‘Shogun’ (miniserie 2024). El placer de que te lo cuenten bien
Un navío de factura europea abriéndose paso por un océano transformado en jardín seco. Islas, pequeños asentamientos y otros barcos de menor eslora con los que se cruza camino de una fortificación aparentemente intacta. La placidez zen de las curvas de arena se ve alterada por las pavesas de un incendio incipiente. Lentamente el roquedal se va transformando en la armadura de un señor de la guerra. No uno cualquiera: el señor de señores, al único al que deben pleitesía el resto de daimios.
Una entradilla potente, metafórica y ambiciosa que condensa perfectamente de qué va y qué pretende Shogun, basada en una novela homónima que a buen seguro hallaréis -rebuscando un poco- en casa de vuestros padres, por la sencilla razón de que la regaló cierto banco oportunista coincidiendo con su primera adaptación seriada, allá por 1980 (sí, hubo un tiempo en el que para fidelizar a sus clientes las sucursales no regalaban toallas ni relojes de pulsera para contarse los latidos del corazón). Allí estaban nada más y nada menos que Toshiro Mifune haciendo de Yoshii Toranaga o Nobuo Kaneko (que en los cincuenta trabajó a las órdenes de Naruse, Kurosawa, Uchida o Suzuki) como gobernador del castillo de Osaka.
No os quiero engañar: ¡aquel primer Shogun estaba pero que muy bien! Y eso a pesar del papel protagónico del siempre insulso Richard Chamberlain, que tres años después viviría su momento de esplendor absoluto con aquél El pájaro espino que conmocionase a jugadoras compulsivas de cinquillo -anís o jerez presidiendo la mesa- y seminaristas con dudas vocacionales. ¿El secreto? Pues que Shogun había sido primeramente un culebrón historicista de esos que dejan poco margen de juego a guionistas simplificadores.
Y es que la trama del libro de James Clavell, publicado en 1975, es tan confusa como el periodo de la historia de Japón que ilustra. Me refiero a esas luchas intestinas de poder de finales del siglo XVI que culminarían con la unificación política del país y con la consagración de un sistema de prefecturas lideradas por un generalísimo (y un Emperador-florero dedicado a sus labores en la muy clasosa y anquilosada Kyoto).
Una intriga retorcida con la excusa de la irrupción del primero de los Togugawa (aquí convenientemente rebautizado), hombres con sed de poder, mujeres a verlas venir, misioneros proselitistas, una cultura exótica y en mitad de todo eso… un occidental rudo y poco cultivado que vive a su manera tamaño choque de civilizaciones. Como en aquellas películas niponas de aliento clásico de los años 50, 60 y 70, tendréis tiempo para perderos varias veces, confundiendo personajes, motivaciones, seppukus y dominios.
Clavell fue una rara avis en la historia del cine y en el devenir de los best-sellers. Le sacó rédito a su estancia “obligada” en territorio asiático (en un campo de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial bastante parecido al retratado por David Lean en El puente sobre el río Kwai (1957)). Como coguionista estuvo detrás de producciones tan estimulantes como La mosca (Kurt Neumann, 1958), La gran evasión (John Sturges, 1963), Rebelión en las aulas (1967) o El último valle (1970) (estas dos últimas dirigidas por él mismo y subrayo especialmente ese valle aparentemente a salvo de brotes pestilentes, una joyita que ningún cinéfilo se cansa de recomendar).
Así que como podéis comprobar el material era auténtico oro en barras. Y ahí es donde aparece Disney+, necesitada de una serie-buque insignia -más allá de sus cansinas starwarsadas– y dispuesta a echar el resto (los poco más de 20 millones de dólares de la versión ochentera se han convertido aquí en más de 200… ¡eso sí que es inflación!) para hacer de esta adaptación una maravilla de concisión, respeto por la recreación histórica y, en resumidas cuentas… clasicismo cinematográfico en vena.
Este último detalle es importante. La forma de llegar a audiencias realmente masivas -y que, como es el caso, hagan correr rápidamente el boca a boca del “¡así si!”– ha consistido en hacer una adaptación literaria de libro -valga la redundancia-. En la línea de Yo, Claudio (1976) o Retorno a Brideshead (1981), contando aquí con un equipo mixto de directores (nipones u occidentales según el episodio) y desviándose de la novela lo justo para que nadie puede hablar de traición al original.
Y ahí es donde el apasionado del audiovisual acaba encontrando eso de lo que tan falto anda en la pantalla grande: el Gran Cine, el gran guiñol que todavía se lo cree. Se cree que los personajes importan, que evolucionan, que el espectador necesita de su tiempo para empatizar con sus pretensiones, para entender sus anhelos. Que ese mismo espectador maneja unos pocos conocimientos sobre el país del que se habla y que estará encantado de esta fabulación en torno al periodo Azuchimomoyama (1573-1603). Que el modo como se cuentan y se ruedan las cosas es vital; que dejamos que nos cuenten otra vez la misma historia… si realmente los que la cuentan están convencidos de poder aportar algo nuevo, de hacernos creer con su magia que quizás sea la primera vez que la escuchamos.
La autoría como ejercicio colectivo, sí, regusto al Hollywood clásico encantado de conocerse. La superproducción contundente -sin franquicia de por medio, sin capas voladoras, sin memeces más seriadas que las propias series-, la trama adulta, el respeto por los acabados, por el detalle. Shogun es un ejercicio controladísimo, un producto calculado que tiene una única finalidad: la satisfacción del cliente final. El placer de abordar desde Occidente un jidaigeki sin complejos: dramón de época con ambientación deslumbrante. Esta fusión ha sido posible gracias a la participación de una pléyade de productores en modo alguno ajenos al hecho creativo: desde el nuevo Toranaga -Hiroyuki Sanada, arriesgando también dinero propio- a la productora supervisora directamente involucrada en la escritura de tres de los episodios (Rachel Kondo).
El romance entre el gañán de John Blackthorne y esa muerta en vida que responde al nombre de Toda Mariko no abandona nunca el territorio de lo estrictamente imposible, una fatalidad que no es tal para los japoneses, una irreversibilidad maldita para un descreído excesivamente elocuente. Por el camino asistiremos a la pompa y circunstancia de un tiempo de acero y haikus: ceremonias del té donde no emerge ni el amor ni el perdón, suicidios en aplicación de un código del honor que bordea siempre lo ridículo, juegos florales como prolegómeno a la vida o a la muerte. Pero mientras os quedáis alelados mirando la chistera, no cesarán de emerger conejos: giros inteligentes, politiqueo, servidumbre, sacrificio, alianzas contra natura y traición sin límites.
Con la consolidación del shogunato ya sabemos por Scorsese que las cosas no les fueron muy bien a los cristianos (Silencio (2016)), pero a la epopeya de nuestro piloto inglés se le concede un final de regusto amargo, con hipotético retorno a casa (ese sueño dentro del sueño con el que concluye la serie). Nos quedamos con ese relámpago en el agua: el del final de una era (la que marcaría el definitivo aislamiento de Japón durante dos siglos y medio), el prólogo a la decisiva batalla de Sekigahara y la suspicacia fundamentada de aquella dictadura medieval expandida hacia cualquier credo venido de allende sus fronteras.