‘Mud’: algunos hombres solos

Río abajo o río arriba, el Mississippi continúa dictando sentencia, convertido por Mark Twain en el Ganges de los desclasados norteamericanos. Y lo hace sin estridencias (a pesar del eco de un rifle de largo alcance) ni confesiones innecesarias (a fin de cuentas lo que uno es o deja de ser, poco le importa al vecino, ese espantapájaros –hasta tal punto dudamos que siga con vida- que lleva siglos meciéndose en la ribera de enfrente). Albergando, sin más, a un grupo diseminado de perdedores que devolverá al mar. A su debido tiempo, a su debido tiempo.

Mud vuelve a ser la historia de una larga y tensa espera, la base del noir estadounidense. Un descastado, un desperado. Agazapado en su último refugio, esperando a que las aguas se calmen y le devuelvan a la mujer de su vida. Una pareja que nunca ha sido tal más que en sus sueños… pero tanto da, sigamos esperando. Por ver si esta vez las cosas son distintas. Quién sabe.

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Como intermediarios entre sus dos mundos (el real, en pleno continente y el imaginario, en su pedazo de tierra inhabitado) se busca a dos Quijotes menores de edad, aunque en realidad los necesite para trajinar alforjas. Dos chavales con familias en suspenso, con compañías excesivamente predispuestas a darles el empujón fatal hacia la edad adulta. Ellis, en particular, va a conocer un doble desencanto que marcará su relación con ese Romeo mugriento con apariciones espectrales en la playa. Por un lado, el conocer que su padre se va a separar de su madre, teniendo que soportar la ira misógina del primero. Y por otro, el que se sigue de un primer amor y un prematuro rechazo sufrido en carnes propias, a través de su relación con una chica mayor que lo alienta y lo ningunea en sus aspiraciones amorosas con aparente arbitrariedad.

… y Mud que aguarda. Lo hace conocedor del riesgo, de la fatalidad que acompaña al propio acto (el de dejar que el tiempo pase, sin más). Incapaz de escapar, de volver a empezar en las márgenes de algún otro río. Cuenta con un mentor taciturno, el cuarto hombre en conocer de los reveses del amor: un anciano varado en otra casa a merced de las inundaciones (el Sam Shepard que escribiese París, Texas, con una retirada cada día más inquietante a Charlton Heston). Un tipo peligroso –sólo al final sabremos cuánto- que parece haber transitado casi todos los caminos, conocedor de las debilidades humanas y de los finales habituales de la mayoría de historias. Un narrador sin pluma y harto de tragedias.

Ella aparece, por supuesto. Y es todo lo que Mud había prometido: distinta, vapuleada, igual de soñadora. Cualquier cosa menos una femme fatale: sus dudas son legítimas, incapaz de simular una pasión que sólo experimenta él. Ha venido en pos de un desenlace, de un punto y final que los libere a ambos. Está allí para exorcizar las obsesiones de un adolescente que no puede entender que no lo quieran.

Mud ya no necesita habitar en las alturas, en esa lancha que el último vendaval aupó a la arboleda. Definitivo: el tiempo no cambia a las personas; ella sigue siendo la que era, por mucho que le pese a su empecinado admirador. El crimen cometido por él no la ha acercado lo más mínimo al amigo junto al que creció, el mismo que convirtió la relación en una obsesión malsana. El uno es incapaz de renunciar a la violencia para canalizar su frustración. Y la otra no es precisamente partidaria del compromiso.

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Mud nos habla del fracaso de la masculinidad en diferentes edades. A los catorce, a los cuarenta, ya jubilados… cuando todavía queda el anhelo y cuando lo único que resta es el recuerdo. Una masculinidad obcecada en la consecución de sus objetivos y que reacciona al rechazo con perplejidad –primero- y furia animal –después-. Las mujeres de los protagonistas tratan de hacerles entender el significado de un “ya no te quiero” o de un “de hecho, no estoy segura de que nunca te quisiese”. ¿El resultado de revelar al otro sus estados de ánimos, sus verdaderos deseos? Pues una patada contra la pared, un puñetazo a un desconocido o un tiro a un supuesto rival. Recién salidos de las cavernas, vamos.

Mud es un catálogo de perdedores, sí, de perdedores que no son forzosamente “los buenos”. Lo inhóspito del entorno que habitan parece dejarnos al borde mismo del realismo mágico, aunque los personajes (como en las Bestias del sur salvaje (2012) de Benh Zeitlin) se acaben cansando de aguardar en vano el milagro.

La cinta se beneficia de otra actuación de mérito de Matthew McConaughey, al que la crisis de los cuarenta le ha sentado divinamente (El inocente (Brad Furman, 2011), Killer Joe (William Friedkin, 2011), El chico del periódico (Lee Daniels, 2012), Magic Mike (Steven Soderbergh, 2012)). Y de esa nueva tendencia de Hollywood de nutrir el plantel de secundarios de caras vistas en seriales de enjundia (en este caso, Hijos de la anarquía o American Horror Story).

Pero el responsable de este tono iniciático y rudo, de este encuentro de la chiquillada con una mezcla entre el predicador de La noche del cazador (Charles Laughton, 1955) y el soldado sin ejército ni país de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), es el director Jeff Nichols. Habituado a trabajar con su actor fetiche Michael Shannon desde su primeriza Shotgun stories (2007), Nichols irrumpió con fuerza en la escena internacional a raíz de su alabadísima (excesivamente, a mi entender) Take shelter (2011). Más alegórica y menos literaria que Mud, en ella se hablaba de la necesidad imperiosa de ser creído que tenía otro personaje-profeta, de la obsesión por construir un lugar donde guarecerse junto a su familia, quién sabe si de una incipiente enfermedad mental manifestada en un padre que sólo quería conservar lo que ya tenía.

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Mud transita un territorio más conocido para el espectador, también más trillado. Los EEUU de los descastados y de los furtivos –los mismos de las epopeyas épicas y sociales de John Ford, la geografía del desánimo y los odios macerados al sol de William Faulkner, los ríos salvajes y los atardeceres nubosos de Albert Bierstadt y Frederic Church-, un microcosmos en descomposición donde las serpientes se ven importunadas por tipos que hablan mucho sin decir nada o callan impasibles mientras asisten a otro atardecer sobre aguas embarradas. No hay buen salvaje, no hay panteísmo malickiano. Hay dolor, un dolor inarticulado que se pasea por moteles con piscinas cuarteadas, casas construidas con materiales de construcción descartados y meandros que desaparecen de la noche a la mañana, arrojando a mar abierto a unos hombres solos, hartos de escuchar que han de pasar página y olvidar a la rubia de los ruiseñores.

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