Morris, Loos y Brassaï. Maneras de mirar, maneras de vivir
“No tengo necesidad de dibujar mis diseños. La buena arquitectura puede ser escrita. Uno podría escribir el Partenón”. Adolf Loos
Los designios de los programadores culturales son inescrutables. En Barcelona han tenido a bien arrancar la temporada 2018 de exposiciones temporales con tres nombres capitales para entender algo así como 150 años de historia de las formas europeas. Un austriaco, un británico y un rumano –no, no es un chiste- que revolucionaron el ámbito de lo público a través de lo privado, echando mano de un pensamiento original que aspiraba a tener algo de sistema filosófico.
Cronológicamente tocaría empezar hablando de William Morris (1834-1896), todo un hombre del Renacimiento que no quiso ser ajeno al auge de un movimiento obrero que para la mayoría de integrantes de su clase social no era más que un inadmisible cuestionamiento del Orden. Sí, Morris era de los privilegiados, pero se negó a mirar hacia otro lado: quiso ser socialista y utopista además de poeta, diseñador y arquitecto. Nos lo cuenta muy bien, hasta el 21 de mayo en el MNAC, William Morris y el movimiento Arts & Crafts en Gran Bretaña.
El austriaco Adolf Loos, de quien recientemente pudimos ver la exposición temporal Private Spaces en el Museo del Diseño, habitó este mundo entre 1870-1933. La suya fue una revolución rabiosamente clasista, pues burguesa era la adscripción de la mayoría de sus clientes. Y sin embargo sus interiores, sus fachadas poco vistosas, sus bares camino del minimalismo y sus locales comerciales sobrios pero elegantes marcarían tendencia.
Brassaï (1899-1984), nacido Gyula Halász, es el principal responsable de que cuando paseemos por París al caer la noche creamos estar dentro de una película expresionista. Él fue de los primeros en buscar hermosura en los bajos fondos, en fotografiar algo tan totémico e insípido como un pilar de metro elevado… y hacernos creer que, mirado así, desde arriba, podía tener algo de hito funerario, de obelisco atemporal. Hasta el 13 de mayo podéis patear los mismos adoquines donde plantó su trípode en la Fundación Mapfre.
De alguna manera los tres se preocuparon por los efectos de la salvaje industrialización del continente europeo, un tsunami de nuevos intereses creados que modificó vistas y horizontes e hizo descender la calidad de vida de una mano de obra obligada a hacinarse no muy lejos de las dichosas chimeneas. Morris indudablemente leyó a Thoreau y aunque no propugnaba una vida en los bosques, si que apostaba por un retorno a la “sencillez”. A rebufo del movimiento prerrafaelita cultivó un neomedievalismo que reivindicaba el papel del hasta entonces anónimo artesano, revestido todo ello de un humanismo que no quería quedarse en bienintencionado.
A Loos siempre lo he percibido como más peripuesto, más radical en lo estético, más… más hipster. Se embarcó en una cruzada personal contra el ornamento: sus casas, su mobiliario, todo debía de estar orientado hacia un único fin. Ni arte ni gaitas. Todo es cuestión de oficio, se acabaron las excusas pretenciosas: para él el arquitecto no era más que un albañil que sabía latín.
Cuando Brassaï comienza a fotografiar París, Atget acababa de morir. Lo que a este último lo llevó a las calles (las radicales transformaciones en el trazado de la urbe impuestas por el barón Haussmann), se transforma en Brassaï en una voluntad de perpetuar el mito, quizás hasta el tópico. El París canalla de muchos cuadros impresionistas exigía una versión fotográfica que no se contentase con recrear escenas, lugares y personajes. Y sin embargo, tenían que estar los principales secundarios: los bebedores de absenta de mirada perdida, las busconas, los conciliábulos de maleantes, las esquinas perniciosas y el caos fuera del cono lumínico de la recién inaugurada electricidad a pie de calle.
William Morris no decoraba solo interiores, ¡qué va! Aspiraba a transformar la sociedad entera a través de un misticismo que nos impregnase –y nos mejorase- a todos. La producción en cadena se había impuesto, pero para él lo hermoso –en un sentido que quizás Loos hubiese denostado- debía de ser una aspiración natural del hombre, sin importar su nivel adquisitivo. Todos debíamos de aspirar a vivir rodeados de cosas que fuesen prácticas o, en su defecto, de enseres que nos reportasen un cierto goce estético.
Morris, Marshall, Faulkner & Co. miraba hacia atrás sin ira: vendía diseños clásicos, retomaba patrones y alegorías conocidas –desde los retablos de tallos enmarañados a los mitos artúricos- y osaba tratar al artesano como un artista. Los más pudientes estaban dispuestos a pagar por esta distinción para engalanar sus dormitorios, pero no a incrementar los salarios de mera subsistencia de sus obreros fabriles, muchos de ellos antiguos artesanos. El triunfo comercial de Morris demostró que el capitalismo ya estaba férreamente implantado: el bien de consumo podía venir patrocinado por las mejores intenciones, pero no perdía por ello su condición de objeto deseable y adquirible. Ah, y por los mismos sobre los que se ejercía la supuesta crítica.
El trabajador se había transformado en una mera máquina y los profesionales liberales –que se creían a salvo por el mero hecho de haber obtenido una “cualificación”- le vieron las orejas al lobo. Los propios principios del racionalismo arquitectónico propugnado por Loos (simpleza en las formas, multifuncionalidad de los espacios, empleo del acero, el hormigón y el vidrio) se acabarían convirtiendo en leitmotivs de la producción en masa. Porque sencillamente era más económico.
Brassaï, demiurgo final de este triunvirato casual, quiso que su manera de mirar reflejase también una manera de vivir. Quizás había leído demasiada literatura, quizás –como el idealista Morris, como el gruñón Loos- no fuese más que un romántico convencido de poder perpetuar lo mejor de un tiempo pasado, sin saber que se acabaría convirtiendo, paradójicamente, en un icono de la modernidad para sus contemporáneos. Gárgolas vigilantes, las luces de los faros barriendo el asfalto todavía mojado, la neblina junto al Sena, un encuentro que nunca era casual, lupanares con vistas a la torre Eiffel y unas sombras sublimadas por el blanco y negro.
Traicionado su espíritu o no, podemos encontrar algo de este “Morris para el pueblo” en el credo de la depredadora Ikea. Incluso podríamos decir que Loos ha triunfando plenamente, cuando 90 años después de su villa Müller comienzan a ejecutarse construcciones básicas partiendo de diseños imprimibles en 3D. ¿Y acaso hay algún fotógrafo aficionado que no haya intentado sacar una instantánea morrocotonuda jugando con los charcos de agua al atardecer? Parece tan fácil con la cámara adecuada…
Lo peor de nuestros tiempos quizás sea eso: hacernos creer que no hace falta oficio para ser (perdón, parecer) brillante.