilo alrededor de la desaparición de la sevillana Marta del Castillo, se apuesta incluso por un culpable y se señalan nuevas vías de investigación policial (el famoso listado de llamadas telefónicas perezosamente suministrado por la operadora). En realidad todos sabemos que no hay nada nuevo más que el silencio de unos canallas que han cambiado cien veces su versión de los hechos. El serial solo puede aferrarse a eso: a la infinita imaginación de tres desalmados.
800 metros (2022), que en este caso glosa los atentados terroristas acontecidos en Catalunya en el verano de 2017, se encuentra en una encrucijada parecida. Sabe que cuenta con unas imágenes estremecedoras (la preparación del atentado por parte de la célula yihadista) y las coloca estratégicamente a manera de cliffhanger. Por el camino, sin embargo, se quedan por abordar cuestiones más peliagudas y por ello mismo… quizás menos televisivas.
Puede que el género (que ha dado obras maestras de la talla de Making a Murderer (2015) o Wild Wild Country (2018)) haya quedado tocado tras el inesperado éxito de Tiger King (2020-2021), en la que el crimen por resolver quedaba eclipsado por la arrebatadora irrupción de un personaje extremo que se erigía en héroe de su propio reality. Quizás solo sea eso: que la telerrealidad tiene por sí sola la fuerza suficiente como para convertir crímenes reales en otros dispositivos-pasatiempo sobre el cuestionamiento de la verdad. Hasta de la judicial.