‘Ozark’. Tres mujeres, una única regla del juego

A nadie le pasó desapercibida en su momento Ozark (2017-2022), pero oigan: uno llega a las cosas cuando llega. En mi caso ha sido ahora, en este recién inaugurado 2025 y no me puedo resistir a anotar en mi cartera las vívidas impresiones que me ha suscitado una de las series mejor escritas e interpretadas que recuerdo desde -sin exagerar- The Wire (2002-2008).
El proyecto personal de Jason Bateman (que en un alarde de optimismo planeaba dirigir todos los episodios de la primera temporada) se centraba en los trabajos y los días de un blanqueador de dinero negro a tiempo completo para un cartel mexicano de la droga (el susodicho Bateman, en un papel ensimismado que lo situaba cerca del espectro autista). Y todo ello a expensas de una familia en estado de excepción, conformada por una mujer ambiciosilla y un par de hijos asustadizos, pero a su manera dóciles y entregados a la causa.
En algún momento del show -quizás durante la escritura de la segunda temporada- los creadores se debieron de dar cuenta de que la historia no estaba en aquel tipo alelado y concentradísimo en su lucrativa (para otros) y trascendental (para los suyos) tarea. Marty Byrde era un sabelotodo bastante antipático y su sentido de la moral se circunscribía a los límites de su hogar (y ni eso). ¿Hacia dónde derivar la atención del espectador?
Lo cierto es que la riquísima fauna de los Ozarks (una zona lacustre radicada en el estado de Arkansas) estaba presidida, en lo alto de la cadena trófica, por tres mujeres poderosas empeñadas en salirse con la suya. Una utilizaba la pólvora, otra la política (digamos que la palabrería y el plomo ajeno) y otra su temprana graduación en la universidad de la vida. Déjenme que les presente, en ese mismo orden, a Darlene Snell, Wendy Byrde y Ruth Langmore.

Darlene Snell es una de las sicópatas más contumaces y caprichosas que ha dado la ficción estadounidense. Ella siempre actúa en caliente y por motivos estrictamente personales. Sus enemigos no dejan de minusvalorarla (es tratada como poco más que una paleta, un error de cálculo que quienes lo cometen pagan en unos 10-15 segundos), quizás porque desconocen su principal virtud: que es absolutamente imprevisible, como si el Joe Pesci de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) se hubiese reencarnado en esta mujer nerviosa e irascible.
Darlene te puede coger ojeriza por llegar a su casa a la hora de los postres, por haber tenido un mal día o por sentirse ofendida de alguna manera (y repetimos: ¡es muuuy susceptible!). Darlene ama su hogar y sus tierras (donde cultiva droga de la buena), en un elogio del terruño que provocaría pucheros a cualquier miembro del Tea Party.
Sus parejas sexuales pueden ser coetáneas o tener 40 años menos: tanto le da. Lo importante es que entiendan su excepcionalidad, le sean leales y sepan estar ahí cuando toca empuñar una pala y cavar bien hondo para deshacerse de algún indeseable que no respetó las debidas normas de comportamiento. Su instinto de supervivencia la mantiene siempre en guardia, aunque muchas veces sus medidas preventivas sean consecuencia de la pura paranoia.
Los Snell, orgullosos tanto de su negocio (¡qué emprendedores!) como de la aparente discreción con la que lo gestionan, simbolizan en Ozark el orgullo del nativo -signifique eso lo que signifique en los EEUU, el país del colono por antonomasia-, el pánico al forastero, el inmovilismo burgués de quienes se saben en posesión de los medios de producción. Para ellos todo debe de seguir igual: la Historia nace y muere con ellos. Claramente no están preparados para un cambio de paradigma.
Es curiosa la transformación que vive el personaje de Wendy Byrde (una aterradora composición de Laura Linney, hasta tres veces nominada a los oscars durante la primera década del siglo XXI). O quizás no: puede que Wendy siempre hubiese sido tal que así; una mala pécora retorcida y calculadora, quiero decir. Solo que no había tenido ocasión de enfrentar un reto que estuviese a la altura de sus ambiciones.
A Wendy nos la presentan, de buenas a primeras, como una mujer infiel. Luego sabremos que él era un cualquiera, porque cualquiera le valía con tal de sentirse mínimamente viva, reivindicada tras años de convivencia con ese muermo de las finanzas y las complejidades algorítmicas. Tuvo un pasado en el que alternó lo que a ella le debieron de parecer ideales con su plasmación pragmática.

Wendy tiene mil caras y sabe adaptarlas a las necesidades de su interlocutor. Conoce todas las facetas del chantaje emocional, que despliega a la perfección para mantener a su familia unida (traducido: haciendo lo que ella quiere). Con los demás le basta con un poquito de persuasión y un mucho de faroleo y falsa sensación de seguridad. Y no lo decimos sólo porque acabe siendo propietaria de un casino: Wendy es una jugadora nata, una ludópata que ve tu apuesta y la sube, la sube hasta ese límite absurdo en el que ya ni sabe exactamente por qué estaba pujando.
Porque para Wendy no se trata de salir de esta con vida como para el pusilánime de Marty, tan acogotado por su responsabilidad. ¡Qué falta de imaginación! Ella viene de Chicago, ella está destinada a grandes cosas… ¿cómo no va a salir triunfante de sus duelos con gualtrapas, matones, conseguidores y capos de la droga?
Hará lo que tenga que hacer. Y no lo hará por su marido, por su familia, por su Fundación ni por ese color político que dice defender. Lo hará para demostrarse a sí misma que puede hacerlo, que después de todo puede quitar y poner Reyes, tergiversar hechos, doblegar voluntades, jugar al ajedrez con la mismísima muerte bergmaniana. Pero no olvidéis que es una adicta: si gana volverá a apostarlo todo, en una carrera sin retorno hacia la bancarrota final.
Los Byrne son el agente disruptivo, esos sosias de las grandes sagas familiares estadounidenses (los Kennedy, los Clinton, los Bush… próximamente los Trump); animales políticos que hacen las veces de especies invasoras: ¡pobres de aquellos que consideren prescindibles y se crucen en su camino!
¿Y qué deciros de Ruth Langmore? Pertenece a una estirpe maldita, a ese proletariado blanco de la américa profunda bautizado con el escasamente favorecedor apelativo de white trash. Ni uno bueno en el clan, oye: padre aficionado a pasar largas temporadas en el trullo, tío gay que se las da de machirulo, sobrinos espabilados pero incapaces de sobreponerse a tanta fatalidad… y, sobre todo, una peligrosa tendencia a la autodestrucción como forma de reivindicar el apellido.
Así que entre tanto nihilismo Ruth ve en Marty y Wendy a un par de padrinos ricachones que lo mismo logran sacarla de su miseria (más espiritual que material). Ella está dispuesta a aprender, a implicarse, a correr riesgos… incluso a sacrificar a los suyos (textualmente). En cuatro temporadas la veremos pasar de ratera de poca monta a regentar un club de striptease, un motel de carretera, una casa de juego flotante… diríase que el sueño americano se reencarna en su cuerpo escuálido, en su mirada triste, en su determinación barriobajera.

Pero por mucho que logre ver borrados sus antecedentes penales, nuestra princesa de provincias no puede substraerse a su condición de mujer marcada, de peón sacrificable en una partida que jamás logró entender. Y no por falta de inteligencia, sino por falta de maldad. Ruth Langmore -un personaje ciertamente inolvidable- logrará hacerse perdonar lo imperdonable, enamorarse de un bipolar ingenuo, ganarse el respeto del pequeño de los Byrde, acariciar la mismísima gloria en forma de casoplón con piscina en mitad del lago…
Pero los Ozarks son inmisericordes. Sólo sobrevivirá la más fuerte de las tres, aquella que entienda desde el principio que lo que hay que hacer es rodearse de tipos poderosos, saber traicionar a tiempo, relativizar la verdad y hacerse un traje a medida con los principios ajenos. La única regla del juego en un sistema capitalista donde sólo ganan los que saben reconocer las cartas marcadas y sopesar cuál es el dado trucado antes de lanzarlo.
Porque las más duras y montaraces del lugar tienen un punto débil: los escrúpulos que comporta tener que cumplir con un cierto código moral. Terrible error de juicio.