‘Trenque Lauquen’, de Laura Citarella. Cuéntame cien cuentos
“…. y no preguntes por mí cuando ya me haya marchado”.
La historia es una mujer que desaparece. La historia es una correspondencia sicalíptica enterrada en biblioteca borgesiana. La historia es una locutora descreída y una colaboradora en ciernes. La historia es un niño asilvestrado. La historia es otro enamorado con demasiadas lecturas en su haber. La historia es… ese secreto inasible, ese secreto inefable. Y el secreto es la historia, la confabulación, la identidad substraída.
La historia es el lugar y el lugar es Trenque Lauquen, el nuevo Twin Peaks de la cinefilia aficionada a topar con seres disfuncionales en cualquier vecindario idílico. Un paraje cualquiera de la vasta geografía argentina. Vamos a tener tiempo de pasearnos por sus bulevares relativamente jóvenes; de vagar por su ordenadísimo callejero cuadriculado. Nuestra maestra de ceremonias también andará enhebrando el guion o quizás sea el guion el que quede cosido a su persona. Laura, Lauras.
La Laura protagonista (Paredes). La Laura directora (Citarella). Las Lauras cuentacuentos. Dos partes, doce episodios. Cinco personajes -que quizás no saben ni que lo son- dirán la suya. No, no habrá versiones contrapuestas a lo Rashomon (Akira Kurosawa, 1950). Sencillamente ocurre que cada uno entiende lo que quiere entender de la historia. Como le pasa y le pasará siempre al espectador.
Hablar de Trenque Lauquen es hablar de literatura latinoamericana, de esa línea ininterrumpida que podría empezar en Julio Cortázar y terminar con Rodrigo Fresán, con Juan Rulfo como agrimensor de páramos en llamas y Roberto Bolaño como demiurgo del nuevo relato fragmentado, inacabado, gozado. Gozado porque no es necesario que conduzca a ningún lado, que nos recompense con finales redondos. El placer de contar por contar. De abrir cajas chinas, de no cerrar hilos ni arcos narrativos. Escenas breves, personajes poderosos, lugares convencionales que la mirada del realizador convierte en inquietantes; dejar caer sobre el tablero de juego esquemas que apenas esbozan posibles subtramas… y a otra cosa.
Lisandro Alonso nos había acostumbrado a historias mínimas recitadas, a ensayos en voz alta de algún acto teatral pendiente de representación. Lucrecia Martel también ha ido desposeyendo con los años a sus historias de cualquier tentación moralista, de símiles y simbolismos tan arrebatadores como redundantes. Nos movemos en un territorio más próximo al del director portugués Miguel Gomes (un maestro del hablar por hablar de todo y de nada, véanse al respecto sus memorables soliloquios Tabú (2012) y la trilogía Las mil y una noches (2015)). La fotografía misteriosa podría estar extraída de un film de Carlos Reygadas. Pero para el glorioso final tendríamos que cambiar de continente… ¿puede acabar resonando el eco de Apichatpong Weerasethakul a resultas del aleteo de una mariposa sobre el agua de la laguna redonda?
Para disfrutar de Trenque Lauquen hay que haber aprendido a disfrutar, a estas alturas de la vida, del prójimo. Porque el perfecto desconocido revestido de tu misma humanidad imperfecta -frente a ti o en la mesa de al lado, en la parada de metro o en la cola de la panadería, dejando un misterioso mensaje de voz que hubiese hecho las delicias de Lovecraft o comportándose como el orate con misión metafísica de algún relato órfico- es una fuente inagotable de historias. De esas que llegan hasta ti por cualquier cauce y tienen el poder de hacer tambalear el orden imperante en tu vida durante un par de días. O una semana. O dos meses. De hecho, creo que uno de los principales dramas de la edad adulta (de hacerse viejo, ostias) es precisamente ese: dejar de prestarle a las ficciones la atención que se merecen. Las mismas que, por lo menos hasta la adolescencia, vinculábamos a la magia de creer sin cuestionarnos, de disfrutar sin que el tiempo importase.
Una gasolinera en los límites de la pampa infinita y dos hombres contrariados. Los dos se creen con el legítimo derecho a sentirse despechados: el uno era el novio formal, el otro, el confidente ideal con el que compartir una recherche terapéutica. A los dos los abandonó Laura… quizás porque el papel de Laura haya sido precisamente ese: ejercer de demiurgo, juntar a perfectos desconocidos para que escenifiquen ante nosotros sus inseguridades y desaparecer finalmente de la tela de araña que ha tejido a base de palabras, palabras y más palabras.
Por supuesto que el que más nos interesa a partir de entonces es Chicho. Chicho ha compartido con ella un momento mágico en la vida de cualquiera: esas vacaciones que se toma uno de sí mismo cuando cree concluida una etapa de su vida. Laura ha venido hasta aquí a hacer lo que mejor sabe: ganarse los galones definitivos como bióloga aportando su granito de arena a la voluntad de taxonomía institucional, recopilando flora local y conociendo paisajes vinculados a… a otras historias. Puede bajar los brazos, puede tomar aire: lo ha conseguido. Sí, pero… ¿y ahora qué?
Ahora nada, como los amoríos investigados (y también reordenados y también datados y también etiquetados) de Carmen Zuna. Una pasión que solo conservará su fulgor si da con otros dos apasionados, con dos fabuladores natos dispuestos a rescatar aquellos jirones emparedados en las tapas duras de tomos ajados y dotarles de la categoría de ficción. Porque el combustible que alimenta a las ficciones es precisamente ese: el fogonazo que dejan los hechos reales, las cenizas que así desvirtuadas terminan antojándosenos… ¿aconteceres novelescos?
Pero hete aquí que Chicho se cree el amante revivido de aquellas cartas añejas. Y como aquel hombre de hace medio siglo, decide que nadie puede desaparecer porque sí, que los acertijos se encadenarán uno detrás de otro con el único objetivo de reportarle a él una recompensa. ¿La resolución del misterio o la Mujer?
De aquí pasaremos a un magazine radiofónico donde la mujer busca su voz… en el constreñido espacio que resta entre dos jaculatorias masculinas a base de fútbol, ego y paternalismo. Allí es donde sabremos del caso de la laguna (los extraños encuentros anteriores ya nos habían prometido una película de anticipación, quién sabe si hasta de ciencia ficción). Porque la laguna escupe a un descendiente de los antiguos dinosaurios (que eso es el yacaré) o quizás a un alienígena con menos posibilidades de aclimatación que el E.T. spielbergiano. Algo hay, algo habrá. Quién lo sabe.
El enésimo boceto de historia (de misterio por resolver, que eso es lo que acaban siendo todas) flota inerte hasta hundirse en el pantanoso fondo lacustre. Y es entonces cuando ocurre el milagro: nuestra godotiana maestra de ceremonias deja de esperar que algo pase con / en su vida. Y decide salir de escena, abandonar el teatrillo, traspasar la pantalla. Como hizo en su día Carmen Zuna: ponerse a andar sin mirar atrás, en pos del agua.
El barrido de ida y vuelta con el que concluye Trenque Lauquen es uno de los finales más hermosamente misteriosos del cine reciente. El complot a lo Rivette concluye con una fuga antonioniana. El cine desnudado y demudado, la narratividad expuesta y expulsada del propio relato. Porque tras regalarnos cuatro horas de requiebros, palabra y arcanos, Citarella nos pide que dejemos de jugar a los detectives. Y nos propone, en el capítulo que cierra este recorrido por las principales tramas borgesianas, abandonar todo afán de comprensibilidad. Negarle al cine lo que para muchos es su esencia. Dar ese salto mortal que como espectadores significa abandonar a su suerte al personaje del que nos hemos enamorado y reconocerle el derecho a huir de nuestra mirada, a volatizarse ante nuestros ojos. A que todo deje de acontecer.
El derecho del cine, en suma, a la no narratividad.