Sion Sono. Un par de temporadas en el infierno
Con un Takeshi Kitano desganado que se dedica a repetir fórmula y un Takashi Miike embarcado en superproducciones ramplonas –ya sean de acción o enmarcadas en alguno de los géneros “historicistas” de su país-, más de uno os preguntaréis… ¿quién es ahora el legítimo cultivador de la iconoclastia en tierras niponas? ¿Qué otro puede sustituir a los directores de Sonatine (1993), Hana-Bi (1997), Audition (1999), Gozu (2003) o Zebraman (2004) en el trono de la sangre, el destete y la lujuria? Pues Sion Sono, igual de polifacético que los anteriores –poeta, compositor, actor y… sí, también realizador de cafradas-, lleva ya años defendiendo con ahínco su candidatura. Aunque lo situamos en el mapa a raíz de Suicide club (2002), lo cierto es que han sido tres las películas que han ayudado a consolidar su aureola rompedora y transgenérica: Love Exposure (2008), Cold Fish (2010) y Why Don’t You Play In Hell? (2013). Aproximadamente unas nueve horas de catolicismo mal entendido, peces tropicales, cinefilia intoxicante y cataclismos en el piso del vecino. Compilaciones, más que películas; catálogos que basculan entre la lírica y el espanto. Imaginaos que Xavier Dolan emplease su talento para musicar escenas cumbre en… en coreografiar rituales pervertidos o matanzas por amor al arte. Los personajes de Sono llevan el sacrificio vontrieriano a un nuevo nivel: no hay búsqueda de redención, no hay espiritualidad (aunque curiosamente, sí haya trascendencia). Sus imberbes protagonistas la mayoría de las veces mueren o enloquecen, resultado lógico del cúmulo de desgracias que les acontecen. Pero su inmolación tampoco responde a ningún objetivo loable (sí, se puede palmar fruto de la propia idiotez). Así que los veremos resbalar en charcos de sangre, prendarse de los encantos de la chica o el chico equivocados, completar alguna venganza con indisoluble trauma infantil de por medio o caer en las redes de alguna secta bizarra. Porque independientemente de su edad los héroes de Sono no crecen, permaneciendo estancados en ese paraíso perdido que se circunscribe a la infancia y que todo japonés puede asociar con aquella etapa de su vida en la que, simple y llanamente, no tenía angustiantes obligaciones para con nada ni con nadie. Ese es el camino recorrido por este cincuentón de Tokoyama desde su ya lejana irrupción a mediados de los ochenta (con un cortometraje que llevaba por título la proclamación de su propio nombre y en el que daba lectura a algunos de sus poemas) hasta su encumbramiento como máximo valedor del dadá nipón en este año, 2015, que tiene visos de convertirse en el más productivo de su trayectoria cinematográfica, acumulando hasta media docena de producciones listas para su estreno. Love exposure era una auténtica ópera-pop alrededor de Honda, el chico que se ve impelido a cometer pecados por un padre alienado por la religión. Para tener algo que contarle, alguna falta que reconocer, básicamente. Entre sus esforzadas maldades, una disciplina en la que despunta como ningún otro: el noble arte de fotografiar bragas de víctimas desprevenidas mediante elaboradas técnicas o ejercicios de contorsionismo extremo. Por increíble que os parezca esta comedia desmadrada acababa en dramón descabellado, merced a la habilidad de su realizador para hablarnos de esto, de lo otro y de lo de más allá, mezclando amor y muerte, gloria y miseria, ridículo emocional y perfección técnica. En Cold Fish la realidad –esa que no quieren ver los protagonistas, demasiado obsesionados con sus aficiones- acababa irrumpiendo, rebosando… empapándolo todo. Hubiese podido ser un romance ejemplar, en la línea de un Shunji Iwai. Pero no. Un “secretillo” de vísceras, miembros y hemoglobina terminaba por enturbiar la relación. Tú dirás. Why Don’t You Play in Hell es quizás la más
desinhibida de las tres, la más consciente de su condición de divertimento loco. Un par de clanes yakuzas enfrentados (uno, fiel al estilo japonés, el otro occidentalizado pero igualmente clasoso), una mujer entre rejas por su pericia con el cuchillo, una hija díscola y con veleidades actorales, un pringado enamoradizo y un cuarteto amateur dispuestos a darlo todo con tal de rodar su primera película. ¿Y con esta amalgama se puede rodar algo coherente? Para disfrutar plenamente del cine de Sion hay que matizar eso de la “coherencia”. Porque en sus metrajes cabe de todo, por antagónicos que resulten los materiales empleados: fugas surrealistas, flash backs kitschs, anuncios de televisión, milagros, ejecuciones o personajes que sólo están ahí para… pues para tener una bonita muerte. Sono nos invita a disfrutar, a dejarnos llevar por un sinsentido en el cuál –y quizás a nuestro pesar- nos podemos acabar identificando con héroes oligofrénicos cargados de buenas intenciones. La realidad –si a uno le da por buscarla- parece constituirse en antónimo de lo que Sono entiende por poesía. Por eso el yakuza más experimentado espera pacientemente la vuelta de su mujer encarcelada, echando a la amante substituta: por la esperanza de recobrar unas sensaciones mitificadas, honrando así el sacrificio de la parienta matarife. La misma razón por la que el único superviviente de la matanza –y futuro antagonista del clan- acaba idolatrando la imagen de la niña que le salvó de su destino y cuyo retrato venera desde entonces en el altar, disimulado tras la parafernalia budista. ¿Y qué decir del otaku introvertido que se encuentra con su némesis femenino? Por eso mismo, rodar una película –“aunque os cueste la vida”– acaba convirtiéndose en la finalidad última de esta existencia. Porque bien mirado, quizás no de para mucho más una existencia, oye. Why Don’t You Play in Hell, sin ser la mejor de las tres, quizás sí que sea la que mejor sintetiza esas ganas de vida, de pisar todos los charcos –aunque sean de sangre- que tiene su cine. Un cine abonado al caos que ha logrado una madurez incuestionable rodeándose, precisamente, de antihéroes inmaduros y bobalicones. ¡No crezcas nunca, Sion!