Cannon Films. ¡Más alto, más lejos, más fuerte!

A finales de la década de los setenta desembarcaron en Hollywood un par de primos israelíes loquitos por el cine. Se llamaban Menahem Golan y Yoran Goblus y estaban dispuestos a darles a los norteamericanos más de su propia medicina; esto es: espectáculo, cine bigger than life y producciones “de calidad”. Lo que acabaron legándoles fueron a un renacido Charles Bronson, a Chuck Norris, a Jean-Claude Van Damme, docenas de películas de acción infumables, culos, tetas y una fórmula que desde entonces los yanquis adoptaron como propia: el filme diseñado a medida del comprador, cuyo único argumento de venta era… el cartel de la futura (o no) película. El año pasado su epopeya fue inmortalizada por Mark Hartley (un especialista en lo que a sumergirse en la prehistoria trash de la meca del cine se refiere) en un documental que llevó por título Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films, auténtica delicia que disfrutaréis especialmente los frecuentadores de videoclubs de mediados de los ochenta. Preparaos para conocer la más incómoda de las verdades: detrás de las americanas más descacharrantes de aquellos tiempos estaban dos hebreos desenvueltos y menesterosos. Oh, si. Cannon llevaba doce años funcionando cuando las estrecheces económicas obligaron a sus propietarios a venderla por un precio irrisorio. Corría el año 1979 y sus compradores estaban dispuestos a revolucionar el modo como se hacía y se entendía el cine. Porque si se trataba de fabricar churros, a ellos nadie podía darles lecciones. Golam y Goblus se habían hecho un nombre en su país de origen rodando sucedáneos de Porky’s antes incluso de que existiese
Porky’s (su gran hit se tituló algo así como Polo de limón (1978) y era una de adolescentes salidos que vieron uno de cada cuatro de sus compatriotas). Así que al inicio de su aventura americana siguieron haciendo lo que mejor sabían hacer: rodar películas eróticas de explotación. La cosa era sencilla y muy barata: podías comprar una película “exótica” (suiza, por ejemplo) y añadirle unas cuántas escenitas subidas de tono. O rodar directamente en sueco, porque así la película “de inmediato parecía bergmaniana, de arte y ensayo”. Aunque lo único que interesase fuese el desfile de ubres y los coitos al calor de la chimenea. De esta primera época son La prostituta feliz (1975) y sus secuelas o El último americano virgen (1982) (recordada por la estridente filmación de un aborto… con música de U2 de fondo), pero también Psicópata (1980) (con un siempre crepuscular Klaus Kinski) o La casa de las sombras del pasado (1983) (que reunía en una misma mansión a Vincent Price, Peter Cushing y Christopher Lee. Duelo a muerte de sonotones, si). Y es que ya se apuntaban dos de sus líneas maestras como productores: dar segundas (y terceras, y cuartas) oportunidades a actores en franca decadencia (cuyo apellido quedaba muy resultón a la hora de publicitar la película) y reversionar las películas que les habían cautivado de jóvenes. Vamos, hacer remakes a la turca pero en la mismísima tierra del original… ¡zas! ¡En toda la boca! Sylvia Kristel, tras tanta Emmanuelle, también acabó atrapada entre sus garras. El amante de lady Chatterley (1981) fue de lo más digno del estudio pero en Matahari (1985) la star del cine de Perpignan ya no podía disimular su condición de adicta al alcohol y a la cocaína. Para complicar más el asunto los papás Menahem & Yoran se mostraban inmisericordes, ocurriéndoseles originalísimos giros en la trama que eran comunicados por teléfono al realizador: “¡oye, que también eche un polvo en las trincheras!”. En estas estamos cuando la parte “creativa” del dúo (Menahem, que ya tenía un dilatado historial como director de cine desde principios de los sesenta) se viene arriba y decide que él también quiere legarle algo al séptimo arte. Y rueda un musical titulado The apple (1980), llamado a enmendarle la plana al mismísimo Ken Russel. ¿El argumento? Pues una historia de la creación ambientada en la industria musical del futuro que contaba con cancioncillas tan sutiles como Me corro. Ni que decir tiene que el filme fue –digámoslo finamente- “incomprendido”. En 1982 se inaugura una nueva etapa de “éxitos” (siempre en lo económico, claro está) de la mano de Death Wish 2 (1982) (no confundir con Yo soy la justicia 2, que en realidad era Death Wish 4: The Crackdown (1987). No, yo tampoco entiendo nada). Dirigía el ínclito Michael Winner, al que en el documental le llaman de todo menos guapo. Él mismo tenía clara su función: “siempre recurren a mí cuando quieren explotar cosas, matar, violar o disparar a alguien”. ¿Y quienes creéis que inauguraron la moda ninja, eh? Pues sí, también cuentan como agravante con cosas como La justicia del ninja (1981), interpretada por un desubicado Franco Nero que fue contratado en una taberna de Manila, aprovechando que estaba en un festival de cine. Era sencillo: escogían a un director, le daban 700.000 dólares y le pedían que volviese tres semanas después con una película acabada. ¿El resultado? La venganza del ninja (1983) o Ninja III: la dominación (1984), un cruce entre El exorcista y Flashdance (sí, ahora las ninjas eran ellas, posesión de ninja muerto mediante).
Cannon producía con tamaña rapidez que llamó la atención de una decadente MGM. ¡La major distribuyó durante varios años películas de Cannon! Como dice uno de los entrevistados, “aquél era el fin de la civilización tal y como la conocíamos”. Las dos mentes pensantes de Cannon se vieron así en una encrucijada fatal. Porque ya no les bastaba con hacer subproductos que pudiesen o no recuperar el dinero invertido. Ahora se les exigían “grandes” películas. Y lo intentaron con Aventuras en el Sáhara (1983) (el golpe mortal y definitivo a la carrera de Brooke Shields), que acabó siendo un cruce entre La carrera del siglo, El lago azul y Lawrence de Arabia. Pero claro, tantos tiro lanzado al buen tuntún… ¡alguno acabó dando en el blanco! Ese fue el caso de Breakin’ (1984), basada en el capricho de una hija de los productores, entusiasmada al ver contonearse en las aceras de Venice a un practicante de breakdance. La película justa, en el momento adecuado: 56 millones de recaudación (habiendo invertido poco más de un cuarto de millón de dólares). Como empezaba a ser habitual, los primos no supieron gestionar el éxito perpetrando ese mismo año una continuación (Breakin’ 2: Electric Boogaloo’ (1984)) horrísona. El esperado encuentro con el Dios Chuck Norris se produjo en 1985 con Desaparecido en combate 2. Aquí estuvieron listos: como la segunda parte era claramente superior a la primera en su carrera comercial se las ingeniaron para estrenar primero… la segunda. El mito acababa de nacer y a partir de ahí Cannon dividiría sus “propuestas” cinematográficas en dos lotes: esta para Bronson, esta para Norris.
El guerrero americano (1985), Invasión USA (1985), Delta Force (1986)… los éxitos de los action heroes se suceden y hacen historia desembarcando en el festival de Cannes con su “catálogo” de películas (todavía no filmadas) que pueden venderse sin necesidad siquiera de conocer el idioma de tu interlocutor: basta con enseñar el cartel con alguien empuñando una ametralladora. A Bronson le convencieron para filmar hasta cinco partes de sus Death Wish. Mientras los grandes estudios filmaban 7 o a más estirar 8 títulos al año, Cannon se las apañaba para rodar… ¿20? ¿52? ¿¡84!? La burbuja crecía y crecía sin parar. El dinero se reinvertía constantemente, sin margen alguno para contingencias. Desembarcaron en Inglaterra y Holanda, donde se hicieron con el control de un gran número de salas cinematográficas. Sí, suyas son también Las minas del rey Salomón (1985) y su continuación, Quatermain en la ciudad perdida del oro (1986). Pero también empezaba a picarles el gusanillo de la “legitimación artística”. Con su dinero Tobe Hooper hizo su demencial Fuerza vital (1985) y Franco Zeffirelli Otello (1986). Incluso trataron de poner en nómina a Peter Bogdanovich con este argumento: “no compramos a las personas, les damos oportunidades”. Bastante discutible, sí. Pero lo cierto es que bajo su ala hallaron el cobijo y el dinero para filmar gente como John Cassavetes (Corrientes de amor (1984)), Andrei Konchalovsky (El tren del infierno (1985)), Barbet Schroeder (El borracho (1987)) o el mismísimo Jean Luc Godard (El rey Lear (1987)). Aunque por supuesto que tuvieron sus roces con los autores. A Cassavetes le pidieron que recortara su película en quince minutos. Dijo que sí, que como no. Y les devolvió un montaje final con… quince minutos más. Con Barbet Schroeder la anécdota fue más bizarra. El director desbloqueó la partida imprescindible para tirar adelante su filme presentándose en el despacho de Menahem Golam y amenazando con cortarse un dedo de la mano si no procedían de inmediato a la entrega de los derechos de cesión (1). “Simplemente, no tenía tiempo de ir a un abogado, así que escogí la firma Black & Decker. Mi plan era dar luego una rueda de prensa, mostrando el dedo, e ir después al hospital a ver si me lo podían coser de nuevo”.
Su política de lotes comenzó a tener un revés robinhoodiano. “Si querían a Bronson, tenían que comprar a Cassavettes”. Eso sí, sin renunciar a sus divos: todavía se recuerda el sarao que montaron para el estreno de Delta Force (1986), un producto a mayor gloria de Chuck Norris vendido como el Lo que el viento se llevó del cine de acción. A Menahem el cuerpo le pedía un filme con muchos árabes malotes asesinados con saña… ¡y vaya si lo consiguió! Como ya supondréis, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Cannon necesitaba cada viernes la friolera de 5 millones de dólares para seguir funcionando. Llegó un momento en que compaginaron a la vez rodajes en África, Asia, Europa y EEUU. El final se acercaba, máxime tras los pinchazos de Invasores de Marte (1985) y La matanza de Texas 2 (1986). Pero Menahem y Yoram se despidieron a lo grande. ¡De perdidos al río! Si había que apostar fuerte, lo harían: le ofrecen a Stallone 13 millones de dólares (rompiendo cualquier precedente anterior en cuánto a sueldos se refería) por interpretar Yo, el halcón (1986), dirigida por el propio Menahem Golan. Sí, amigos, “la película de los pulsos”. ¿Podía pegarse Cannon un batacazo mayor? Por supuesto. Resucitando la franquicia de Supermán, cuando ya tenían una deuda acumulada que rondaba los 100 millones de dólares. Supermán IV (1987) sufrió un “pequeño” recorte de partida, ante la perplejidad del muy engañado Christopher Reeve: de 30 pasó a 17 millones de dólares de presupuesto. El apartado de efectos especiales quedó reducido a… a lo que todos los que hayáis visto la película recordaréis.
El canto de cisne fue Masters of Universe (1987) y Cyborg (1989), en la que le ofrecieron el primer papel protagonista a Jean-Claude Van Damme (cuenta la leyenda que el belga estuvo acudiendo a la oficina de los dos magnates hasta tener su oportunidad, materializada en una patada voladora que pasó a escasos centímetros del rostro de Menahem. “¡Contratado!”). A partir de aquí, el precipicio y el divorcio, que incluyó una alianza con un socio inversor que resultó ser un estafador en toda regla: Giancarlo Parretti. Menahem y Yoran rompen peras y no esperan mucho para ajustar cuentas: el combate final –ya cada uno con su propia productora- se libra el 16 de marzo de 1990, fecha en la que ambos estrenaron a la vez Lambada y Lambada, el baile prohibido. El descalabro de ambas fue mayúsculo. Cannon dejó de existir en el año 1993 (2). Nos dejó clásicos de la envergadura de Exterminator 2 (1984), Cobra, el brazo fuerte de la ley (1986) o Los bárbaros (1988). Estuvieron siempre más cerca de la Troma que de Miramax, aunque le enseñaron a esta última lo que significaba realmente jugar sucio. No acabaron de encontrar su sitio en un Hollywood que los veía como unos advenedizos, unos nuevos ricos a los que les gustaba fardar con sus malas imitaciones. A cambio le legaron el aquilatado e infame secreto de las sagas, las continuaciones y las franquicias.
La leyenda de estos dos primos montaraces se alargó hasta el mismísimo final (Menahem murió hace ahora un año). Cuando el director de Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films les preguntó se querían participar en el documental, declinaron… para acabar rodando su propio panegírico –se habían reconciliado un tiempo antes-: The Go Go Boys: The Inside Story of Cannon Films (2014), estrenada tres meses antes que la susodicha. …y es que lo llevaban en la sangre.
(1): El día que… Barbet Schroeder amenazó con cortarse un dedo, de Toni Junyent. Sofilm nº 23, página 16-17. (2): Películas de culto. http://peliculasdeculto.blogspot.com.es/2008/04/la-productora-cannon.html