Pasolini, Roma y una playa de Ostia
“Gente normal, / me condenáis: / a temblar, / a odiar, / a ocultarme, / a desaparecer…” (P.P.P.)
Pier Paolo revivido en el CCCB de Barcelona. Hasta el 15 de septiembre, un recorrido exhaustivo –demasiado, quizás: ¿no es obligación de un buen comisariado el acotar y apostar?- por su obra y por su ciudad. Siguiéndolo a pie de estación, a punto de coger un tren que lo llevaría hasta la ciudad eterna, en plena huída hacia delante de madre e hijo. Y hasta aquellos alrededores despersonalizados donde hallase la muerte en uno de los episodios más turbios (y han habido unos cuántos) de la democracia italiana.
De Pasolini desconozco casi al completo su obra literaria (poeta desde los siete años de edad, escritor, dramaturgo, ensayista), así como sus otras múltiples ocupaciones e intereses al margen del séptimo arte (pintor, dibujante, filósofo). Uno lo tenía por un personaje polémico, cultivador de una amistad proverbial con Alberto Moravia y practicante de un cine frontal, casi visceral. No sabes nada, Jorge-Mauro.
Desconocía el acoso –qué digo, ¡la persecución sistemática y cuidadosamente organizada!- a la que fue sometido por guardianes de la moral, jueces apostólicos y personajuchos con grados diversos de patetismo (ah, el Vaticano, siempre tan cerca…). El desplegable en plan muro de la vergüenza con acusaciones, difamaciones, invectivas y demás intentos frustrados de acallar una voz diferente, sobrecoge. Cuánta estupidez. Cuánto odio. El colmo de la idiocia se alcanza en la ridícula controversia a costa de La ricotta, su episodio para la película colectiva RoGoPaG (1963). Máxime cuando pocos artistas como él han sabido conjugar con tanta fortuna lo profano y lo religioso… aunque tampoco fueron muchos los que merecieron de semejante (y unánime) desprecio: el de la derecha y el de “su” izquierda (en Ferrara, es expulsado del partido comunista por algo tan indecente como… ser homosexual).
A Pasolini le gustaba el mito y empezó cultivando el suyo propio. Abundan las referencias a su mísero peregrinaje de desclasado, a su orgullosa –y algo posera- condición obrera. Empezó malviviendo y así siguió el resto de su residencia romana, por mucho que habitase en casas cada vez más grandes. Existencia sobrellevada con dolor del que no remite (por el hermano partisano muerto en las postrimerías de la guerra, por no poder gritar bien alto quién era la persona a la que amaba) y alegría de la que tan poco dura (quizás la que le proporcionaba su incondicional Laura Betti, musa y confidente).
Sus primeros guiones para Bolognini, Fellini, Soldati, Vancini, Emmer. Sus toscos story boards, sus rodajes callejeros como catalizadores culturales de la gran ciudad. Su Olivetti, su Millecento, su paseo por el cementerio de Montjuïc (la dictadura franquista se encargó de ponerle sordina a su visita) y sus flores en la tumba de Durruti.
Pero uno acudía a esta exposición, sobretodo, al encuentro del Pasolini director de cine. El que debutó con Accattone, toda sensibilidad, todo neorrealismo cuando ya nadie se acordaba ni del término. El que logró trabajar con la Anna Magnani que había visto caer tras el camión en Roma, ciudad abierta. De Roma a Roma: en Mamma Roma la convirtió al fin en puta protoburguesa, todo un logro.
Con El evangelio según Mateo (nótese que el título original del filme no subraya su condición de “santo”) obtuvo el León de Plata en 1964 y también… ¡el Gran Premio de la Oficina Católica Internacional de Cine! Pasolini, ateo confeso, le ofreció el papel de Jesucristo a un sindicalista español y se permitió el lujo de dedicarle la película al mismísimo Juan XXIII. Siempre a su manera.
Pasolini continúa inquiriendo, buscando respuestas y horrorizándose de algunas de las que recaba. En Comizi d’amore (1965) pregunta a sus paisanos sobre lo divino y lo humano, en un ejercicio documental muy parecido al que haría años después Pierre Étaix en El país de la abundancia (1971). Al año siguiente rueda la fundamental Pajaritos y pajarracos, una de sus películas más libres –y tiene unas cuantas merecedoras de ese adjetivo-. Fue el primer protagonista para Ninetto Davoli, quién fuera su pareja sentimental durante más de diez años. Sus limitadas cualidades como actor quedaban compensadas por su padrino frente a las cámaras: Totò, una fuerza de la naturaleza que se dedica a hacer el peripatético durante noventa minutos (y sin que la cosa decaiga). A los censores de acá se les cruzó el cuervo que les acompañaba en su periplo (y que osaba definirse como “intelectual marxista”) y el filme no pudo verse hasta 1979. Cría ídems.
Si alguien cree que eso del cine moderno lo inventó Welles en 1973 con F for Fake –me abstendré de mentar a Godard-, no estaría de más que repasase historias tan incatalogables como Edipo rey (1967), Teorema (1967) o Pocilga (1969). Lo que hacía Pasolini rozaba lo inédito en la tradición cinematográfica.
Aunque acabase renegando parcialmente de su trilogía de la vida (El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974)), Pasolini nunca se arrepintió de haberlas filmado. Eran celebraciones de la existencia, si, pero paradójicamente se trata de la parte de su filmografía que peor ha envejecido (aunque tampoco sean una mera sucesión de sketches picantes a la manera del Fellini menos interesante (Satyricon, Casanova, La ciudad de las mujeres)).
Y luego está Saló y los tres días pesadillescos (¡como para aguantar 120!) en el Shangri-La fascista. Sólo un hombre muy dolido, muy tocado, muy destrozado por dentro puede plantearse hacer una película así. Los últimos testimonios de Pier Paolo nos muestran a un icono avejentado, amargado a fuerza de golpes y empellones; ermitaño autoexcluido después de mil y un feos por parte de una sociedad civil que aprendió a despreciarlo tan pronto como lo vio despuntar. Saló sigue siendo hoy en día una película difícilmente soportable, un esputo que hace que la gente salga tambaleándose del cine. Del Anteinfierno al Círculo de la sangre, pasando por el de las manías y el de la mierda. Es un descenso sin Dante que valga (nada es divino, nada es cómico), sin vuelta atrás agarraditos de la mano de Virgilio. Una caída libre física y espiritual.
¿Qué pasó con aquellos rollos de película robados? ¿Fue el chantaje la razón principal por la que Pasolini acudió sólo a su cita fatal? El intelectual italiano tiene el dudoso honor de haber visto mancillada su memoria antes, durante y después de su muerte, empeñados durante décadas en hacernos creer que el crimen pasional era el único colofón posible para este pecador irredento. No. Pasolini fue acuchillado y golpeado hasta la muerte en la madrugada del 1 al 2 de noviembre de 1975 con ese odio anónimo que practica la turba, el mismo que obligó al ayuntamiento de Ostia Lido a cercar con alambre su estatua conmemorativa, profanada con epítetos que algunos todavía usan como insultos (“Sporco comunista”, “mascalzone”, “frocio”, “fetuso”).
Ni su enemigo más turbio hubiese podido imaginar un escenario más sórdido en el que rematarle. Ostia, convertida en supermercado de la droga, fue la última orilla de quién siempre presumió de estar del lado de los desfavorecidos, de los malditos, de sus ragazzi di vita.
¿Qué mató a Pasolini? Su privilegiada cabeza, sus acusaciones en voz alta, la incomodidad infinita que provocaba en una Italia sumida en los Años del Plomo. Pasolini se cansó de pedir durante los meses anteriores a su muerte algo que vuelve a estar muy de actualidad: un juicio para los jerarcas políticos. Es más que probable que mientras él pedía juicios… los otros ya lo hubiesen sentenciado.
La figura de Pasolini todavía permanece en cuarentena. ¿Por qué? ¿Puede alguien obviar su obra –la de uno de los últimos renacentistas avant la lettre, la de uno de los últimos hombres curiosos que quiso abarcarlo todo (“soy un intelectual, un escritor que intenta seguir todo lo que está pasando, conocer todo lo que se escribe”)- por absurdos prejuicios morales? Me la trae al pairo el número de chaperos con los que se acostó Pier Paolo. Envidio cualquier polvo y lo único que lamento es que él tuviese que pagar por alguno de ellos. Del mismo modo que me acerco a los filósofos griegos estando al tanto de sus inclinaciones sexuales… y celebrando continuamente su genio.
Pasolini sabía los nombres y eso lo convirtió en objetivo. Como enumeraba en sus Escritos corsarios (un recopilatorio de sus artículos escritos entre 1973 y 1975): “Sé los nombres de quienes, entre misa y misa, dieron instrucciones y aseguraron la protección política a viejos generales (…) Sé los nombres de las personas serias e importantes que están detrás de los trágicos muchachos que optaron por las suicidas atrocidades fascistas y de los malhechores comunes, sicilianos o no, que se pusieron a su disposición como asesinos y sicarios (…)Sé los nombres de los responsables de lo que llaman golpe (y en realidad es una serie de golpes instaurada como sistema de protección del poder). (…) Y precisamente porque no puedo dar los nombres de los responsables de los intentos de golpe de Estado y los atentados, no puedo dejar de pronunciar mi débil e ideal acusación contra toda la clase política italiana”.
Retomemos su “yo acuso”, su discurso internacionalista, intergeneracional, interdisciplinario. Porque si hay un lujo que no nos podemos permitir en estos tiempos mediocres es el de olvidar a los grandes, a los que abrieron camino a sabiendas del precio que iban a pagar por ello (¿morir solos?).
“Ah, aquello que tú querías saber, jovencito, / acabará sin ser preguntado, se perderá sin ser dicho…”. P.P.P.