Takeshi Yashiro, tesoro nacional viviente de la animación japonesa

Sí, eso de “tesoro nacional en vida” lo habréis escuchado alguna vez referido a tipos excepcionales que han llevado su artesanía -mal que les pese a los puristas- a la exacta categoría de arte. Yashiro no posee de facto este título (que ahora mismo recae en algún alfarero octogenario, maestros del taiko o antiguos actores en el rol de onnagatas) pero os puedo asegurar que lo merece, fusionando como lo hace diversas técnicas que demuestran una pericia manual sin par.
Yashiro nació allá por 1969 y se graduó en la Universidad de Bellas Artes y Música de Tokio, la institución más prestigiosa del país en la materia (debería de decir “las” materias, porque para que os hagáis una idea de aquí salieron gente como Ryuichi Sakamoto, Hiroshi Teshigahara (sí, el director de La mujer en la arena (1964)) o el máximo responsable de la muy jugable saga The legend of Zelda (creador de universos para Nintendo, por entendernos). Entre los profesores del centro, gentecilla como Kiyoshi Kurosawa o Takeshi Kitano).

Nuestro hombre tiene más o menos resuelta la parte material de la existencia (es el propietario de una productora de anuncios, la Taiyo Kikaku Co. Ltd.), así que en sus ratos libres le dio por familiarizarse con la técnica del stop-motion (esa currada suprema que consiste en filmar fotograma a fotograma y recordad que van 24 fotogramas por segundo y que la duración de sus cortos es de unos 20-25 minutos). Él se lo guisa y él se lo come: dibuja el storyboard, anima la historia, crea los escenarios, el guion, la dirección… Lo peor de esta obsesión por el control absoluto de su obra es que el proceso se prolonga mucho en el tiempo (hasta 2-3 años) y que tras más de 12 años de trabajo su obra cinematográfica completa puede visionarse en… en menos de 3 horas.
Empezaré hablándoos de las aventuras del muñeco de nieve más sobrao del país nipón, recogidas en el díptico Norman the Snowman. The Northern Lights (2013) y Norman the Snowman. On a Night of Shooting Stars (2016). Las correrías de esta especie de gólem efímero empiezan siempre al ser invocado por su joven admirador, un chaval que sabe que cuando empieza a nevar ahí fuera es hora de salir al raso y vivir acontecimientos extraordinarios.
En una cajita de cartón guarda celosamente los elementos que sirven para darle vida: unos botones como ojos, la inevitable zanahoria, unas gafas oscuras… Norman parpadea, cabecea y se lo lleva a ver auroras boreales o a revivir una noche de lluvia de estrellas.
El pueblo donde reside el chico, la colina donde hacer el muñeco, la fantasía arbolada sobre noche estrellada, los encuentros con lugareños… el sello de Yakeshi Yashiro es esa obsesión por el detalle, por la narrativa pausada, por el aprendizaje revelado.

Quizás todo esto se demuestre de manera más evidente y elaborada en su primera obra maestra: Moon of a Sleepless Night (2015). Un punto de partida maravilloso: existe una cuadrilla de ardillas -que habitan en la luna- encargadas de asegurar su tránsito nocturno sin mayores contratiempos. Porque resulta que nuestro satélite puede quedarse atascado en las ramas de los árboles más altos y entonces el engorro es máximo: lo mismo no amanece, lo mismo el atardecer nunca acaba.
De esto se entera el protagonista en una noche de insomnio (la noche, definitivamente, es el escenario por antonomasia de este animador) en la que su padre se lo lleva de paseo y le informa de que estar desvelado puede ser consecuencia de esa “parálisis” lunar. Nuevamente, la enseñanza sin subrayados: su progenitor le advierte de lo resbaladizo que puede resultar el musgo, del peligro de recoger setas que no conoce, de la necesidad de resultar siempre visible para no ser atacado por alguna ave rapaz confundida. Un conocimiento que transmitirá a su vez a una de estas ardillas, que requiere de su ayuda para volver a encauzar a la díscola luna.
Una locura la recreación de interiores (la casa en el bosque, portentosa miniatura), esa atmósfera mágica que desprende el camino de iniciación que recorre dos veces (antes y después de saber), la llegada a la mismísima luna y las labores de fontanería y poda que realizan estos roedores que no, no debéis de confundir con conejos. De ver con la boca abierta.
Gon, the Little Fox (2019) es, con razón, su creación más (re)conocida. A pesar de basarse en un popular cuento infantil de Niimi Nankichi (que ya había conocido otra adaptación al anime, por cierto), nada tiene de naif esta historia trágica y poética. Porque el zorrito juguetón del título le juega una mala pasada a un aldeano que sólo quería alimentar a su madre moribunda y… y el resto es el intento desesperado y poco afortunado por subsanar tamaña falta.

La importancia de todas nuestras acciones y el modo como estas (incluso las aparentemente inofensivas) pueden terminar impactando en terceros es una de esas moralejas terribles que estaban ya en los cuentos de Samaniego o Perrault. Hay algo infinitamente triste en este mal entendido llevado al absurdo, incluida también una venganza patrocinada e impulsada por terceros. Y es que en el cine de Yashiro se apela siempre al buen juicio del infante, tratándolo como a un adulto en ciernes: no te dejes influenciar, acumula experiencias de primera mano.
Pukkulapottas and Hours in the Forest (2021), su última creación hasta la fecha, es un cortometraje hijo de la pandemia -pocos medios, compaginando la acción real con la animada, siempre en stop-motion eso sí- que nos alerta sobre esas escurridizas criaturas (los pukkulapottas) que pueden llegar a verse en el bosque (y en las ciudades) si uno presta la debida atención, porque estos diminutos personajes se mueven en un tempo diferente al nuestro.
Takeshi Yashiro apela a nuestras aletargadas dotes de observación y nos conmina en todas sus creaciones a retomar aquel vínculo ancestral que antaño tuvimos con la Naturaleza. No hace falta más que querer reestablecerlo de verdad: tirarse al monte, seguir caminos más o menos trillados, estar atentos al viaje, a las explicaciones de nuestros guías circunstanciales y a los encuentros que esta aventura nos depare.

Explorar, equivocarse, descubrir, cambiar nuestra perspectiva sobre los demás y sobre lo que creíamos conocer de nosotros mismos. Y todo ello con las dotes de un pedagogo cercano, sin sermones, escuchando a sus personajes (que él mismo ha parido tallándolos pacientemente) y maravillándose con ellos en el claro de luna o en su cara oculta. En definitiva: afrontar lo desconocido con esa mirada aniñada y risueña que perdimos en algún momento situado entre la madurez y el desencanto.