‘El hijo de Saúl’ y ‘Mia madre’: los muertos de los otros, nuestros muertos

La muerte. El de la guadaña y su caprichoso balanceo; cercenador nato, único inmortal. Sí, la muerte, esa cosa tan desagradable que siempre les sucede a los demás. Por acción u omisión, el tema favorito de casi toda manifestación artística. El “asunto” silenciado por la cultura occidental desde hace seis siglos, más o menos desde que salimos del cochino medievo y decidimos que la renovada fe en el hombre obligaba a… a obviar el epílogo. Por no deslucir el conjunto, más que nada.

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No, no os voy a proporcionar nuevas fórmulas que superen en patetismo al “te acompaño en el sentimiento” o al “siempre se van los mejores”: la liturgia que acompaña a la muerte siempre vendrá ligada a un cierto grado de vergüenza ajena, en tanto y cuánto nos empeñemos en verbalizarla (lo hacemos, lo hacemos porque nos gusta escucharnos diciendo algo parecido a “no tengo miedo, no tengo miedo… a mí todavía no me toca, ¿verdad?”). Por mucha fórmula sobada que utilicemos, la muerte no es ningún lugar común: se trata del no-lugar por antonomasia. La definición de la incomodidad, de la elipsis reiterada, del colorín colorado como contraposición al final de finales. (Me estoy deprimiendo. Quizás la negación no sea una estrategia tan equivocada, después de todo).

El cine la ha abordado con grandilocuencia, trascendencia, sentimentalismo (¿se puede abordar de otra manera esa marasmo sentimental que acompaña a cualquier pérdida de importancia?), morbo… pocas veces con pudor. El pudor es el miedo a la expresión de lo íntimo, sí, pero en este caso lo interpretaremos como un reconocimiento de las limitaciones de la imagen. De lo que es capaz de llegar a mostrar sin perder su razón de ser (¿acaso no mostramos para ayudar a comprender?). Qué tiene sentido y qué no compartir con el público, por ajustada que esté esa imagen a la veracidad de los hechos narrados.

En relación a estas dos películas que he escogido como loas al pre-luto y respeto a los hechos históricos sin caer en el regodeo snuff, tenemos dos ejemplos cercanos y parcialmente fallidos. Lo que hizo Michael Haneke con la decadencia e inevitable desaparición de nuestros mayores en Amor (2012) –truculencia de lo inevitable, realismo tremendista- o el acercamiento minucioso e innecesariamente explícito a los efímeros sonderkommandos de La zona gris (Tim Blake Nelson, 2001). De manera consciente o no, ambas apostaron por violentar, por conmocionar al espectador. Un espectador al que lo que antaño le parecía insoportable… ha pasado a ser ahora un video “un poquito bestia” que puede compartir con su grupo de amigos en WhatsApp.

El hijo de Saúl nos devuelve a los campos de concentración. Y ya veo vuestro gesto de fastidio, ese “¿otra vez?, ¿de verdad?” que resume el cansancio por una representación cinematográfica que sistemáticamente ha fracasado a la hora de tratar de plasmar la mayor tragedia del siglo pasado, la que llevó a la unidad de cuidados intensivos –de donde todavía no ha salido- a la condición humana. Mientras leéis esto ya os estáis figurando la película, antes incluso de verla: ¿otra Sophie teniendo que tomar decisiones insoportables a pie de tren? ¿Otra recreación tan verista como formalmente pulida en la línea de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), canon al respecto desde hace más de veinte años? ¿Cómo mostrar –una vez más- lo insoportable?

La opción elegida por el director húngaro László Nemes es elegante, pero sobretodo, consecuente. Lo insoportable –lo ‘inmostrable’- no se muestra. Y punto. Nos revela sus intenciones desde el primerísimo plano que abre la película; el marco exacto elegido para su representación: el escenario quedará desenfocado, difuminado, la acción se centrará en nuestro Saúl. Para ello hace falta cierto grado de compromiso: querer ser Saúl y adivinar lo que él ve… lo cuál no nos asegura en modo alguno la neutralidad, el distanciamiento, la cordura. Porque a la postre, El hijo de Saúl perturba mucho más que cualquier otra cinta sobre el holocausto.

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Si los hermanos Dardenne nos han acostumbrado a periplos similares con la cámara pegada a la espalda de algún descastado, Nemes lo convierte en código deontológico, elevando la apuesta en la que ya es una de las óperas primas más brillantes de los últimos tiempos. El espectador se va a sentir igual de agobiado que el protagonista, vigilado por esa cámara-kapo a la cuál no se puede mirar siquiera a los ojos, por miedo a un empellón, un culatazo, un tiro en la cabeza. Porque alrededor de ella sabemos perfectamente lo que está ocurriendo: el triunfo de la muerte, el enseñoramiento del mal, cualquier cosa imaginable y prácticamente todas las inimaginables. La muerte no necesita revelar su cercanía con primeros planos de sesos salpicando paredes, cuerpos carbonizados ni truculentos regodeos estilísticos. Al difuminarla, al desenfocarla… está más presente que nunca. Se toca.

La tensión que se desprende de lo que no se ve, el principio básico del mejor cine de terror (¿y hay algo más terrorífico que la muerte indiscriminada, que la muerte convertida en explotación industrial, en finalidad en sí misma?). Y de lo que se escucha, incluyendo esa torre de Babel idiomática; las palabras en alemán que no comprendemos, la entonación, el desprecio. Conocemos por fin el fundamento criminal que gobernaba las relaciones en los campos, el hurto, la extorsión y la ley de los más fuertes (de los más amorales). A cambio debemos de estar dispuestos a acompañar al protagonista hasta las puertas mismas del infierno, calderas alimentadas por locos y asesinos para la eliminación sistemática de inocentes. Un infierno de roles invertidos, la pesadilla suprema de toda religión.

El Saúl bíblico perdía la razón tras alejarse de su Dios. El Saúl cinematográfico busca infructuosamente un mediador, un rabino que le permita completar el ciclo y enterrar a ese hijo de todos. Su locura es la nuestra: nadie sería capaz de superar una jornada como la suya, ver lo que él ve sin perder la chaveta por el camino.

Curiosamente, Mia madre, la última película de Nanni Moretti, comienza con una directora filmando un choque entre manifestantes y policías… pero pidiéndole a uno de sus cámaras que se olvide de los golpes, que no ejerza de sádico, que no se centre en lo obvio. Volvemos al pudor, a la necesidad de elaborar discursos inteligentes, alejados lo máximo posible de la retórica.

Moretti enterró al hijo en La habitación del hijo (2001) y ahora vuelve para hacer lo propio con la madre, algo mucho más acorde con el orden natural (“ley de vida”, diría un desconocido cualquiera en nuestro velatorio imaginario y prototípico). En ambos casos da una lección de contención, de ese “conocimiento del alma humana” que, así expuesto, siempre nos suena vacuo… retórico, una vez más. Pero es que Nanni lo logra: emocionar, vincularnos a algún hecho luctuoso de nuestra propia existencia, relatar el eclipse definitivo de alguien. Y las pequeñas miserias –nunca excesivas, nunca subrayables- de quienes asisten a ello, con su mayor o menor grado de implicación.

La presentida muerte de la mia madre –de todas nuestras madres, ocurrida ya o relativamente inminente en el tiempo- es naturalismo de pasillo de hospital, de recaída, de pérdidas de memoria, de deterioro de las mejores capacidades de quién más querremos. De esas virtudes que conformaban la personalidad de Ella y que quedan condensadas en esa última frase, interrogada sobre en qué está pensado la buena mujer: en el mañana, siempre en el día entrante. Una hermosa definición de la maternidad.

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Si El hijo de Saúl logra que nos vuelva a importar –que nos vuelva a doler- algo tan intangible como la estadística –los millones de seres humanos que sabemos que murieron en los campos de concentración y exterminio, convertidos en atractivo turístico con tenue excusa pedagógica-, Moretti nos hace salir del cine con ganas de llamar a nuestras madres, de escucharles la retahíla de bobadas, de consejos habituales… ese monólogo interminable que mantienen consigo mismas. Y es así como los muertos que salpican la historia (que siempre son los muertos de los otros) y los nuestros –incluidos los que están por venir- se funden en una estimulante amalgama de nostalgia y respeto. Y es que empezamos hablando de la muerte… y terminamos exaltando siempre la vida.

El hijo de Saúl y Mia madre son un réquiem gozoso tanto por las víctimas anónimas como por los mayores que nos dieron su apellido. Inocentes todos, pero condenados de antemano por esa pose con la que hemos tratado de blindarnos ante la muerte, siempre tan inoportuna, siempre tan vulgar… el recurrente escudo de la indiferencia.

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