‘Punishment Park’, de Peter Watkins. Black Lives Matter 1971

Finales de los sesenta, principios de los setenta. Un conato de motín ciudadano, de Revolución sin renuncia expresa a la violencia. La sociedad norteamericana, fracturada por enésima vez, asistía a otro pulso desigual entre lo nuevo y lo viejo. A este lado del ring, la ley y el orden personificadas en un Richard Nixon al que muchos estadounidenses, comparándolo con su actual dirigente, añorarán sinceramente. Y al otro, estudiantes, intelectuales, soñadores y minorías que ya no lo eran tanto.

El relato devenido mito -lo sabemos por las novelas de Philip Roth, pero también por un quintal de muestras de subliteratura militante- fue más o menos este, aunque medio siglo después se puedan y se deban de hacer numerosas matizaciones. Un descontento real y tangible recorrió la espina dorsal de las sociedades más avanzadas: la francesa, la alemana, la estadounidense, la japonesa. Se sucedieron los acontecimientos atroces (la matanza de estudiantes en la Universidad Estatal de Kent, el magnicidio de librepensadores como pasatiempo yanqui, el callejón sin salida -con recuento semanal de masacrados- de Vietnam). Los últimos estertores de la retórica marxista, los cimientos de un discurso liberal al que sólo le faltaba ser rebautizado con un ‘neo’ delante.

Lo inasumible y lo impensable acabaron teniendo una periodicidad demencial. Como antecedentes podríamos hacer mención a lo descrito por Kathryn Bigelow en Detroit (2017), un magnífico alegato que tenía eso que deben de tener los compendios que denuesten las simplificaciones: una exquisita atención por los detalles. Pero me apetece hablar de alguna película de la época, de aquellas que pudieron considerarse en su momento hasta panfletarias y que hoy, en los EEUU de 2020… se adivinan lúcidas, casi proféticas.

Principios de los años 70. Algo se está fraguando en las universidades. No se sabe muy bien hacia dónde puede llevar, pero parece un movimiento decisivo, diríase que hasta de consecuencias irreversibles. ¿Crisis de valores, ruptura generacional? Definidla como gustéis en función de vuestro historiador favorito. Un fabuloso cabreo que iba a servir de fundamento para la práctica de un cine poético, histérico y hasta sermoneador.

Empezamos con la poesía, empezamos con Antonioni. Era casi un sesentón cuando rodó su Zabriskie Point (1970), una fuga en do menor con excusa política. Extraña, hermosamente alegórica. Podía haber ocurrido en cualquier otro lugar, pero tenía que ser allí, entre asambleas, danzas nudistas, gases lacrimógenos y un poquito de drogas. No se sabe muy bien si el director italiano entendía lo que estaba pasando. Pero necesitaba contarlo, con no pocos topicazos y algunas escenas que olían a recreaciones de recortes de periódico.

Del observador que no quiere parecer apasionado a la moralina fascistoide de una franquicia violenta. No, no es una boutade: este flashback con sabor a flashforward por la historia contemporánea de Norteamérica podría concluir en 1973 con la segunda entrega de las andanzas de Harry Callahan (estrenada en España, mira tú por donde, nueve meses después del golpe de Estado de Pinochet. El broche perfecto a una época de infamia y vendettas ideológicas).

En Harry, el fuerte (Ted Post, 1973) un escuadrón de policías se encargaba de administrar justicia a la manera de la ley de Lynch -tampoco se ha evolucionado mucho desde los tiempos de los colonos, las fronteras difusas y los sheriffs auto-nombrados-. Ellos decidían cuales eran los casos “dudosos” y se saltaban el engorroso trámite de hacer comparecer al acusado ante los 12 hombres sin piedad.

No os engañaré: la cosa devenía una ensalada de tiros de la que ya nos advertía el título original (Magnum Force): la fuerza y la “razón” ligadas al revólver más potente de la época. A la deriva de unos descerebrados se contraponía la individualidad, concepto salvador en el imaginario de todo big country. Jesús, Jesús.

Entre esos dos filmes se sitúa la realización de Punishment Park, del británico Peter Watkins. También fue su única película rodada en los EEUU. También acudió al desierto.

Nos hablaba en ella de una situación pretendidamente excepcional. De la aplicación de una prerrogativa presidencial que permitía la celebración de juicios rápidos y sin garantías civiles contra aquellos que fuesen considerados enemigos potenciales del Estado. El artículo 2 de la ley de seguridad interna de 1950. Y la posibilidad de declarar un estado de “urgencia” sine die en el caso de una posible insurrección… con o sin el beneplácito del Congreso.

Hasta este complejo en el que se administra un “castigo” por concretar llega una nueva cuerda de presos cuyo discurso personal se asemeja a muchas de las impresiones “en caliente” recogidas a pie de calle durante los días posteriores al asesinato de George Floyd en Mineápolis. Reivindican su derecho a disentir, a decir bien alto lo que, siempre en su opinión, no funciona.

Frente a ellos se encontrarán a un tribunal con atribuciones sumarias compuesto por senadores, militares, sindicalistas y amas de casa. Lo que viene siendo una muestra representativa de la sociedad, vamos. Todos ellos encantados de disfrutar del sueño americano y hartos de greñudos, vagos y poetas malhabladas.

Sí, la retórica y la soflama. Esa confrontación verborreica entre los “poderes opresores del Estado” y la “ciudadanía librepensadora”. Watkins pudo parecer en su momento muy básico, algo simplón. Como siempre que se filma desde la ira, la desazón o la impotencia, se echan de menos los grises. Hasta que los telediarios de 2020 volvieron a estar copados por noticias que incluían asesinatos rodados en plano detalle, con matarifes perfectamente conscientes de estar siendo inmortalizados.

Qué exageración… ¿crear un ‘no lugar’ en el que eliminar a grupúsculos disidentes? Mientras la ficción elige el desierto, la hiperrealista operación Cóndor prefería las aguas de los océanos. La bandera de las barras y estrellas juega en el filme un papel esperanzador, casi de hito fordiano -pero sin séptimo de caballería mediante-; llegar hasta ella significa la salvación, la suspensión de la pena impuesta. Lástima que únicamente funcione como fantasía de libertad, como sinécdoque mórbida.

La ficción nos devuelve la figura maniatada de un afroamericano. No sólo se encuentra retenido: sobre todo se halla silenciado. El juzgado de campaña no tolera manifestaciones que atenten contra sus principios fundacionales. La realidad me sacude con la imagen recuperada de un Donald Trump biblia en mano, posando en una de las fachadas laterales de una iglesia que pregona que “all are welcome”. Si se fija uno un poco más, descubre que puerta y ventanas se encuentran selladas, como esos edificios en alquiler con todas sus aperturas tapiadas para evitar que los okupas sucumban a la tentación.

Punishment Park hablaba de un país en guerra consigo mismo, contra su propia gente. Se rodó cuando todo eso estaba ocurriendo, en un perverso estilo de falso documental (como si fuese el found foutage de un equipo de montaraces reporteros europeos) que haría dudar en su momento a más de un incauto. Cincuenta años después, ya no hay noticia inventada que nos parezca del todo imposible. Y no porque el mundo haya cambiado tanto: sencillamente porque la verdad y la mentira ahora nos resultan indistinguibles.

El Punishment Park de Peter Watkins no está hoy ubicado en ningún espacio recóndito y vergonzante. Son las calles de las grandes ciudades, ese espacio convertido en campo de entrenamiento de unos agentes de policía incapaces de graduar el uso de una fuerza incuestionada por un Estado que se siente continuamente amenazado, como la Roma decadentista. A cambio, ya no nos hace falta dramatizar ningún hecho real: todos llevamos una cámara en el bolsillo, un dispositivo con el que ayudar a que la Humanidad entera se indigne con nosotros. Un poco, un rato.

Un eterno retorno (la masacre en la escuela, el negro ajusticiado sin intervención alguna de la justicia, la guerra “necesaria”, el presidente sin filiación política, la nación que no aspira a conquista social alguna) que describe siglo y medio de pastoral americana.

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