‘Pluto’, de Toshio Kawaguchi. Seres humanos, seres sintéticos y el odio que no cesa

Existe un tópico -que siempre tienen algo de certezas desvirtuadas- alrededor del enfoque nipón en todo lo referente a la robótica y a la inteligencia artificial. Mientras en Occidente existe una desconfianza natural hacia ese engendro cableado cada vez más indistinguible del ser humano, los japoneses son de un optimista rayano en el buenismo. Mientras por estos lares no dudamos en que esa máquina traicionera nos la acabará jugando -HAL 9000 hizo mucho daño, sí, pero la ciencia ficción ya contaba con un amplio catálogo de mad doctors que se proyectaban de manera maliciosa en sus engendros-, los asiáticos más necesitados del concurso de la cibernética ven en ellos una tabla de salvación capaz de compensar las carencias a las que se enfrentará en breve su menguante población.

Cierto o no, aquí va otro anime que remacha esa teoría. Pluto habla de un futuro claramente imperfecto gracias al enconado esfuerzo del falible ser humano. Un largo conflicto con Oriente Medio, unas guerras interminables entre robots mercenarios, un tal Dario XIV al que se le suponían armas de destrucción masiva y que guarda un evidente parecido con Sadam Husein…

Niños huérfanos, naciones resentidas y programadores endiosados. Un proyecto Bora del que nació un robot contagiado del odio de su creador, que se marca como objetivo aniquilar a otras inteligencias artificiales análogas, así como a aquellos que cooperaron en la elaboración de unas leyes que buscan igualar el status del ser vivo y del ser (solo aparentemente) inanimado.

¿Es una distopía en toda regla o es el comienzo de una nueva era cargada de posibilidades? El trauma todavía está reciente y lo tienen las máquinas que lucharon en otra contienda injusta. En teoría ellas no pueden odiar, ni atentar contra la vida de los humanos que les condujeron a la disputa fratricida. En teoría…

Pero el adelanto en esta materia es tal, que ni los propios diseñadores tienen claros cuáles son sus límites reales. Por lo cual se legisla para equiparar derechos: hombres que pueden amar a máquinas, máquinas que pueden simular la crianza de otras máquinas, máquinas que salvaguardan niños. La línea divisoria entre ambos mundos se ha difuminado hasta el extremo de que les cuesta reconocerse unos a otros. ¿Es mi interlocutor una I.A. o un ser nacido de manera “convencional”? ¿Son sus rasgos humanos fieles reproducciones o genuinas muestras de corporeidad y regocijo en la propia existencia?

Siete robots se sitúan en lo alto de esta cadena evolutiva. Uno era una máquina de matar reconvertida en excelente cuidador y ha desarrollado una sensibilidad especial por la música (North nº 2). Dos de ellos son antagonistas para mayor deleite del ser humano y su ocio más enfermizo (Brando y Hércules). Otro es un investigador superdotado (Gesicht). Existe hasta un pacifista (Épsilon) o una inteligencia diseñada para ayudar a montañeros en apuros y preservar un entorno privilegiado (Mont Blanc). Atom, el de apariencia más aniñada, quizás sea la clave para conjugar todo este talento diseminado por medio mundo.

Pero también existe Pluto, financiado por un político resentido del reino de Tracia. Alimentado con emociones contrapuestas -ese “desequilibrio” buscado que parece el catalizador definitivo hacia la toma de conciencia de su especie-, su carácter destructivo no hace sino pervertir las intenciones originales de quien hiberna en su interior (un científico que buscaba transformar su desértico país en un vergel).

Sus acciones son comentadas -e incluso profetizadas- por Brau 1589, una especie de Hannibal Lecter de los robots que permanece maniatado y ensartado y con el que se entrevistan varios de los protagonistas en busca de respuestas. Él incumplió la ley principal de la robótica (desde los tiempos de Isaac Asimov) y su pena consiste en permanecer en suspenso, pendiente de reparación y testigo de los desatinos de aquellos que le programaron.

Pero… ¿quién mueve los hilos del odio? ¿Y si es ese oso de peluche con un plan dictado por trillones de servidores en serie? ¿El placer de la venganza nace del libre albedrío humano o del sofisticado rencor desarrollado por las máquinas? Poco importa: las víctimas van a ser los débiles, los ingenuos, los que todavía confían en el prójimo. Vengan equipados con cerebro o con placa base de serie.

Pluto tiene claro su referente en papel (el manga homónimo publicado entre 2003 y 2009) desde su mismísima introducción (capturas directas de las páginas de los volúmenes editados). El original compuesto por 8 tomos (como los 8 capítulos que ha acabado teniendo el serial) vendría a ser una puesta al día del Astroboy canónico de Osamu Tezuka… pero mucho menos naif.

Porque el resultado, tras más de 5 años de desarrollo por parte de M2STUDIO y GENCO, es oscuro y desalentador: las máquinas parecen ser las últimas depositarias de sentimientos tradicionalmente ligados a la condición humana. La compasión, la empatía, la solidaridad… diríase que nuestras creaciones nos superan en bondad, mientras pugnan por permanecer inmunes a nuestra sempiterna obsesión autodestructiva. No nos entienden, pero aun así nos copian con una fidelidad encomiable, aunque solo sea porque en el reflejo de sus acciones quizás nos acabemos reconociendo… siquiera aquello que fuimos o creímos poder llegar a ser.

Un anime adulto, trascendental y complejo donde esa irritante tendencia apocalíptica del género queda compensada por un discurso humanista directo, sin ambigüedades ni contrapuntos nihilistas. En Pluto conviven estas almas de metal con esos corazones oxidados, un cruce entre el ciberpunk más desaforado (los adolescentes destructores de mundos de Akira (Katsujiro Otomo, 1988) o las máquinas de pensamientos invasivos de Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995)) y el Pixar más emotivo y también desencantado (si, estos robots-madre Teresa de Calcuta tienen algo del Wall-E de Andrew Stanton (2008)).

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