‘The raid 2’: guantazos del este, vientos del oeste
Hoy hablaremos de la estilización de la violencia física en el cine asiático, aunque empezaremos rebuscando antecedentes en Norteamérica (¿dónde si no?). En realidad, no tiene ni por qué haber contacto físico: una lluvia de balas –de esas que astillan los marcos de las puertas y hacen añicos decenas de botellas estratégicamente colocadas en el aparador del fondo- también nos servirá para ilustrar el concepto. Flashes de una coreografía del dolor y la afrenta, un recorrido que podría comenzar con un filme de William Wyler y terminar el viernes 20 de marzo en la sala Phenomena de Barcelona, asistiendo a la proyección de las dos partes de The raid (bautizada aquí, con gran sutileza, Redada asesina).
Permitidme un arranque in media res: Gregory Peck y Charlton Heston pegándose puñetazos de madrugada. Horizontes de grandeza (1958) es una película enorme –acorde con los formatos de la época-, recordada sobretodo por un duelo silencioso sin testigos. Preguntad a vuestros mayores: “ah, sí, aquella en la que se sacudían media hora el de Matar a un ruiseñor con Moisés”. Vale, no era media hora. Pero lo parecía.
Alternancia de planos medios y planos generales. El sonido distante de los golpes. Mucho antes de Sam Peckinpah, el superwestern demostró que su principio fundacional (hombres montaraces imponiendo su ley, diferencias zanjadas en una polvorienta explanada frente al saloon… la praxis de la más primitiva de las violencias, vamos) era tan maniqueo como fascinante. Porque tras tres minutos zumbándose (no duraba más), todos subscribíamos el triste resumen de Gregory: “Y ahora dígame… ¿qué hemos demostrado?”. El duelo “clásico” estaba pensado para ser visto –el chaval que se asomaba a través del hueco de una valla, la presentida viuda que escuchaba la detonación y corría, la muchedumbre dispuesta a corear el nombre del vencedor-. Sin público, el acto perdía todo su sentido.
Peckinpah desveló cuál era el verdadero destinatario de tanto funeral al ralentí: el espectador. Su coartada sensacionalista acabaría siendo utilizada hasta la extenuación por el cine de acción más rutilante, incapaz, con todo, de transmitir el fatalismo romántico de sus coreografías. Porque a partir de aquí todo será vals, con dos, cuatro u ocho cámaras: tableteo de ametralladoras, abdómenes agujereados, casquillos acumulándose en el suelo y alguien invocando a Dios o asegurando que eso que estamos viendo con tanta delectación en realidad es un horror. Seguro, seguro.
La huída (1972). La eterna frontera, mafiosos venidos de ninguna parte, un cazador de recompensas, el pasillo de un hotelucho de mala muerte. Steve McQueen y su recortada, una mujer hablando sola, alguien que llama a la policía, las piernas de Ali MacGraw en la escalera de incendios, armonioso repartirse de la metralla en las paredes. Un acto sangriento, un arrebato execrable convertido en… ¿purita forma cinematográfica?
Siguiente paso, anatema cinéfilo: la muerte del guión (no necesariamente a cámara lenta). No, no hablo de partir de una historia floja, de prestarle poca importancia a la “psicología” de los personajes. Hablo de que no importe en absoluto de qué va todo esto. Ni siquiera quién es el bueno o el malo. Verbigracia: John Woo convirtiendo Hong Kong en la Chicago de los años 30 y demostrándonos con The killer (1989) o Bullet in the Head (1990) que los números musicales pueden alargarse hasta el paroxismo.
Woo, el rey de las muertes directas (medio centenar en tres minutos en sus catarsis más desbocadas) y de los revólveres con balas infinitas. Antes de ser devorado por Hollywood, el director de Cara a cara (1997) o Misión imposible 2 (2000) creó un género en sí mismo: las películas con Chow Yun-Fat armado con dos pistolas. De la más desquiciada y barroca de todas (Hardboiled (1992)), recuerdo el impacto –adolescente que era uno- del primer tiroteo-festival en la casa de té. La action movie abrazaba el punk: cadáveres de inocentes amontonándose en el hall de entrada, el palillo de macarra del que sólo se libera el protagonista para dar un tiro de gracia, el número de proyectiles que podía llegar a alojar un cuerpo humano… si me preguntáis a día de hoy de qué iba esta piedra angular del nihilismo pistolero, os contestaría que no lo recuerdo. Tras la densa humareda y el olor a pólvora, no había… nada, supongo. Salvo un placer inconfensable: el de ver a un director desatado y en su mejor estado de forma utilizando las salpicaduras de sangre a la manera de un Pollock en trance.
Dos dignos representantes del sinsentido filmado, antes de llegar a esa impactante dupla que constituye The raid. Dos películas que se hacen grandes sólo cuando abrazan el caos, casi el esperpento. Ambas sirven para ilustrar nuestro recorrido por la danza contemporánea del cargador vaciado con saña y la patada en la espinilla (con fractura abierta, a poder ser).
Thai Dragon (2005) pasará a los anales del cine espídico por un plano secuencia magistral, una fruslería de esas que no vienen a cuento, pero que acaban salvando todo un filme. Tony Jaa interpreta una escena que es toda ella poderío físico y rabia, un “sólo” que cansa sólo con verlo. Sin trampas de montaje, con escasos segundos para retomar el aliento entre patada y patada. Un ejercicio de honestidad que nos presenta al héroe naíf asfixiado por su propia gesta, haciendo eses por unas escaleras que suben y suben, hasta convertirse en atalaya privilegiada desde la que arrojar y desnucar oponentes. (¿Qué a qué venía todo esto? Al chico le habían robado sus elefantes y estaba resentido, oye).
Firestorm (Fuego cruzado) (2013) nos traía a un Andy Lau convenientemente ambiguo: el ya clásico policía abnegado al que se le cruzan los cables y decide, por ejemplo, que puede ser un buen día para convertir las calles de Hong Kong en Trípoli. Nada tiene sentido en Firestorm, una cinta indudablemente mediocre para los que no amen el cine musical. ¡Pero qué último tercio, liberados de cualquier tentación moralizante y agasajados con una ensalada de tiros descomunal! Un tetris de coches agujereados, bandidos reptando entre cristales rotos y guardias de asalto ejerciendo de peones sacrificables.
https://www.youtube.com/watch?v=yh435DofwEk
Llegamos así al fenómeno The raid, otra demostración de que la danza necesita de divos superdotados. En este caso, de una pareja de baile a lo Ginger & Fred: la compuesta por el director y coreógrafo de acción Gareth Evans y la estrella del pencak silat (un arte marcial indonesio) Iko Uwais (su cara comenzará a sonaros en breve: estará en la esperadísima Star Wars de J. J. Abrams).
¿De qué van The raid: redemption (2012) y The raid 2 (2014)? Pues van de zurrarse muy juntitos; un tango plagado de figuras imposibles, giros, barridos, requiebros, calesitas y contramolinetes. Porque estamos ante una muestra de contoneo agarrado y perverso, plagado de maldad y… sensualidad.
Tras ver cualquiera de las dos entregas que hasta ahora ha tenido The raid acabarás agotado, preguntándote cuántos soplamocos de verdad se les habrán escapado a los protagonistas durante los ensayos. Mezcla de capoeira, full contact y lambada, la acción real de la primera entrega estaba a la altura de los mejores títulos interpretados por Bruce Lee: talento, derroche físico, machadas suprahumanas. Un argumento desinhibido, consciente de su condición anecdótica: ¿qué pasaría si un supuesto grupo de élite policial quedase atrapado en un edificio controlado por mafiosos sacamantecas? ¿En qué delirante momento deciden algunos de estos muchachotes que lo más lógico del mundo es aparcar las armas y liarse a hostia limpia? Corrupción, lazos consanguíneos y un memorable duelo a tres (dos contra uno, en realidad) en el reducidísimo espacio de una habitación.
Y es que esto del pencak silat tiene algo de arte marcial indoor, de enclaustramiento aceptado, de ganas de maltratarse en las distancias cortas. Pasillos por donde parece acabar de pasar nuestro Old boy martillo en mano, muretes dispuestos a ser derruidos a cabezazos, tabiques fulminados a coces. El ritmo frenético termina impregnándolo todo, degenerando en un frenesí de circo romano (donde, una vez más, somos nosotros los animalizados espectadores. “¡Mátalo ya, hombre!”).
Pero si en algún lugar de esta historia podemos afirmar que se juntan la electrónica (sí, seguimos con los símiles musicales) y la psicodelia, ese sería en la última hora de The raid 2. Tras noventa minutos del habitual contubernio entre clanes rivales (con lo peor de Takeshi Kitano y lo peor de Johnnie To), llegamos a lo que realmente andábamos esperando: el desmadre final, la venganza sin medida, el dale que dale.
https://www.youtube.com/watch?v=JkEEGidt9GY
El clímax demente que alcanza el filme de Gareth Evans en su recta final es de verlo para creerlo. Con la habitual y cansina estructura de enfrentamientos con malos cada vez más poderosos a medida que nuestro héroe “pasa de nivel”, el plato fuerte se sirve en una cocina que va a quedar más rociada de hemoglobina que las paredes del instituto de Carrie. Una danza hermosa, casi una historia de amor contada a la manera de Tchaikovsky (vale, aquí el cisne acaba algo más desplumado) y con un desenlace fatídico en un restaurante que parece salido del Only God Forgives (2012) de Nicolas Winding Refn.
En alas de la danza, el cine de acción venido de Indonesia, Tailandia o Hong Kong nos empuja (a patada limpia) hacia nuevas maneras de apreciar el cine. Formas agresivas y polémicas que escandalizarán a más de un espectador reduccionista (“otra peli de kung fu, oye”) o a quién confunda la ritualización del furor con el cinismo puro y duro. Os puedo asegurar que aceptadas las premisas del género (no muy distintas de las que rigen los musicales, el western, el cine de terror o las comedias de situación) el disfrute puede llegar a ser mayúsculo. Basta con… dejarse llevar.