‘Masters of Sex’. Episodio 2×03: ‘Fight’. Duelo clandestino
Algún día tocará hablar largo y tendido de Masters of Sex (este verano afrontará su cuarta temporada), una serie sutil y no por ello menos explícita sobre EL tema, ese que lleva intrigando al ser humano desde el origen de los tiempos (y que no decaiga). Creedme: acabará siendo un culebrón de culto, por mucho que el responsable entre bambalinas sea el muy sospechoso Michael Apted, perpetrador de Bonds y continuaciones de Narnia. Hasta que ese día llegue, permitidme que me ocupe del tercer episodio de la segunda temporada, una pieza memorable que funciona de manera autónoma dentro del todo.
Os sitúo. Son finales de los años 50 en los Estados Unidos y el sexo, más allá de su función meramente reproductiva, continúa siendo un tabú en toda regla. El gobierno está demasiado ocupado en concienciar a sus ciudadanos de que hay otra guerra en marcha (aunque sea fría) y entre el miedo, la omnipresente televisión y la conquista del espacio no queda mucho tiempo para nada más. Es en este contexto en el que se enmarcan los estudios pioneros del doctor en ginecología William Masters y de la futura sexóloga Virginia Johnson –ese libro que no podía faltar en la biblioteca de nuestros padres, el que hojeábamos a escondidas decepcionados ante tanta estadística, con infumables diagramas de barras listando las cuatro dichosas fases de excitación, meseta, orgasmo y resolución-. En su aventura genuinamente antisistema hallarán multitud de obstáculos, más de tipo mental que logísticos o monetarios. La serie fantasea con la relación que debió de existir entre ambos (futuros marido y mujer antes de su divorcio en los noventa), con el modo como se repartieron el mérito en el histórico estudio Respuesta sexual humana (1966), la aplicación de un método científico (aunque con múltiples inferencias emocionales), las tensiones con el poder establecido y el reclutamiento de los primeros sujetos que se prestaron a que otros cuantificasen la duración, calidad y respuesta física de sus coitos.
Pero esto, en realidad, tanto da. El episodio (escrito por Amy Lippman, guionista, productora y personalidad televisiva en la sombra que empezó en este negocio con La ley de Los Ángeles) se abre con un caso de hermafroditismo diagnosticado por el doctor Masters. Una coexistencia de genitales que no admite más que una lectura (“aberrante”) por parte del padre, una especie de reencarnación de la masculinidad más cavernícola y unívoca. En paralelo, vemos a la doctora Johnson –por aquél entonces, madre soltera- rebajar las expectativas vitales de su joven hija, abducida por un mundo de príncipes azules, sometimiento al macho y casitas unifamiliares con gobernanta, fregona y cocinera incorporada (vía contrato matrimonial).
El resto del episodio veremos a nuestros dos estudiosos encerrados en la habitación del hotel donde tienen lugar sus encuentros clandestinos (su relación ha rebasado lo meramente laboral, y el casadísimo doctor tiene un affair –por mucho que trate de intelectualizarlo- con su brillante colega). Y nada más. Como en otros míticos episodios de Mad Men (la muerte de Kennedy) o Breaking Bad (¿recordáis la mosca?) el resto acontece en un espacio cerrado, para acabar trascendiendo la mera anécdota. Porque vamos a conocer los pensamientos más íntimos de nuestros dos protagonistas: sus traumas infantiles, sus fantasías, sus hobbies inconfesables, sus expectativas vitales… todo a través de dos encuentros sexuales y una masturbación ocurrida a lo largo de la noche, con el telón de fondo de uno de los combates boxísticos del siglo. Un uno contra uno que se vive tanto dentro del ring como sobre la moqueta de una estancia despersonalizada.
El resultado es una de las reflexiones más brillantes que uno recuerda sobre qué significa ser un hombre, la absurda mitificación de la testosterona y los mecanismos (rácanos, egoístas) con los que este género lleva tantos siglos como la propia historia tiene imponiendo su real gana. Incluso entre los más inteligentes de cada generación, esa carga genética (ese lastre) determina actitudes y prejuicios, traduciéndose finalmente en… en unas ganas indisimuladas de perpetuar la tiranía, de convertirse en cooperadores necesarios. Un paternalismo convenientemente autoritario con el que esperan imponerse sobre unas mujeres que estaban a tan sólo una década de poder decidir sobre el destino y la función de su propio cuerpo, factor clave de un sojuzgamiento amparado –como veremos- desde las mismas instituciones médicas.
Es una pieza de 58 minutos adulta (una cualidad cada vez más inédita en ese ámbito cinematográfico que se está ganando a pulso el apelativo de hermano pequeño –si no tonto- de la televisión), pero sobretodo hermosamente escrita. Algunos dirán que no aporta nada a la trama, que uno se lo puede ahorrar y continuar sin más con el día a día del hospital, las tensiones maritales y el reflejo de una época dorada en lo económico y oscura, muy oscura en lo que a igualdad y justicia social se refiere. Y en un primer análisis, así es. Pero visto con detenimiento y, sobretodo, escuchado (la respiración de quién tenemos al lado, el gorgoteo del agua en el baño, la locución épica de un enfrentamiento pugilístico, un albornoz cayendo al suelo, los silencios y la tristeza pre y post coital), no cabe duda de que estamos ante uno de los hitos absolutos de una ya de por sí gloriosa y longeva etapa de esplendor seriado.